miércoles, 18 de febrero de 2009

Código de familia, de Gavin O'Connor

Inocua en el plano dramático y elemental en el estético, tal vez la principal virtud de Código de familia (Pride and glory) sea su modestia, la poco habitual capacidad para conformarse con las consecuencias sencillas de una premisa sencilla. Lo que ocurre en esta historia es complejo desde lo humano, pero no desde su disposición en el relato. Lo que al principio se adivina como una catarata de zancadillas y manipulaciones, se descubre pronto como una trama llamativamente llana, mucho más cercana al sabor del día a día de lo que el mainstream suele ofrecer. Tan a la defensiva estamos como espectadores, tan pendientes de las vueltas de tuerca, que cuando una película las anula nos sentimos un poco frustrados (señal de que las deseamos en la ficción porque mataríamos por tener más de esas piruetas oxigenantes en la propia vida).

Desde el momento en que sabemos que dentro de una familia de policías hay un miembro corrupto (Colin Farrell), parece obvio vaticinar que tarde o temprano -salvo el héroe, Edward Norton- todos se desnudarán como sujetos deplorables, empezando por el flemático padre que interpreta Jon Voight. Pues no. No es tan así. Cada uno tiene sus errores y razones, pero por suerte este relato evita ese previsible desfile de revelaciones de miseria moral que abunda en los policiales, en donde cada personaje termina sacándose la careta para vociferar a los cuatro vientos que el mundo se fue al demonio y que no hay conducta ética que valga seguir. En el film de O'Connor todo es menos satánico y más directo, porque Pride and glory busca ser un cuento discreto sobre gente como uno. Esto no es poco dentro del entumecido cine industrial actual, sólo que esa noble intención es insuficiente si la obra no tiene detrás una concepción artística novedosa que la apuntale con vigor.

Y dado que no me animo a recomendar abiertamente la película, quisiera al menos justificar esas dos horas destinadas a la pantalla. Una presencia masculina puede ayudar, y vaya si lo hace esta vez. Edward Norton tiene el aura de los clásicos. No es perfecto ni automáticamente encantador, pero sabe ser frágil por dentro sin abandonar un talante exterior recio y magnético. Por eso mismo es precioso: un varón de los de antes, de esos que hoy extrañamos, con ojos francos y los cojones bien puestos como para sostener su verdad frente a otros ojos sin tener que esquivarlos. Mercedes Halfon en Radar lo dijo antes y mejor que yo. No puedo más que adherir:

"Lo de Edward Norton es la belleza oscura, refinada, seria. En algunos momentos puede parecer peligrosa, en otros un poco trash. Ya en el principio de Pride and Glory, cuando aparece abrigado hasta la nariz y se sienta en la tribuna de un partido de fútbol americano amateur, nos fulmina con sus ojos azules como parte del paisaje congelado; es su lado serio-sexy. Después se calza su traje de policía, camina custodiado por John Voight rumbo a alguna situación judicial con un corte de pelo castrense, haciendo imposible dudar de su ejemplaridad como oficial, y a la vez obnubilándonos con esa onda parca, impecable. Algo que cambia completamente cuando habla en español con las testigos presenciales de los crímenes, todas lindas latinas de pelo ondulado, a las que les balbucea una jerga chicana bastante bien pronunciada, endulzándoles el oído, mirándolas muy de cerca hasta que ellas confiesan lo peor, delatan a sus ex amantes y a sus amigos. Imposible culparlas porque ahí sí que Edward se torna bastante oscurito y completamente irresistible".

2 comentarios:

Lochis dijo...

Particularmente, mucho no me gustó. Me pareció bastante predecible (yo no me esperé que aparecieran todos los personajes con sus miserias humanas).
Y el final te lo ves venir media hora antes...

Besos

Lochis dijo...

Pd: coincido con lo de Norton.