Las granjas tienen ese no sé qué. La ermitaña Emma (Jördis Triebel, notable) vive en una granja animada por chanchos y gallinas. “No necesito a nadie”, le dice a un muchacho del pueblo que a veces la visita con pretensiones. “Sí, Emma. Sí que lo necesitas”.
Pero está claro que ella eligió ese destino y no le debe nada a nadie. Max (Jürgen Vogel), en cambio, parece no tener demasiadas opciones, aunque al menos sabe que no quiere desperdiciar el poco tiempo que le queda. En lo más hondo él cobija una fantasía: quiere que le pasen cosas (¿quién no desea lo mismo cada bendito día?).
Lo dice todo el mundo en clave de monserga: nadie te va a venir a golpear la puerta. Y lo más loco es que sí, a veces sucede. Cuando uno menos lo espera, alguien llega y toca el timbre. Pero también dicen que a la suerte hay que ayudarla, y eso es lo que hace Emma. De eso se trata este film alemán dirigido por Sven Taddicken. Un cuento pequeño y directo.
Tantas obras hiperproducidas posan de importantes y se jactan de exhibir la última radiografía sobre el estado de la humanidad… tanta cháchara inconducente… tanto decir sin hacer…
En medio de la maleza reseca, si uno tiene ganas de encontrar, siempre despunta un tallo no del todo marchito, que no pretende ser otra cosa que lo que es. De allí que el "monitoreo crítico" decida hacer un click en un determinado punto del relato: de ahí en adelante, nos entregamos sin más.
La suerte de Emma (Emmas Glück) es una escapada al campo. Hacer el amor sobre el pasto. Freír huevos y comer panceta. Saludar al alba desnudos, cuando todo es anaranjado y verde, muy verde. Agradecer al azar, aunque también sea tacaño.
Aunque todo acabe ya.
viernes, 30 de enero de 2009
La tierra en miniatura
Esto me llegó en una cadena de mails (gracias, Nico).
Vale la pena detenerse un segundo.
Si pudiésemos reducir la población de la Tierra a una pequeña aldea exactamente de 100 habitantes, manteniendo las proporciones existentes en la actualidad, sería algo como esto.
Habría:
57 asiáticos, 21 europeos, 14 personas del hemisferio oeste (tanto norte como sur) y 8 africanos.
52 serían mujeres y 48 hombres
70 no serían blancos y 30 serían blancos
70 no cristianos y 30 cristianos
89 heterosexuales y 11 homosexuales
6 personas poseerían el 59 % de las riquezas y los 6 serían norteamericanos
80 vivirían en condiciones infrahumanas
70 serían incapaces de leer
50 sufrirían de malnutrición
1 persona estaría a punto de morir y 1 bebe a punto de nacer.
Sólo 1 tendría educación universitaria.
Sólo 1 tendría un ordenador.
Al analizar nuestro mundo desde esta perspectiva tan comprimida es cuando se hace más nítida la realidad de este mundo.
Valora tú mismo...
Si te has levantado esta mañana con más salud que enfermedad, entonces eres más afortunado que los millones de personas que no sobrevivirán esta semana.
Si nunca has experimentado los peligros de la guerra, la soledad de estar encarcelado, la agonía de ser torturado o las punzadas de la inanición, entonces estás por delante de 500 millones de personas.
Si puedes caminar por las calles, sin temor a ser humillado, arrestado, torturado o muerto, entonces eres más afortunado que 3000 millones de personas en este mundo.
Si tienes comida en el refrigerador, ropa en el armario, un techo sobre tu cabeza y un lugar donde dormir, eres más rico que el 75 % de la población mundial.
Si puedes leer este mensaje, eres mucho más afortunado que los más de 2000 millones de personas en este mundo, que no pueden leer.
- Diálogo entre educadores -
Colectivo de Investigación Educativa “Graciela Bustillos”
(Asociación de Pedagogos de Cuba)
Si pudiésemos reducir la población de la Tierra a una pequeña aldea exactamente de 100 habitantes, manteniendo las proporciones existentes en la actualidad, sería algo como esto.
Habría:
57 asiáticos, 21 europeos, 14 personas del hemisferio oeste (tanto norte como sur) y 8 africanos.
52 serían mujeres y 48 hombres
70 no serían blancos y 30 serían blancos
70 no cristianos y 30 cristianos
89 heterosexuales y 11 homosexuales
6 personas poseerían el 59 % de las riquezas y los 6 serían norteamericanos
80 vivirían en condiciones infrahumanas
70 serían incapaces de leer
50 sufrirían de malnutrición
1 persona estaría a punto de morir y 1 bebe a punto de nacer.
Sólo 1 tendría educación universitaria.
Sólo 1 tendría un ordenador.
Al analizar nuestro mundo desde esta perspectiva tan comprimida es cuando se hace más nítida la realidad de este mundo.
Valora tú mismo...
Si te has levantado esta mañana con más salud que enfermedad, entonces eres más afortunado que los millones de personas que no sobrevivirán esta semana.
Si nunca has experimentado los peligros de la guerra, la soledad de estar encarcelado, la agonía de ser torturado o las punzadas de la inanición, entonces estás por delante de 500 millones de personas.
Si puedes caminar por las calles, sin temor a ser humillado, arrestado, torturado o muerto, entonces eres más afortunado que 3000 millones de personas en este mundo.
Si tienes comida en el refrigerador, ropa en el armario, un techo sobre tu cabeza y un lugar donde dormir, eres más rico que el 75 % de la población mundial.
Si puedes leer este mensaje, eres mucho más afortunado que los más de 2000 millones de personas en este mundo, que no pueden leer.
- Diálogo entre educadores -
Colectivo de Investigación Educativa “Graciela Bustillos”
(Asociación de Pedagogos de Cuba)
martes, 27 de enero de 2009
El sinsentido del "Making Of"
Algunas sensaciones a partir de La fábrica de Cuento de verano
La Fabrique du Conte d’eté / Francia, 2005, dirigida por Jean-André Fieschi y Françoise Etchegarray.
Fui a ver esta película por recomendación de un amigo. En realidad, al momento de recomendármela mi amigo aún no la había visto, pero un amigo suyo le había asegurado que se trataba del mejor "making of" que había visto en su vida. O sea que fui al cine alentada por el entusiasmo de un amigo de mi amigo, un muchacho a quien solo conozco a través de su trabajo como crítico (y por eso mismo, lo respeto mucho).
En ese momento pensé: en verdad nunca vamos al cine para ver un making of, sino para ver películas hechas y derechas. El making of (es decir, el informe sobre el “detrás de las cámaras” de un film) es un producto que pertenece a la televisión, al marketing, a los extras de un dvd. Desde hace años hago un esfuerzo importante por evitarlos, ya que además de romper el hechizo suelen dejar un efecto residual en la memoria que licúa el suspenso cuando uno se sienta frente a la película (en esto también hay que culpar a los delatores por antonomasia: los trailers).
Mi caso límite fue Titanic, hace ya más de una década. Cuando Kate Winslet se sube al bote salvavidas con su madre y comienza a descender mientras Di Caprio la mira llorando desde la cubierta, uno ya sabe que ella no puede irse justo ahí, porque aún falta la famosa y espectacular escena -exhibida hasta el hartazgo por la televisión- en donde ambos se hunden junto con el transatlántico. Recuerdo haber visto todo el film de Cameron con cierta distancia, con bronca: muchas de sus mejores imágenes no fluían con sorpresa frente a mí. Ojalá existiera una píldora o algo por el estilo, que nos produjera una anmesia transitoria para volver a ver Titanic -y tantas otras obras ultrapublicitadas- con absoluta virginidad (bueno, es una fantasía tonta porque, después de todo y por suerte, ninguna mirada es 100% pura).
Claro que, dentro del ciclo Eric Rohmer en la Lugones, uno podía ambicionar algo más que un backstage común y corriente de Cuento de verano. Esperaba ver un suculento documental sobre Rohmer en acción, para disfrutarlo a él en plenitud y escucharlo hablar sobre su técnica, sus trucos, sus mañas, su trato con los actores y con el equipo en producción. Tenía conmigo una libreta para anotar las reflexiones sobre la estética del cine que el maestro seguramente nos regalaría mientras él hacía lo que mejor le sale. Pero no. En efecto, se trata de un humilde making of, con aire casero, sin el timing de aquellos editados por Hollywood ni estrellas que se equivoquen a propósito para luego reírse histriónicamente de sus pifias.
Por supuesto, "La fábrica..." ofrece una oportunidad para ver a Rohmer, que tenía 75 pirulos cuando rodó el film protagonizado por Melvil Poupad (quien, por su parte, hace un par de años brilló en la emotiva Le temps qui reste, de François Ozon). Aunque el director luce delgadísimo, largo y encorvado como un junco, con un rostro de inquietantes rasgos cadavéricos, durante la filmación el tipo está más contento que pibe con chiche nuevo. Corre por la playa si se le canta, baila en una disco rodeado de jóvenes, besa en el cuello a una actriz para indicarle a Poupad cómo debe manejarse en una escena erótica. Todo lo hace con elegancia, con amabilidad, sin estridencias ni fanfarronería. Pero la película apenas nos muestra una pizca del maestro en su salsa, ya que la mayor parte del metraje se detiene en los ensayos de los actores, las tomas y retomas de diferentes situaciones, las grabaciones desde distintos ángulos de cámara y el transcurrir de los tiempos muertos en el set. Al principio el rejunte resulta cansino, rutinario, sin mayor vuelo que el de un diario de rodaje con apuntes anodinos. Hasta que en un momento la textura del video cede el paso al fílmico para incluir una secuencia completa de la película original. Es entonces cuando algo se enciende y uno por fin comprende por dónde venía el asunto.
Lo que uno siente es que quiere quedarse a vivir en esa secuencia, la verdadera, esa que es lo suficientemente perfecta como para haber llegado a la edición final, la única digna de la firma de Rohmer, en donde los actores ya no son actores sino personajes que aman y sufren, porque están convencidos, porque están en el centro del plano y ninguna cámara intrusa los espía de costado. Tres o cuatro fragmentos del film original se intercalan a lo largo del making of y uno se engancha con esos bellos gajos aunque estén fuera de contexto, no importa si conocemos o no la historia que narra la película. Es eso que alguien alguna vez rotuló como “magia del cine”, esa especie de aura que refulge y escapa a toda descripción, detentando una sola certeza: esa epifanía es patrimonio del arte y no de la industria.
Embarcados en ese trance, lo único que deseamos es arrodillarnos junto al sabio Eric para que nos siga susurrando su Cuento de verano. No queremos volver al detrás de escena. No queremos, no hace falta.
El making of no tiene ningún sentido.
C.G.
Debido a la buena convocatoria de público que tuvo durante enero, la sala Leopoldo Lugones reprogramó el ciclo completo de Eric Rohmer para el mes próximo. La fábrica de Cuento de verano volverá a proyectarse el miércoles 11 de febrero, a las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas (90’, en dvd).
La Fabrique du Conte d’eté / Francia, 2005, dirigida por Jean-André Fieschi y Françoise Etchegarray.
Fui a ver esta película por recomendación de un amigo. En realidad, al momento de recomendármela mi amigo aún no la había visto, pero un amigo suyo le había asegurado que se trataba del mejor "making of" que había visto en su vida. O sea que fui al cine alentada por el entusiasmo de un amigo de mi amigo, un muchacho a quien solo conozco a través de su trabajo como crítico (y por eso mismo, lo respeto mucho).
En ese momento pensé: en verdad nunca vamos al cine para ver un making of, sino para ver películas hechas y derechas. El making of (es decir, el informe sobre el “detrás de las cámaras” de un film) es un producto que pertenece a la televisión, al marketing, a los extras de un dvd. Desde hace años hago un esfuerzo importante por evitarlos, ya que además de romper el hechizo suelen dejar un efecto residual en la memoria que licúa el suspenso cuando uno se sienta frente a la película (en esto también hay que culpar a los delatores por antonomasia: los trailers).
Mi caso límite fue Titanic, hace ya más de una década. Cuando Kate Winslet se sube al bote salvavidas con su madre y comienza a descender mientras Di Caprio la mira llorando desde la cubierta, uno ya sabe que ella no puede irse justo ahí, porque aún falta la famosa y espectacular escena -exhibida hasta el hartazgo por la televisión- en donde ambos se hunden junto con el transatlántico. Recuerdo haber visto todo el film de Cameron con cierta distancia, con bronca: muchas de sus mejores imágenes no fluían con sorpresa frente a mí. Ojalá existiera una píldora o algo por el estilo, que nos produjera una anmesia transitoria para volver a ver Titanic -y tantas otras obras ultrapublicitadas- con absoluta virginidad (bueno, es una fantasía tonta porque, después de todo y por suerte, ninguna mirada es 100% pura).
Claro que, dentro del ciclo Eric Rohmer en la Lugones, uno podía ambicionar algo más que un backstage común y corriente de Cuento de verano. Esperaba ver un suculento documental sobre Rohmer en acción, para disfrutarlo a él en plenitud y escucharlo hablar sobre su técnica, sus trucos, sus mañas, su trato con los actores y con el equipo en producción. Tenía conmigo una libreta para anotar las reflexiones sobre la estética del cine que el maestro seguramente nos regalaría mientras él hacía lo que mejor le sale. Pero no. En efecto, se trata de un humilde making of, con aire casero, sin el timing de aquellos editados por Hollywood ni estrellas que se equivoquen a propósito para luego reírse histriónicamente de sus pifias.
Por supuesto, "La fábrica..." ofrece una oportunidad para ver a Rohmer, que tenía 75 pirulos cuando rodó el film protagonizado por Melvil Poupad (quien, por su parte, hace un par de años brilló en la emotiva Le temps qui reste, de François Ozon). Aunque el director luce delgadísimo, largo y encorvado como un junco, con un rostro de inquietantes rasgos cadavéricos, durante la filmación el tipo está más contento que pibe con chiche nuevo. Corre por la playa si se le canta, baila en una disco rodeado de jóvenes, besa en el cuello a una actriz para indicarle a Poupad cómo debe manejarse en una escena erótica. Todo lo hace con elegancia, con amabilidad, sin estridencias ni fanfarronería. Pero la película apenas nos muestra una pizca del maestro en su salsa, ya que la mayor parte del metraje se detiene en los ensayos de los actores, las tomas y retomas de diferentes situaciones, las grabaciones desde distintos ángulos de cámara y el transcurrir de los tiempos muertos en el set. Al principio el rejunte resulta cansino, rutinario, sin mayor vuelo que el de un diario de rodaje con apuntes anodinos. Hasta que en un momento la textura del video cede el paso al fílmico para incluir una secuencia completa de la película original. Es entonces cuando algo se enciende y uno por fin comprende por dónde venía el asunto.
Lo que uno siente es que quiere quedarse a vivir en esa secuencia, la verdadera, esa que es lo suficientemente perfecta como para haber llegado a la edición final, la única digna de la firma de Rohmer, en donde los actores ya no son actores sino personajes que aman y sufren, porque están convencidos, porque están en el centro del plano y ninguna cámara intrusa los espía de costado. Tres o cuatro fragmentos del film original se intercalan a lo largo del making of y uno se engancha con esos bellos gajos aunque estén fuera de contexto, no importa si conocemos o no la historia que narra la película. Es eso que alguien alguna vez rotuló como “magia del cine”, esa especie de aura que refulge y escapa a toda descripción, detentando una sola certeza: esa epifanía es patrimonio del arte y no de la industria.
Embarcados en ese trance, lo único que deseamos es arrodillarnos junto al sabio Eric para que nos siga susurrando su Cuento de verano. No queremos volver al detrás de escena. No queremos, no hace falta.
El making of no tiene ningún sentido.
C.G.
Debido a la buena convocatoria de público que tuvo durante enero, la sala Leopoldo Lugones reprogramó el ciclo completo de Eric Rohmer para el mes próximo. La fábrica de Cuento de verano volverá a proyectarse el miércoles 11 de febrero, a las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas (90’, en dvd).
Ahí nomás
viernes, 23 de enero de 2009
Límites
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,
hasta aquí el agua?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,
hasta aquí el fuego?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,
hasta aquí el odio?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,
hasta aquí no?
Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran.
Juan Gelman
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,
hasta aquí el agua?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,
hasta aquí el fuego?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,
hasta aquí el odio?
¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,
hasta aquí no?
Sólo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran.
Juan Gelman
jueves, 22 de enero de 2009
Las horas del verano, de Olivier Assayas
martes, 20 de enero de 2009
Erich Rohmer en la Sala Leopoldo Lugones
"No hago retratos al natural"
Por Eric Rohmer
(Fragmento de un texto publicado en Página/12)
Algunos dicen que mi cine es literario. Que lo que digo en mis películas podría decirlo en una novela. Sí, pero se trata de saber qué es lo que digo. El discurso de mis personajes no es forzosamente el de mi película.
En los Cuentos morales, es cierto, hay una intención literaria, una trama novelesca establecida de antemano, que podría ser un material para desarrollar por escrito, como a veces efectivamente lo hago, en forma de comentario en off. Pero ni el texto de este comentario ni el de los diálogos son mi película: son cosas que filmo, de la misma manera que los paisajes, los rostros, el modo de andar, los gestos. La palabra forma parte, al igual que la imagen, de la vida que ruedo.
Lo que “digo” no lo digo con palabras. Tampoco con imágenes, mal que les pese a todos los sectarios de un cine puro que “hablaría” con las imágenes, como un sordomudo habla con las manos. En el fondo, yo no digo, muestro. Muestro a gente que actúa y habla. Eso es todo lo que sé hacer, pero ahí está mi verdadera intención. El resto, estoy de acuerdo, es literatura.
Es cierto que podría “escribir” las historias que filmo. La prueba es que efectivamente las he escrito: hace mucho tiempo, cuando todavía no había descubierto el cine. Pero no me sentía satisfecho. No sabía escribirlas bien. Es por ello que las filmé. Cuando filmo, intento arrancar todo lo que puedo a la vida misma. No pienso demasiado en el argumento, que es un mero armazón, sino en los materiales con que lo lleno y que son los paisajes en los que sitúo mi historia, los actores que he elegido para interpretarla.
Ir al artículo completo
Este imperdible ciclo se desarrollará desde el martes 20 hasta el miércoles 28 de enero en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530). Detalle de la programación.
Por Eric Rohmer
(Fragmento de un texto publicado en Página/12)
Algunos dicen que mi cine es literario. Que lo que digo en mis películas podría decirlo en una novela. Sí, pero se trata de saber qué es lo que digo. El discurso de mis personajes no es forzosamente el de mi película.
En los Cuentos morales, es cierto, hay una intención literaria, una trama novelesca establecida de antemano, que podría ser un material para desarrollar por escrito, como a veces efectivamente lo hago, en forma de comentario en off. Pero ni el texto de este comentario ni el de los diálogos son mi película: son cosas que filmo, de la misma manera que los paisajes, los rostros, el modo de andar, los gestos. La palabra forma parte, al igual que la imagen, de la vida que ruedo.
Lo que “digo” no lo digo con palabras. Tampoco con imágenes, mal que les pese a todos los sectarios de un cine puro que “hablaría” con las imágenes, como un sordomudo habla con las manos. En el fondo, yo no digo, muestro. Muestro a gente que actúa y habla. Eso es todo lo que sé hacer, pero ahí está mi verdadera intención. El resto, estoy de acuerdo, es literatura.
Es cierto que podría “escribir” las historias que filmo. La prueba es que efectivamente las he escrito: hace mucho tiempo, cuando todavía no había descubierto el cine. Pero no me sentía satisfecho. No sabía escribirlas bien. Es por ello que las filmé. Cuando filmo, intento arrancar todo lo que puedo a la vida misma. No pienso demasiado en el argumento, que es un mero armazón, sino en los materiales con que lo lleno y que son los paisajes en los que sitúo mi historia, los actores que he elegido para interpretarla.
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Este imperdible ciclo se desarrollará desde el martes 20 hasta el miércoles 28 de enero en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530). Detalle de la programación.
jueves, 15 de enero de 2009
La duda, de John Patrick Shanley
Certeza. El film está basado en una obra de teatro escrita por John Patrick Shanley y es el propio Shanley quien decidió llevarla a la pantalla grande, a pesar de que su única experiencia como realizador data de 1990, cuando dirigió Joe contra el Volcán. Si existe un hecho irrefutable aquí es que tanto la idea original como la película surgieron de una única mente, la de un autor que sabía qué era lo que buscaba transmitir cuando abrió el juego de su historia para el público masivo.
Trampa. Si abordamos La duda (Doubt) teniendo una mínima noción del argumento (un cura acusado de pedofilia), creemos que la víctima será ese muchachito que el film muestra en la primera secuencia. Un niño blanco de familia bien, que amanece dentro de un típico hogar pequeñoburgués, con la madre que lo apura para que se levante de la cama, aunque esta vez el madrugón no es para ir al colegio, sino a misa. Aquí hay una primera treta del guión, que no está mal si se la entiende como un guiño desafiante a la percepción del espectador, pues resulta que no será ese chico el protagonista del conflicto, sino su compañero Donald Miller (Joseph Foster), que también es monaguillo y además es el primer estudiante negro aceptado dentro de la escuela religiosa St. Nicholas (la ficción transcurre en 1964, en el barrio del Bronx). Quizás sea una advertencia: hay que correr el eje de atención, quebrar las estructuras del prejuicio, porque la verdad no pasa solo por aquello que está a la vista (si es que existe una verdad).
Paradoja. Luego de esa primera trampa inteligente, todo lo que sigue en la realización es llano, acartonado, perezoso. Aquello que desde lo dramático aspira a la ambigüedad, la puesta en escena lo torna unívoco al abusar de simbolismos de manual y encuadres subrayados (hay recursos técnicos un tanto anacrónicos y reiterativos, como inclinar la cámara para ilustrar que el personaje está perturbado). La duda está: jamás sabremos si efectivamente el padre Flynn (Phillip Seymour Hoffman) abusó del alumno, no importa cuán convencida esté la severa hermana Aloysius (Meryl Streep) de la culpabilidad del sacerdote. Pero en lugar de aprovechar los matices de esa incertidumbre primordial, el film se distrae entre brochazos y exageraciones interpretativas: la crispación gesticular de Streep, las sospechosas uñas largas de Hoffman, la exasperante candidez de la monja más joven (Amy Adams), personaje que enciende la llama de la acusación.
Pista. Cuando en la mitad del relato aparece la madre del pequeño Donald (Viola Davis), con un ruego inquietante y totalmente inesperado, el director sugiere que lo mejor de esta historia quizás resida en ese fuera de campo que la película decide no transitar, ese espacio inextricable del actuar humano en donde la necesidad y la angustia increpan a la pulcra Ley Moral. Lástima que la osadía que hierve en ese diálogo entre Streep y Davis no se prolongue ni a uno solo de los otros fotogramas de La duda.
Limbo. “¿Qué hacemos cuando no estamos seguros?”, se pregunta el padre Flynn en un sermón que resume el dilema central de la película. También se habla de la modernización de la Iglesia, la represión (disciplinaria, sexual), la diferencia entre varones y mujeres dentro de la jerarquía eclesiástica, la discriminación, la homosexualidad, la opresión familiar: el guión se detiene sobre algunos tópicos, y a otros apenas los roza de costado. Pero todo esto flota en el aire de la impalpabilidad, ya que parecería que una obra que versa sobre la imposibilidad de la verdad, no necesitara ser respaldada por un punto de vista certero (¿qué es lo que piensa el autor sobre el mundo que retrata?). Es como si todo quedara librado a la abstracción de la fe, el alma y la conciencia, ese poderoso limbo frente al cual el sujeto -supuestamente- se descubre inerme, ya que la realidad es demasiado compleja como para establecer parámetros de juicios y conductas. Estamos de acuerdo en que la realidad es intrincada; el problema aquí es que John Patrick Shanley confunde complejidad con relativismo extremo. Y no se hace cargo de nada.
Comparto esta reflexión del crítico norteamericano David Walsh en su artículo sobre Doubt:
“Si los seres humanos no se acercaran con certeza a algunos asuntos, en la ciencia, la política o el arte, no lograrían nada. La seguridad de que contamos con un entendimiento, un argumento o un enfoque que consideramos correctos, es un elemento para que cualquier emprendimiento significativo tenga éxito. Es la práctica lo que determina la validez o no de esa seguridad. No hay duda eterna así como no hay certeza eterna. El escepticismo universal no sirve para nada, excepto para preservar el status quo. ‘Todos los políticos mienten’ es un lugar común generalmente pronunciado por personas que no están muy avanzadas políticamente y que, lamentablemente, son las más susceptibles a toda clase de manipulación. De hecho, las figuras políticas no mienten. En el fondo, lo que determina si un individuo puede o no decirle la verdad al público, son los intereses sociales”.
miércoles, 14 de enero de 2009
Qué va a ser de mí
Qué va a ser de mí
volveré a mentir de nuevo.
Llenaré mi cama
de fantasmas, de muertos.
Contaré los días,
las calles que nos separan,
las tardes de domingo
esperaré tu llamada.
Maldeciré a las parejas que,
abrazadas,
sueñan con habitaciones de hotel
desocupadas.
Y odiaré con calma
tu risa, todas mis palabras
nuestra despedida.
Qué va a ser de mí
les diré barbaridades
a las mujeres hermosas que pasen por mi calle.
Sin que me invites me colaré en tus fiestas,
cuando venga tu recuerdo reiré con violencia.
Iré a buscarte a los sitios acordados
aunque tu no vengas, aunque me hayas olvidado
Te escribiré los versos que nunca te hice,
seré puntual como siempre quisiste.
Qué va a ser de mí
emprenderé un largo viaje
para que el eco de tus noches nunca me alcance.
Qué va a ser de mí
dudo que en ningún bar
me puedan servir todo el alcohol que necesito
para olvidar.
Ismael Serrano
Qué va a ser de mí
volveré a mentir de nuevo.
Llenaré mi cama
de fantasmas, de muertos.
Contaré los días,
las calles que nos separan,
las tardes de domingo
esperaré tu llamada.
Maldeciré a las parejas que,
abrazadas,
sueñan con habitaciones de hotel
desocupadas.
Y odiaré con calma
tu risa, todas mis palabras
nuestra despedida.
Qué va a ser de mí
les diré barbaridades
a las mujeres hermosas que pasen por mi calle.
Sin que me invites me colaré en tus fiestas,
cuando venga tu recuerdo reiré con violencia.
Iré a buscarte a los sitios acordados
aunque tu no vengas, aunque me hayas olvidado
Te escribiré los versos que nunca te hice,
seré puntual como siempre quisiste.
Qué va a ser de mí
emprenderé un largo viaje
para que el eco de tus noches nunca me alcance.
Qué va a ser de mí
dudo que en ningún bar
me puedan servir todo el alcohol que necesito
para olvidar.
Ismael Serrano
lunes, 12 de enero de 2009
“Remontar
el barrilete
en esta tempestad
sólo hará entender
que ayer no es hoy
que hoy es hoy
y que no soy actor de lo que fui”.
Spaghetti del rock / Divididos
el barrilete
en esta tempestad
sólo hará entender
que ayer no es hoy
que hoy es hoy
y que no soy actor de lo que fui”.
Spaghetti del rock / Divididos
La pintura es de Xul Solar (“Vuel Villa”)
domingo, 11 de enero de 2009
El baño del Papa, de Enrique Fernández y César Charlone
Tres galletas, 200 de mortadela y un litro de leche.
Eso es todo lo que se puede comprar con lo que Beto (César Troncoso) gana por un largo día de trabajo. Solo alcanza para tres sánguches mezquinos. Y eso que el hombre pedaleó. Le dio duro y parejo a la bicicleta, hasta Brasil, para traer las bagatelas que le encargó el almacenero del barrio, y el almidón que le pidió su esposa, Carmen (Virginia Méndez), y las pilas para la radio de su hija, Silvia (Virginia Ruiz).
De eso vive Beto: cada mañana parte desde Melo hasta Aceguá para hacer unos pesitos. Beto y sus amigos bagayeros se desvían largos trechos para evitar los puestos de control en la frontera. Claro que a veces las piernas no dan más y entonces no queda otra que arriesgarse a pasar de contrabando por el control oficial, rezando por que los milicos no se dan cuenta. Pero Beto no es precisamente un hombre afortunado.
Es que a Beto alguna vez lo olvidaron. Como se olvidaron de ese pueblo entero.
Por eso parece mentira que al mismísimo Juan Pablo II se le ocurra un día recalar en Melo. La televisión y la radio celebran la noticia con pompa y circunstancia, y anticipan que muchísima gente llegará al lugar para ver al Papa, sobre todo los brasileños. Y serán miles y miles. A los vecinos de Melo se les prende la lamparita: hay que aprovechar el insólito acontecimiento y salir a vender lo que sea. Gaseosas, chorizos, pastelitos, tortas, medallitas. Es ahora o nunca.
Carmen es creyente y se siente rara. No le gusta que la gente especule con la fe. “Yo creo que Dios castiga esas cosas”, le dice a su vecina. “¿Castigo? Castigo son los políticos que tenemos”, responde la amiga, resignada, pronunciando el aroma a profundo desamparo que inunda esos paisajes del noroeste uruguayo.
Y es así, nomás.
Ya nadie cree.
¿Para qué?
Pero resulta que Beto tiene una idea original: construir un baño para los miles de fanáticos que visitarán al Papa. Un servicio higiénico baratito y al paso. El plan no está nada mal.
Hay una hermosa ingenuidad en Beto y en su mujer: no saben lo que es la ambición. Él apenas sueña con comprar una moto, para hacer más viajes, más rápido, y así ganar unos pesos más. Pero no sale del círculo de la inmediatez precaria. La hija adolescente es la única que logra distanciarse del entorno y anhelar otra cosa. Pero Silvia está muy sola, sin otra opción que aprender el noble arte de tragarse la humillación cotidiana sin chistar. Como ese día que regresa de entregar una ropa que a su mamá le habían encargado planchar. La clienta no puede pagar el trabajo “porque cambió el auto y no tiene dinero”, le explica Silvia a su mamá. Cuestión de clase, que le dicen. Lucha que sigue, siempre sigue, aunque se intente fingir que ya no existe.
Algunos dicen que películas como El baño del Papa lo único que buscan es “estetizar la pobreza”: hacerla más vistosa y menos dolorosa. No consigo entender esos argumentos. No cuando recuerdo el rostro de Beto mientras intenta remendar un colador de cocina, que ya está demasiado oxidado. Los agujeritos se desgastaron y cedieron. En esa imagen no veo más que tristeza. Desesperación.
El film de Enrique Fernández y César Charlone construye su grandeza a partir de esas finísimas pinceladas de realidad, esas miradas dignas, esas perfectas líneas de diálogo que resumen todo un espacio, un tiempo, un sentir.
Si hay humor es porque aún hay ilusión. Y porque esta fábula se empecina en asegurar que incluso cuando la última esperanza también acabe por esfumarse, al menos quedará el afecto. El afecto y nada más.
No hubo milagro en Melo. Porque cada alma salió corriendo a hacer la suya, por su cuenta, sin pensar, ni organizarse, ni diagramar con conciencia una estrategia que realmente les sirviera todos.
Y así la cosa no camina.
Nadie se salva solo.
Eso es todo lo que se puede comprar con lo que Beto (César Troncoso) gana por un largo día de trabajo. Solo alcanza para tres sánguches mezquinos. Y eso que el hombre pedaleó. Le dio duro y parejo a la bicicleta, hasta Brasil, para traer las bagatelas que le encargó el almacenero del barrio, y el almidón que le pidió su esposa, Carmen (Virginia Méndez), y las pilas para la radio de su hija, Silvia (Virginia Ruiz).
De eso vive Beto: cada mañana parte desde Melo hasta Aceguá para hacer unos pesitos. Beto y sus amigos bagayeros se desvían largos trechos para evitar los puestos de control en la frontera. Claro que a veces las piernas no dan más y entonces no queda otra que arriesgarse a pasar de contrabando por el control oficial, rezando por que los milicos no se dan cuenta. Pero Beto no es precisamente un hombre afortunado.
Es que a Beto alguna vez lo olvidaron. Como se olvidaron de ese pueblo entero.
Por eso parece mentira que al mismísimo Juan Pablo II se le ocurra un día recalar en Melo. La televisión y la radio celebran la noticia con pompa y circunstancia, y anticipan que muchísima gente llegará al lugar para ver al Papa, sobre todo los brasileños. Y serán miles y miles. A los vecinos de Melo se les prende la lamparita: hay que aprovechar el insólito acontecimiento y salir a vender lo que sea. Gaseosas, chorizos, pastelitos, tortas, medallitas. Es ahora o nunca.
Carmen es creyente y se siente rara. No le gusta que la gente especule con la fe. “Yo creo que Dios castiga esas cosas”, le dice a su vecina. “¿Castigo? Castigo son los políticos que tenemos”, responde la amiga, resignada, pronunciando el aroma a profundo desamparo que inunda esos paisajes del noroeste uruguayo.
Y es así, nomás.
Ya nadie cree.
¿Para qué?
Pero resulta que Beto tiene una idea original: construir un baño para los miles de fanáticos que visitarán al Papa. Un servicio higiénico baratito y al paso. El plan no está nada mal.
Hay una hermosa ingenuidad en Beto y en su mujer: no saben lo que es la ambición. Él apenas sueña con comprar una moto, para hacer más viajes, más rápido, y así ganar unos pesos más. Pero no sale del círculo de la inmediatez precaria. La hija adolescente es la única que logra distanciarse del entorno y anhelar otra cosa. Pero Silvia está muy sola, sin otra opción que aprender el noble arte de tragarse la humillación cotidiana sin chistar. Como ese día que regresa de entregar una ropa que a su mamá le habían encargado planchar. La clienta no puede pagar el trabajo “porque cambió el auto y no tiene dinero”, le explica Silvia a su mamá. Cuestión de clase, que le dicen. Lucha que sigue, siempre sigue, aunque se intente fingir que ya no existe.
Algunos dicen que películas como El baño del Papa lo único que buscan es “estetizar la pobreza”: hacerla más vistosa y menos dolorosa. No consigo entender esos argumentos. No cuando recuerdo el rostro de Beto mientras intenta remendar un colador de cocina, que ya está demasiado oxidado. Los agujeritos se desgastaron y cedieron. En esa imagen no veo más que tristeza. Desesperación.
El film de Enrique Fernández y César Charlone construye su grandeza a partir de esas finísimas pinceladas de realidad, esas miradas dignas, esas perfectas líneas de diálogo que resumen todo un espacio, un tiempo, un sentir.
Si hay humor es porque aún hay ilusión. Y porque esta fábula se empecina en asegurar que incluso cuando la última esperanza también acabe por esfumarse, al menos quedará el afecto. El afecto y nada más.
No hubo milagro en Melo. Porque cada alma salió corriendo a hacer la suya, por su cuenta, sin pensar, ni organizarse, ni diagramar con conciencia una estrategia que realmente les sirviera todos.
Y así la cosa no camina.
Nadie se salva solo.
sábado, 10 de enero de 2009
Contra la muerte
Me arranco
las visiones
y me arranco los ojos
cada día que pasa.
No quiero ver
¡no puedo!
ver morir a los hombres
cada día.
Prefiero ser de piedra,
estar oscuro,
a soportar el asco
de ablandarme por dentro
y sonreír
a diestra y siniestra
con tal de prosperar en mi negocio.
No tengo otro negocio que estar aquí diciendo la verdad
en mitad de la calle y hacia todos los vientos:
la verdad de estar vivo, únicamente vivo,
con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo.
¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?
Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.
Pero respiro, y como, y hasta duermo
pensando que me faltan unos diez o veinte años para irme
de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento allá abajo.
No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,
pero no puedo ver cajones y cajones
pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto
llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver
todavía caliente la sangre en los cajones.
Toco esta rosa, beso sus pétalos, adoro
la vida, no me canso de amar a las mujeres: me alimento
de abrir el mundo en ellas. Pero todo es inútil,
porque yo mismo soy una cabeza inútil
lista para cortar, pero no entender qué es eso
de esperar otro mundo de este mundo.
Me hablan del Dios o me hablan de la Historia. Me río
de ir a buscar tan lejos la explicación del hambre
que me devora, el hambre de vivir como el sol
en la gracia del aire, eternamente.
Gonzalo Rojas
Me arranco
las visiones
y me arranco los ojos
cada día que pasa.
No quiero ver
¡no puedo!
ver morir a los hombres
cada día.
Prefiero ser de piedra,
estar oscuro,
a soportar el asco
de ablandarme por dentro
y sonreír
a diestra y siniestra
con tal de prosperar en mi negocio.
No tengo otro negocio que estar aquí diciendo la verdad
en mitad de la calle y hacia todos los vientos:
la verdad de estar vivo, únicamente vivo,
con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo.
¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?
Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.
Pero respiro, y como, y hasta duermo
pensando que me faltan unos diez o veinte años para irme
de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento allá abajo.
No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,
pero no puedo ver cajones y cajones
pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto
llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver
todavía caliente la sangre en los cajones.
Toco esta rosa, beso sus pétalos, adoro
la vida, no me canso de amar a las mujeres: me alimento
de abrir el mundo en ellas. Pero todo es inútil,
porque yo mismo soy una cabeza inútil
lista para cortar, pero no entender qué es eso
de esperar otro mundo de este mundo.
Me hablan del Dios o me hablan de la Historia. Me río
de ir a buscar tan lejos la explicación del hambre
que me devora, el hambre de vivir como el sol
en la gracia del aire, eternamente.
Gonzalo Rojas
viernes, 9 de enero de 2009
Generaciones
“Lo fundamental, por supuesto, es tener algo que decir. El problema de la generación más joven con relación a esto es que han crecido en un mundo donde la imagen se ha convertido en algo omnipresente y omnipotente. Desde los primeros años de vida, les han alimentado con una dieta de videos musicales y anuncios. No son formas a las que sea particularmente aficionado, pero tienen una fertilidad visual innegable. Así es que los jóvenes cineastas de hoy poseen una cultura y un dominio de la imagen mucho mayor de lo que hubieran tenigo hace sólo veinte años. Sin embargo, debido a esto, también tienen una manera de abordar el cine que hace hincapié en la forma y no tanto en el contenido, y considero que puede resultar perjudicial a la larga. De hecho, creo que la técnica es una ilusión. Personalmente, me parece que cuanto más aprendo, menos quiero utilizar lo que aprendo. Casi es como un obstáculo, y cada vez busco más la sencillez”.
Pedro Almodóvar
(Del libro Lecciones de Cine. Entrevistas a cargo de Laurent Tirard. Editorial Paidós)
Pedro Almodóvar
(Del libro Lecciones de Cine. Entrevistas a cargo de Laurent Tirard. Editorial Paidós)
jueves, 8 de enero de 2009
"El drama del desencantado...
...que se arrojó a la calle
desde el décimo piso,
y a medida que caía
iba viendo
a través de las ventanas
la intimidad de sus vecinos,
las pequeñas
tragedias domésticas,
los amores furtivos,
los breves instantes
de felicidad,
cuyas noticias no habían llegado nunca
hasta la escalera común,
de modo que en el instante
de reventarse contra el pavimento de la calle
había cambiado por completo
su concepción del mundo,
y había llegado a la conclusión
de que aquella vida
que abandonaba para siempre
por la puerta falsa
valía la pena de ser vivida".
Gabriel García Márquez
desde el décimo piso,
y a medida que caía
iba viendo
a través de las ventanas
la intimidad de sus vecinos,
las pequeñas
tragedias domésticas,
los amores furtivos,
los breves instantes
de felicidad,
cuyas noticias no habían llegado nunca
hasta la escalera común,
de modo que en el instante
de reventarse contra el pavimento de la calle
había cambiado por completo
su concepción del mundo,
y había llegado a la conclusión
de que aquella vida
que abandonaba para siempre
por la puerta falsa
valía la pena de ser vivida".
Gabriel García Márquez
miércoles, 7 de enero de 2009
Rudo y Cursi, de Carlos Cuarón
Lo primero que escuchamos cuando arranca Rudo y Cursi es la voz de Guillermo Francella, cuyo relato en off interviene cada tanto para impartir alguna reflexión seudofilosófica sobre las vueltas de la vida, la familia y el éxito. Esa voz banal e innecesaria amenaza con guiarnos a través de una película cuadrada en donde toda acción será anticipada y todo sentir será cuidadosamente encausado hasta ahogarse en la fórmula. Y eso es lo que ocurre, en gran medida, porque se trata de un film comercial hecho y derecho, que debe antes que nada asegurarse la eficacia y la taquilla. Pero también es cierto que la historia se torna mucho más negra de lo que aparenta en un principio, y en ese paulatino trayecto de los personajes hacia la desesperación, la película respira y consigue minimizar las notas falsas.
Beto (Diego Luna) y Tato (Gael García Bernal) son dos hermanos que trabajan en una plantación de bananas. Beto tiene su propia familia y Tato aún vive con sus padres y su hermana menor, pero todos se ven a diario porque habitan dos ranchos contiguos en un pueblo del caluroso norte de México. Salir de pobres es el gran sueño: Tato quiere ser cantante romántico y Beto prueba suerte con las apuestas. Los hermanos también juegan al fútbol y un día Batuta (Francella) los avista en un potrero, así que se ofrece como manager y los lleva al DF, en donde los muchachos nunca habían estado. El primero en triunfar en las ligas mayores es Tato (a quien en la cancha apodarán “Cursi”), y más tarde le llega la gloria al “Rudo” Beto. Lauros, dinero, casa, autos, mujeres bellas. Espejitos de colores que inevitablemente estallarán en mil pedazos.
En su debut como director, Carlos Cuarón (hermano del más famoso Alfonso Cuarón, con quien suele colaborar como guionista) retacea las escenas de fútbol -no es la típica película deportiva- porque prefiere describir cómo el cambio de vida opera sobre la conducta de los dos jóvenes. El film entretiene: en la historia suceden muchas cosas y los dos protagonistas están muy bien en sus papeles, especialmente el volcánico Diego Luna. Francella cumple, pero fue el menos favorecido por un guión que le sella la frente con el cartel de “argentino chanta” y lo limita al preconcepto que muchos extranjeros tienen de nuestro castellano (esto significa que al personaje le obligan a decir “boludo” o “no me hinches los huevos” una cantidad exagerada de veces).
Ascenso y caída del estrellato de dos pobres diablos. Conocemos la canción, por eso lo más interesante del film no está tanto en la figura de los hermanos sino en el retrato del contexto social en el que están atrapados, al igual que todos los demás personajes de su clase, porque cuando no es la mafia del fútbol, es el negocio del juego, y si nos vamos de la ciudad, entonces será el narcotráfico de provincias o serán los nuevos discursos del marketing volátil que estafan a cualquiera (la esposa de Rudo se hace distribuidora de una marca de productos naturales). No hay esfuerzo honesto que valga cuando todo está contaminado. Las pocas risas que la película despierta no llegan a aplacar el hecho de que Rudo y Cursi es, finalmente, otro cuento sobre la desolación del individuo en el mundo de hoy.
Beto (Diego Luna) y Tato (Gael García Bernal) son dos hermanos que trabajan en una plantación de bananas. Beto tiene su propia familia y Tato aún vive con sus padres y su hermana menor, pero todos se ven a diario porque habitan dos ranchos contiguos en un pueblo del caluroso norte de México. Salir de pobres es el gran sueño: Tato quiere ser cantante romántico y Beto prueba suerte con las apuestas. Los hermanos también juegan al fútbol y un día Batuta (Francella) los avista en un potrero, así que se ofrece como manager y los lleva al DF, en donde los muchachos nunca habían estado. El primero en triunfar en las ligas mayores es Tato (a quien en la cancha apodarán “Cursi”), y más tarde le llega la gloria al “Rudo” Beto. Lauros, dinero, casa, autos, mujeres bellas. Espejitos de colores que inevitablemente estallarán en mil pedazos.
En su debut como director, Carlos Cuarón (hermano del más famoso Alfonso Cuarón, con quien suele colaborar como guionista) retacea las escenas de fútbol -no es la típica película deportiva- porque prefiere describir cómo el cambio de vida opera sobre la conducta de los dos jóvenes. El film entretiene: en la historia suceden muchas cosas y los dos protagonistas están muy bien en sus papeles, especialmente el volcánico Diego Luna. Francella cumple, pero fue el menos favorecido por un guión que le sella la frente con el cartel de “argentino chanta” y lo limita al preconcepto que muchos extranjeros tienen de nuestro castellano (esto significa que al personaje le obligan a decir “boludo” o “no me hinches los huevos” una cantidad exagerada de veces).
Ascenso y caída del estrellato de dos pobres diablos. Conocemos la canción, por eso lo más interesante del film no está tanto en la figura de los hermanos sino en el retrato del contexto social en el que están atrapados, al igual que todos los demás personajes de su clase, porque cuando no es la mafia del fútbol, es el negocio del juego, y si nos vamos de la ciudad, entonces será el narcotráfico de provincias o serán los nuevos discursos del marketing volátil que estafan a cualquiera (la esposa de Rudo se hace distribuidora de una marca de productos naturales). No hay esfuerzo honesto que valga cuando todo está contaminado. Las pocas risas que la película despierta no llegan a aplacar el hecho de que Rudo y Cursi es, finalmente, otro cuento sobre la desolación del individuo en el mundo de hoy.
martes, 6 de enero de 2009
Oscar Wilde Dixit
El artista es el creador de cosas bellas.
Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.
El crítico es el que puede traducir de un modo distinto o en un nuevo material su impresión sobre las cosas bellas.
La más elevada así como la más baja forma de crítica, son un especie de autobiografía.
Los que encuentran intenciones feas en cosas bellas, están corrompidos sin ser encantadores, lo cual es un defecto.
Los que encuentran bellas intenciones en cosas bellas, son los cultos. A éstos les queda la esperanza.
Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.
Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Un está bien o mal escrito. Esto es todo.
La aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia de Calibán al ver su propia su cara en el espejo.
La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabia de Calibán al no ver su propia cara en el espejo.
La vida moral del hombre forma parte del tema para el artista; pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.
Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un imperdonable amaneramiento de estilo.
Ningún artista es nunca morboso. El artista puede expresarlo todo.
Pensamiento y lenguaje son, para el artista, instrumentos de un arte.
Vicio y virtud son, para el artista, materiales de un arte.
Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el trabajo del actor.
Todo arte es a la vez superficie y símbolo.
Los que buscan bajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo.
Los que intentan descifrar el símbolo, lo hacen también a su propio riesgo.
Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente el arte.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos discrepan, el artista está de acuerdo consigo mismo.
Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil, siempre que no la admire. La única disculpa que tiene el hacer una cosa inútil es que uno la admire intensamente.
Todo arte es completamente inútil.
Oscar Wilde
(Prefacio a la novela El retrato de Dorian Gray)
Revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.
El crítico es el que puede traducir de un modo distinto o en un nuevo material su impresión sobre las cosas bellas.
La más elevada así como la más baja forma de crítica, son un especie de autobiografía.
Los que encuentran intenciones feas en cosas bellas, están corrompidos sin ser encantadores, lo cual es un defecto.
Los que encuentran bellas intenciones en cosas bellas, son los cultos. A éstos les queda la esperanza.
Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.
Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Un está bien o mal escrito. Esto es todo.
La aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia de Calibán al ver su propia su cara en el espejo.
La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabia de Calibán al no ver su propia cara en el espejo.
La vida moral del hombre forma parte del tema para el artista; pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.
Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un imperdonable amaneramiento de estilo.
Ningún artista es nunca morboso. El artista puede expresarlo todo.
Pensamiento y lenguaje son, para el artista, instrumentos de un arte.
Vicio y virtud son, para el artista, materiales de un arte.
Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el trabajo del actor.
Todo arte es a la vez superficie y símbolo.
Los que buscan bajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo.
Los que intentan descifrar el símbolo, lo hacen también a su propio riesgo.
Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente el arte.
La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos discrepan, el artista está de acuerdo consigo mismo.
Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil, siempre que no la admire. La única disculpa que tiene el hacer una cosa inútil es que uno la admire intensamente.
Todo arte es completamente inútil.
Oscar Wilde
(Prefacio a la novela El retrato de Dorian Gray)
lunes, 5 de enero de 2009
"El interés principal que tengo son las relaciones. Para mí las relaciones son una metáfora de todos los demás aspectos de la vida: la política, la moralidad... todo. Así que, básicamente, hago películas para aprender más cosas sobre las relaciones, pero no para decir algo, porque no sabría qué decir. Creo que, fundamentalmente, hay dos tipos de cineastas: los que saben y conocen una verdad que quieren comunicar al mundo y los que no están seguros de qué respuesta tiene algo y hacen la película como medio para tratar de averiguarlo. Eso es lo que hago yo".
Sidney Pollack
En una entrevista con Laurent Tirard, publicada en el libro Lecciones de Cine (Editoral Paidós).
"2009 será el año de las remakes"
Hoy, más que nunca, las productoras de la Meca del cine apuestan a lo seguro. Por eso, el panorama para esta temporada aparece salpicado de proyectos que rescatan títulos conocidos. Incluyendo algunos que ni siquiera fueron un éxito.
Por Toni García *
Por Toni García *
(fragmento)
La pregunta del siglo es: ¿qué es realmente una remake? No es que haya mucha teoría al respecto, apenas un puñado de artículos cuyos autores se ven obligados a recurrir una y otra vez a las mismas fuentes (empezando por Make it again, Sam, de Michael B. Druxman, el primer vademecum sobre el tema y que data de 1975). Quizás la teoría más conocida sería la de Thomas Leitch, que en su artículo La retórica de la remake, incluida a su vez en el que probablemente es el mejor libro sobre esta tendencia atemporal, "Dead Ringers: The remake in theory and practice" (de Jennifer Forrest y Leonard R. Koos), clasificaba las remakes en cuatro grandes grupos: los que readaptan una obra antigua con el propósito de actualizarla, los que además de readaptarla revisan o transforman parte de sus ingredientes, los que pretenden rendir homenaje al original y los que simplemente vuelven a hacer la misma película. Leitch traza así el retrato robot del espectador potencial de una remake: aquel que nunca oyó hablar del original; el que oyó hablar del original pero no lo vio; el que lo vio pero no se acuerda; el que lo vio, lo recuerda, pero no termina de gustarle; el que lo vio, le gustó y espera repetir... No hay duda: Leitch debe de ser el autor más leído por los grandes ejecutivos hollywoodenses. ¿Ausencia de malicia? Para críticos como Anne Shulock, lo malo no es sólo que los grandes estudios dejen de buscar historias sino que “oculten el origen de las que están adaptando”. Como ejemplo cita el caso del director español Alejandro Amenábar y su película Abre los ojos. “Roger Ebert, probablemente el crítico de cine más célebre de los Estados Unidos, no citó ni una sola vez al original español en su pieza sobre Vanilla Sky”, se quejaba Shulock. Las multinacionales del séptimo arte compran los originales y limitan su distribución, evitando mencionar –en muchos de los casos– el título del original e incluso su existencia. De esta forma se vende una película “completamente nueva”. Y si los críticos (encabezados por Ebert y Leonard Maltin) parecen ya bastante hartos de seguir la corriente, los creadores y banqueros no parecen tener excesivos problemas para justificarse: Joe Roth, productor de la nueva Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton, cree que “si eres capaz de que la película parezca fresca y puedes acercarte a la historia de una forma diferente, la remake es perfectamente aceptable”. Gus Van Sant, director de la nueva versión de Psicosis, afirmó que su versión “no es una remake, sino más bien un gemelo esquizofrénico del original”, mientras que Zach Snyder, realizador de El amanecer de los muertos (una nueva versión del clásico de George Romero) declaró que su visión era “una revisitación, una reinvención del original al que le agregué esteroides”.
* De El País de Madrid, especial para Página/12
sábado, 3 de enero de 2009
In Treatment: una lupa sobre el psicoanálisis
In Treatment
Serie rodada en Los Ángeles, producida por HBO.
Todas las historias tienen elementos sugestivos, claro que algunas pueden interesar más que otras según nos identifiquemos con tal o cual conflicto o personaje. Lo jugoso está en cómo se van desarrollando las líneas narrativas y cómo las diferentes crisis impactan sobre el protagonista, que comienza a perder el control y dudar de la eficacia de su profesión. ¿Es que existe realmente la posibilidad de una cura? Una de las cartas más arriesgadas del guión es la crítica al psicoanálisis como institución, una crítica construida muy sutilmente a lo largo de los 43 episodios de la serie, haciendo foco en esos callejones sin salida -vínculos, traumas, represiones- en los que muchos nos quedamos atorados para toda la vida.
Estén atentos, entonces. In treatment puede ser reprogramada en cualquier momento en el cable, y también se puede descargar fácilmente de Internet.
La serie tiene cinco nominaciones para los premios Golden Globe, que se entregan el domingo 11 de enero: Mejor Serie Dramática, Mejor Actor (Gabriel Byrne), Mejor Actriz de Reparto (dos candidatas: Dianne Wiest y Melissa George) y Mejor Actor de Reparto (Blair Underwood).
Serie rodada en Los Ángeles, producida por HBO.
Guión y dirección: Rodrigo García, a partir de la serie israelí "Be'Tipul", escrita por Yael Hedaya, Ari Folman, Nir Bergman, Daphna Levin y Asaf Zippor.
In treatment se emitió por primera vez durante los primeros meses de 2008, con la particularidad de haber sido pensada con un formato de lunes a viernes, una frecuencia poco común en la ficción televisiva norteamericana. Cada capítulo -que dura menos de media hora- está planteado como si fuera una sesión de terapia, y cada día de la semana está dedicado a un paciente diferente, todo esto enlazado por el psicoanalista que interpreta Gabriel Byrne, en cuyo consultorio se concentra la mayor parte de la acción.
En el cronograma de citas de Paul Weston (Byrne), los lunes por la mañana aparece el nombre de Laura (Melissa George), una joven médica muy sensual que se descubre atraída por el analista; el martes es el turno de Alex (Blair Underwood), un arrogante piloto de guerra que estuvo en Irak y carga con un importante número de muertes en su conciencia; el miércoles le toca a Sophie (Mia Wasikowska), una adolescente con intentos de suicido; el jueves, Jake (Josh Charles) y Amy (Embeth Davidtz) buscan comprender por qué su matrimonio no funciona; y el viernes, finalmente, el protagonista visita a una colega y amiga (una maravillosa Dianne Wiest), que hace años solía ser su supervisora. Paul acude a ella porque ya no sabe para dónde correr: su ansiedad lo desorienta, los pacientes lo agotan y la relación con su esposa (Michelle Forbes) amenaza con derrumbarse para siempre.
No es como en la argentina "Vulnerables" (gran serie de Pol-ka, ¿se acuerdan?), en donde los personajes se reunían para la terapia de grupo pero también seguíamos la atribulada vida de cada uno en sus meollos privados, y allí uno comprobaba cuánto inventaban y cuánto callaban cuando hablaban frente al psicólogo. En In treatment no hay un afuera del consultorio: lo que tenemos básicamente son escenas de diálogos, con dos o tres personas sentadas que se abocan a conversar, discutir, confrontar, seducir, narrar, mentir, interpretar, reclamar, lastimar… en fin, todo lo que pueden hacer las palabras, que son aún más sospechosas cuando se intercambian en este pacto tan delicado que supone el tratamiento psicoanalítico. Con diálogos muy bien escritos y actores estupendos que saben aprovecharlos, es mucho el placer que esta serie puede ofrecer.
En el cronograma de citas de Paul Weston (Byrne), los lunes por la mañana aparece el nombre de Laura (Melissa George), una joven médica muy sensual que se descubre atraída por el analista; el martes es el turno de Alex (Blair Underwood), un arrogante piloto de guerra que estuvo en Irak y carga con un importante número de muertes en su conciencia; el miércoles le toca a Sophie (Mia Wasikowska), una adolescente con intentos de suicido; el jueves, Jake (Josh Charles) y Amy (Embeth Davidtz) buscan comprender por qué su matrimonio no funciona; y el viernes, finalmente, el protagonista visita a una colega y amiga (una maravillosa Dianne Wiest), que hace años solía ser su supervisora. Paul acude a ella porque ya no sabe para dónde correr: su ansiedad lo desorienta, los pacientes lo agotan y la relación con su esposa (Michelle Forbes) amenaza con derrumbarse para siempre.
No es como en la argentina "Vulnerables" (gran serie de Pol-ka, ¿se acuerdan?), en donde los personajes se reunían para la terapia de grupo pero también seguíamos la atribulada vida de cada uno en sus meollos privados, y allí uno comprobaba cuánto inventaban y cuánto callaban cuando hablaban frente al psicólogo. En In treatment no hay un afuera del consultorio: lo que tenemos básicamente son escenas de diálogos, con dos o tres personas sentadas que se abocan a conversar, discutir, confrontar, seducir, narrar, mentir, interpretar, reclamar, lastimar… en fin, todo lo que pueden hacer las palabras, que son aún más sospechosas cuando se intercambian en este pacto tan delicado que supone el tratamiento psicoanalítico. Con diálogos muy bien escritos y actores estupendos que saben aprovecharlos, es mucho el placer que esta serie puede ofrecer.
Todas las historias tienen elementos sugestivos, claro que algunas pueden interesar más que otras según nos identifiquemos con tal o cual conflicto o personaje. Lo jugoso está en cómo se van desarrollando las líneas narrativas y cómo las diferentes crisis impactan sobre el protagonista, que comienza a perder el control y dudar de la eficacia de su profesión. ¿Es que existe realmente la posibilidad de una cura? Una de las cartas más arriesgadas del guión es la crítica al psicoanálisis como institución, una crítica construida muy sutilmente a lo largo de los 43 episodios de la serie, haciendo foco en esos callejones sin salida -vínculos, traumas, represiones- en los que muchos nos quedamos atorados para toda la vida.
En uno de los últimos capítulos, un personaje le dice al psicólogo: “Las personas como usted nunca se ponen a pensar que tenemos un subconsciente por una razón. Porque hay cosas sobre nosotros mismos que no podemos enfrentar, que no deberíamos enfrentar. Si no, ¿cómo hacemos para levantarnos cada mañana?”. Aunque esta idea temeraria quizás encierre alguna certeza, In treatment no pretende plantear que estábamos mejor sin Freud. Por el contrario, la dinámica de los personajes en la ficción prueba que hablar, recordar, escarbar en lo oscuro, sigue siendo un ejercicio tan doloroso como imprescindible. Y uno sabe que el verdadero salto cualitativo no radica tanto en el hecho de “desenmascarar” el fantasma sino en lo que hacemos una vez que lo reconocemos: ¿vamos hacia delante, hacia atrás, hacia la nada? ¿Podemos elegir?
¿Y qué pasa con la Historia con mayúscula, más de allá de la individual? ¿Cómo opera sobre nuestra psiquis? ¿Es posible desprenderse de ella? Estos dilemas persiguen al personaje de Alex, en mi opinión el más apasionante de todos, porque detrás de él está el drama de su padre, y detrás del padre está la vergüenza del abuelo, y detrás de ellos están todas las generaciones que crecieron en el país del racismo y del miedo.
¿Y qué pasa con la Historia con mayúscula, más de allá de la individual? ¿Cómo opera sobre nuestra psiquis? ¿Es posible desprenderse de ella? Estos dilemas persiguen al personaje de Alex, en mi opinión el más apasionante de todos, porque detrás de él está el drama de su padre, y detrás del padre está la vergüenza del abuelo, y detrás de ellos están todas las generaciones que crecieron en el país del racismo y del miedo.
Estén atentos, entonces. In treatment puede ser reprogramada en cualquier momento en el cable, y también se puede descargar fácilmente de Internet.
La serie tiene cinco nominaciones para los premios Golden Globe, que se entregan el domingo 11 de enero: Mejor Serie Dramática, Mejor Actor (Gabriel Byrne), Mejor Actriz de Reparto (dos candidatas: Dianne Wiest y Melissa George) y Mejor Actor de Reparto (Blair Underwood).
jueves, 1 de enero de 2009
Este año...
...más que nunca, deberíamos recordar, honrar y seguir creyendo en una palabra:
Revolución
Un abrazo grande para todos y que el 2009 llegue con proyectos nuevos, salud, entusiasmo y un poquito más de paz.
Aquí nos seguiremos encontrando.
Los espero.
Carolina
60 razones
Las velas en la tarta, los amigos,
los recuerdos, las fiestas de guardar,
el calor de las 6 de la mañana,
las luces encendidas de aquel bar.
Los lunes disfrazados de domingo.
La maleta, el reloj de la estación.
Los goles en el último minuto,
si llega la ocasión.
La vida me convence con la vida,
y 60 razones
cuando llueve, me saco de la manga
un as de corazones.
Los coches aparcados en el bosque.
Los labios, en el bosque de la piel.
Las sorpresas, el cuerpo conocido.
La puerta que se cierra en un hotel.
Los días en que soy un caballero.
Las noches, en que pierdo la razón.
Y las naves dispuestas a quemarse,
si llega la ocasión.
La vida me convence con la vida...
Los músicos, la gente de mi banda,
otro whisky con hielo, por favor.
Las ciudades que rompen el silencio.
Una copa, un amor, el rock’n’roll.
Todo lo que se callan los traidores
Todo lo que me dice una canción.
Y tus labios color de marihuana,
si llega la ocasión.
Miguel Ríos
Revolución
Un abrazo grande para todos y que el 2009 llegue con proyectos nuevos, salud, entusiasmo y un poquito más de paz.
Aquí nos seguiremos encontrando.
Los espero.
Carolina
60 razones
Las velas en la tarta, los amigos,
los recuerdos, las fiestas de guardar,
el calor de las 6 de la mañana,
las luces encendidas de aquel bar.
Los lunes disfrazados de domingo.
La maleta, el reloj de la estación.
Los goles en el último minuto,
si llega la ocasión.
La vida me convence con la vida,
y 60 razones
cuando llueve, me saco de la manga
un as de corazones.
Los coches aparcados en el bosque.
Los labios, en el bosque de la piel.
Las sorpresas, el cuerpo conocido.
La puerta que se cierra en un hotel.
Los días en que soy un caballero.
Las noches, en que pierdo la razón.
Y las naves dispuestas a quemarse,
si llega la ocasión.
La vida me convence con la vida...
Los músicos, la gente de mi banda,
otro whisky con hielo, por favor.
Las ciudades que rompen el silencio.
Una copa, un amor, el rock’n’roll.
Todo lo que se callan los traidores
Todo lo que me dice una canción.
Y tus labios color de marihuana,
si llega la ocasión.
Miguel Ríos
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