lunes, 28 de julio de 2008

¿Qué es el amor?

"El amor es que te pasen a buscar a la salida del trabajo".

Caye (Candela Peña) en la película Princesas, de Fernando León de Aranoa

miércoles, 23 de julio de 2008

Una mujer partida en dos, de Claude Chabrol

Digamos de entrada que el conflicto en esta historia es muy poco novedoso, porque estamos acostumbrados a que la clásica heroína del melodrama se sienta tironeada entre dos hombres (o tres o cuatro o más, como bien lo sabe Emma Bovary). Entre el príncipe rico y el campesino humilde, entre el empresario exitoso y el artesano bohemio, entre el marido -bueno conocido- y el amante ocasional por conocer -si hace de “malo” en la intimidad, mejor-; todas son disyuntivas habituales en las ficciones de cualquier época. Lo que desconcierta en el nuevo film de Claude Chabrol es que el dilema de la protagonista nunca llega a estar realmente justificado: ambas “alternativas” son presentadas como frías y desagradables, muy lejos de infundir algo cercano al amor.

La joven Gabrielle Deneige (una muy seductora Ludivine Segnier) se fascina con uno pero se casa con el otro. Quien la enamora verdaderamente es el escritor Charles Saint-Denis (François Berléand), casi treinta años mayor que ella, que sólo la utiliza como juguete sexual, pues él está muy bien asentado en su chalet de Lyon con su esposa, su status y su fama. El tercero en el cuadro es el heredero de una familia aristocrática Paul Gaudens (Benoît Magimel), que no tiene otra ocupación que la de lucir su pedantería en cuanto evento social aparezca. Un muchacho vacuo, un típico “nene de mamá” que persigue a Gabrielle por puro capricho, porque no puede aceptar ser rechazado. Algunos dirán que la chica es víctima de la perversión sexual del hombre maduro, cuando lo que a ella le duele es que no la ame y no sus rutinas privadas. Otros dirán que elegir al joven rico es una variable más lógica, sin importar que él esté desequilibrado. En síntesis: la disyuntiva para ella en el fondo es muy triste.

Escrita por el realizador junto a Cécile Maistre, Una mujer partida en dos (La fille coupée en deux, 2007) comienza con un apacible viaje desde el interior de un auto, en donde las imágenes están viradas al rojo sangre, anunciando con el color que lo que sigue es una historia pasional. Puede parecer un artificio demasiado elemental para un creador de la talla de Chabrol, pero lo cierto es que estamos ante de una las películas menos inspiradas del director de La dama de honor. En contraste con el inicio, la fotografía de todo el film -a cargo de Eduardo Serra- es homogénea en su elección de los tonos brillantes: no hay evoluciones, ni dobleces, ni rincones oscuros.



Un buscado aroma a falsedad inunda todos los ámbitos de la película: la televisión (en donde trabaja la protagonista), los círculos de intelectuales lustrosos, la aristocracia anacrónica y todas las poses que resumen el cosmos del individualismo europeo. Son temas recurrentes en la obra del realizador (Gracias por el chocolate, La flor del mal), que siempre ha intentado rastrillar las apariencias de la burguesía para llegar a su núcleo hipócrita y criminal. Solo que a veces el director se contenta con el diseño supuestamente provocador de la máscara y olvida pensar la cara humana de quien debe portarla: el personaje.

Si bien en muchas ficciones de Chabrol sus criaturas suelen actuar como raras marionetas, aquí esa tendencia caricaturesca está exacerbada al grado del arquetipo, impidiendo que los personajes tengan real peso dramático en la historia. Son seres unívocos atados por lazos poco convincentes. Lo que se extraña es la mirada social insidiosa que supo construir películas soberbias como El carnicero, La bestia debe morir y La ceremonia. Por momentos es tan deshilachada la narración que uno no consigue inferir si el realizador está cuestionando el puritanismo impostado de la clase alta en el siglo XXI, o si por el contrario, a sus 78 años, tuvo un súbito acceso de moralismo demodé. Lamentablemente, atascado en la frivolidad del contenido, en Una mujer partida en dos el maestro francés acabó trasladando el barniz banal a la propia forma de la película.

viernes, 18 de julio de 2008

Sobre la esperanza

"Esquilo llama ‘ciega’ a la esperanza para indicar que su persistencia en los seres humanos desafía toda prueba dispuesta a desalentarla. Asimismo, la célebre vasija de Pandora, de la que brotaron en tropel todas las desgracias vertidas sobre Epimeteo, guardaba en su fondo a Elpis, la tenaz esperanza, cuya presencia, en medio de ese compendio de males, va contra toda ‘razonabilidad’. Es que la estirpe y el espesor de la esperanza provienen del deseo y éste no se nutre jamás en circunstancias favorables ni en la certeza de que alguna vez las habrá. La esperanza es rasgo distintivo del ser que insiste en ser, en desplegarse contra toda la apariencia adversa. Insistencia que no responde a la presencia omnímoda de una voluntad empecinada sino a la inaplazable necesidad de proceder, de obrar en función de lo que se busca. Al imperativo impostergable de actuar de conformidad con la convicción que se tiene. En esa acción consiste la esperanza. Es ese empeño que es búsqueda y encuentro simultáneos, que al unísono, se perfila como la sed incesante y el agua que la colma, a lo que cabe llamar esperanza.

Quien de veras la conoce, sabe que la esperanza jamás florece en la antesala del escenario en el que luego se consuman los hechos, a la manera de un preámbulo expectante o de un elixir que nos predispone a guardar de ellos lo mejor. Tampoco precede ingenuamente al insospechado infortunio ni confía en que él no incidirá en el curso de los acontecimientos. La esperanza, en cambio, puede ser reconocida allí donde el desencanto ya ha desbaratado una expectativa o donde nada indica que pueda haberla y aun tras el golpe más cruento que parece haberlo echado todo a perder. El ‘escándalo’ de la esperanza consiste en ocupar sitios donde, en apariencia, nada la invita a germinar".

Santiago Kovadloff (Ensayos de intimidad)

sábado, 12 de julio de 2008

"En ningún momento hay fin. Siempre se pueden imaginar nuevos sonidos y descubrir nuevos sentimientos. Y siempre está la necesidad de continuar depurando estos sentimientos y sonidos de manera que podamos ver realmente lo que hemos descubierto en su estado puro, ver lo que realmente somos y poder transmitirlo".

John Coltrane

miércoles, 9 de julio de 2008

Antes que el diablo sepa que estás muerto, de Sidney Lumet


“It’s too late to think. It’s too late”.

Eso es lo que le dice Andy (Phillip Seymour Hoffman) a su hermano Hank (Ethan Hawke) cuando sabe que ya no hay tiempo para pensar, pues todo se desbarrancó para siempre. Algún tornillo se zafó y ya no hay vuelta atrás. Quedan dos opciones: la locura o la muerte.

La película es transparente desde el mismo título, Before the devil knows you're dead, que está inspirado en un viejo proverbio irlandés: “podrías llegar a tener media hora en el cielo antes de que el diablo descubra que estás muerto”. Las cartas están jugadas.
Arreglate solito con tu alma, si podés.

El problema es que Andy y Hank no pueden, ni con ellos mismos ni con lo que les tocó en suerte (y vale remarcarlo: las actuaciones de Seymour Hoffman y Hawke son magníficas).


Y lo que me pregunto es: ¿quién puede?

Algo se nos está escapando de las manos, a todos. La vida es la liebre que se fugó con nuestra única zanahoria. Esa liebre que nos mira desde lejos y se ríe con el cinismo de Bugs Bunny, mientras nos mastica, y nos tritura, y escupe pedacitos. El dinero nos convirtió en pedacitos.
Como dice Andy: “No soy la suma de mis partes. Todas mis partes no se juntan en una unidad”. Fragmentos. Futilidad. La necesidad de no-ser cuando cada día, a cada minuto, el mundo nos obliga a ser. A ser alguien y ser exitoso y ser bello y ser seguro de uno mismo. Andy se inyecta heroína para no tener que ser.

¿Y su hermano Hank? Hank es menos consciente, más básico, más sumiso. Hank fue un poquito más amado por su papá (Albert Finney) que el pobre Andy. Vaya uno a saber por qué. Serán las lógicas arbitrarias de la familia. O de la psiquis. Lo cierto es que los hermanos necesitan billetes frescos y deciden armar un plan para asaltar la joyería de sus padres. Y por supuesto, todo sale mal. Muy mal.

El director Sydney Lumet (Doce hombres en pugna, Tarde de perros, Network) asume orgulloso la fiebre de la tragedia clásica para narrar la historia de un presente desaforado, en donde el sujeto se mueve sin parámetros y cree ser libre cuando, en el fondo, no sabe lo que quiere de verdad y termina cometiendo estrambóticos desmanes. La esquizofrenia cunde. El miedo se esparce. La insatisfacción se hace carne. El amor es líquido. Tan sólo corremos, aunque ya ni siquiera recordamos qué sabor tienen las zanahorias.

El relato está desatado: se enrosca y desenrosca con furia, con abruptos frenos y aceleraciones, con acciones rústicas, con pulsiones de venganza. Un ritmo perfectamente calibrado. Un film sofisticado y apasionante.


¿Pero es que acaso hay real deseo en esta trama? (Sí, me refiero a aquel deseo que otrora solíamos asociar con el placer). Parece que no. Aquí sólo hay manotazos de ahogado. Deudas pendientes. Muertes anunciadas. Trancos desesperados hacia adelante.

Saltos al vacío.

jueves, 3 de julio de 2008

"No se puede vivir
sin amar,
sin divinizar,
sin apasionarse
y adorar".

Sergei Eisenstein

miércoles, 2 de julio de 2008

Hancock, de Peter Berg


John Hancock (Will Smith) es un hombre gruñón, morrocotudo, bastante sucio y adicto al whisky. Bueno, en realidad no es un hombre común y corriente, porque también vuela, veloz como un águila, aunque en el aire suele estamparse contra otros pájaros debido a que el alcohol reduce sus reflejos. Por la clase de tareas que cumple, parece ser un superhéroe, solo que por pura torpeza últimamente viene causando más problemas de los que resuelve en Los Angeles, la ciudad que él resguarda. Todos se preguntan: ¿qué le pasa a Hancock?

La película de Peter Berg acierta al no responder de entrada a ese interrogante, y así consigue que en sus primeras secuencias Hancock resulte entretenida en el dibujo de este héroe atípico y reticente, que no solo padece los dilemas íntimos que podrían afligir a un Batman o a un Hellboy, sino que además se expone al rechazo de la comunidad, que ya no tolera su conducta indecorosa. Hasta la ley lo persigue con un tendal de demandas, porque es tan desprolijo en sus misiones que acaba provocando pérdidas materiales millonarias. Sin un origen que pueda recordar, dotado de eterna juventud, Hancock se siente demasiado solo en un mundo de mortales. Hasta que un día le salva la vida a Ray (Jason Bateman, quien se lució hace poco en Juno), y a través de él conoce a Mary (Charlize Theron). Las cosas se complican. Para mal y para bien.

Ray es experto en Relaciones Públicas y le propone a Hancock recuperar su prestigio a partir de un cambio de imagen. La sola idea de un superhéroe decadente sometido a una estrategia de marketing personal es realmente muy curiosa, y la película sabe aprovecharla en un par de situaciones divertidas. Con un Will Smith calzando perfecto en el personaje creado por los guionistas Vincent Ngo y Vince Gilligan, el film podría haber ahondado un poco más en las miserias terrenales del protagonista, sin por ello abandonar el humor. Pero enseguida Hancock elige el atajo: abrumar con los efectos especiales y acelerar el relato con giros dramáticos volubles que incluyen explicaciones sobre mitología griega, almas gemelas y reencarnaciones.

Desde el momento en que el personaje de Theron revela su verdadera identidad, el film entra en una irreversible curva descendente. La actriz de Monster -¡nada menos!- es la encargada de enunciar las líneas de diálogo más ridículas de la película. Ella y Smith juegan una larga escena de acción que recuerda a El Hombre Araña y al Hulk de Ang Lee por la manera en que vuelan rebotando de edificio en edificio cual desatada pelotita de pinball. Los artificios son tan ostentosos que en lugar de agraciar la imagen, la vuelven precaria, sosa. Los cuerpos -y las criaturas detrás de ellos- pierden automáticamente toda sustancia cuando el lápiz digital los manipula a puro capricho. Y así Hancock se convierte en otra buena idea totalmente arruinada por los mandatos de la industria.

viernes, 27 de junio de 2008

Percal

Música: Domingo Federico
Letra: Homero Expósito

Percal...
¿Te acuerdas del percal?
Tenías quince abriles,
anhelos de sufrir y amar,
de ir al centro, triunfar y
olvidar el percal.

Percal...
Camino del percal,
te fuiste de tu casa...
Tal vez nos enteramos mal.
Solo se que al final
te olvidaste el percal.

La juventud se fue...
Tu casa ya no está...
Y en el ayer tirados
se han quedado
acobardados
tu percal y mi pasado.

La juventud se fue...
Yo ya no espero más...
Mejor dejar perdidos
los anhelos que no han sido
y el vestido de percal.

Llorar...
¿Por qué vas a llorar?...
¿Acaso no has vivido,
acaso no aprendiste a amar,
a sufrir, a esperar,
y también a callar?

Percal...
Son cosas del percal...
Saber que estás sufriendo
saber que sufrirás aún más
y saber que al final
no olvidaste el percal.

Percal...
Tristezas del percal.

Este tango es interpretado por Alberto Podestá en la emotiva película Café de los Maestros, dirigida por Miguel Kohan.

miércoles, 25 de junio de 2008

El sabor de la noche, de Wong Kar Wai

Tal vez ya no haya nada nuevo para decir. Tal vez ya fue todo dicho. Con 2046 (estrenada en 2005) Wong Kar Wai escribió su testamento artístico y a la vez emitió su último grito de alerta: en el futuro no habrá amor. Las mujeres serán androides y los hombres las mirarán callados, con los ojos húmedos. No habrá amor, no habrá historias que contar. 2046 es mucho más que una hermosa película melancólica: es un diagnóstico terminal sobre el destino de absoluta soledad hacia el que está marchando la raza humana. Más que meramente bella, 2046 es estremecedora. Por eso es sublime.

¿Cómo superarla, entonces? ¿Acaso es necesario? ¿Y por qué hablar de testamento cuando el autor tiene apenas 52 años? Porque lo cierto es que el cine -agradecido- ya no puede pedirle más: su filmografía es una de las más libres y revolucionarias y radiantes de las últimas dos décadas. Inconfundible e inimitable, el cine de Wong Kar Wai detona en la retina, se acurruca en el oído, convulsiona los recuerdos y reclama su derecho legítimo a la fiesta.

La fiesta, sí, la congregación, ese ritual arcaico y comunitario que es precisamente todo lo contrario del aislamiento. Fue el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer quien intentó reivindicar el concepto del arte como fiesta en su libro La actualidad de lo bello: “Celebración es una palabra que explícitamente suprime toda representación de una meta hacia la que se estuviera caminando. La celebración no consiste en que haya que ir para después llegar. La fiesta está siempre y en todo momento allí”. En esto radica la maestría de Wong: sus seres solitarios y lejanos son una imán que nos arrastra instantáneamente al total desenfreno estético, las caricias de las formas, la expansión de los sentidos. Gadamer también dice que la fiesta “ofrece tiempo, lo detiene, nos invita a demorarnos”. Tiempos suspendidos, interiores, gozosos. El arte de Wong persigue lo ido y lo atrapa en imágenes inevitablemente incompletas. La imagen llega tarde… después del amor.

La trilogía compuesta por Days of being wild (1991), In the mood for love (2000) y 2046 ya es suficiente para calificar a este director nacido en Hong Kong como uno de los poquísimos genios del cine contemporáneo. Tal vez no vuelva a rozar esos niveles de calidad, pero Wong todavía es joven y no puede más que persistir, aunque sepa que de aquí en adelante solo encontrará reverberaciones, fábulas pequeñas, gajos nostálgicos de una Historia mayor que no fue.

Su último trabajo, El sabor de la noche (My blueberry nights) se contenta con narrar un puñado de anécdotas como si fueran los desperdigados apuntes de un viaje. La película comienza cuando Elizabeth (Norah Jones), desesperada porque su novio la dejó por otra, busca calmar su ansiedad devorando pasteles en el bar de Jeremy (Jude Law). Elizabeth quiere olvidar y para ello elige irse de Nueva York. Llegará entonces a Memphis y se topará con Sue Lynn (Rachel Weisz) y con Arnie (el siempre supremo David Straithairn), luego recaerá en Las Vegas y conocerá a Leslie (Natalie Portman), para finalmente regresar al punto de partida.

En realidad no importa la geografía, tampoco los hilos dramáticos o las clausuras. El duelo amoroso es imperialista y no reconoce tiempos ni fronteras. Meciéndose en el centro de esa llaga, Wong Kar Wai deleita: con sus serpentinas visuales (la fotografía pertenece al iraní Darius Khondji), con su habitual cámara lenta, con melodías que reúnen lo mejor del blues norteamericano (Cat Power, Ry Cooder, Otis Redding). Detrás del barroquismo de los encuadres y sus colores vivos, la película destila una tristeza profunda que remite a las escenas congeladas del pintor Edward Hopper. My blueberry nights es un film sedoso, por momentos muy intenso, en otros momentos, superficial. Los personajes bien podrían llamarse a silencio y aun así la historia se comprendería perfectamente. Es un cine que funda su expresividad en la cadencia de los cuerpos y la franqueza de las miradas. Un cine de la persistencia...

Tal vez el amor ya no sea posible.
Parece que al menos queda la posibilidad de la compañía.
¿Alcanza entonces la fiesta del arte como consuelo?
A veces sí, y a veces no… no alcanza.


domingo, 22 de junio de 2008

Seamos realistas, pidamos lo imposible

Por Slavoj Zizek

Uno de los graffiti que aparecieron en los muros de París en Mayo del 68 decía: "¡Las estructuras no andan por la calle!". Pero la respuesta de Jacques Lacan fue que eso era precisamente lo que había ocurrido en 1968: las estructuras salieron a la calle. Los sucesos más visibles y explosivos fueron la consecuencia de un desequilibrio estructural, el paso de una forma de dominación a otra, en términos de Lacan, del discurso del amo al discurso de la universidad.

Existen buenos motivos para mantener una opinión tan escéptica. Como dicen Luc Boltanski y Eve Chiapello en The New Spirit of Capitalism, a partir de 1970 apareció gradualmente una nueva forma de capitalismo, que abandonó la estructura jerárquica del proceso de producción al estilo de Ford y desarrolló una organización en red, basada en la iniciativa de los empleados y la autonomía en el lugar de trabajo. En vez de una cadena de mando centralizada y jerárquica, tenemos redes con una multitud de participantes que organizan el trabajo en equipos o proyectos, buscan la satisfacción del cliente y el bienestar público, se preocupan por la ecología, etcétera. Es decir, el capitalismo usurpó la retórica izquierdista de la autogestión de los trabajadores, hizo que dejara de ser un lema anticapitalista para convertirse en capitalista. El socialismo, empezó a decirse,no valía porque era conservador, jerárquico, administrativo, y la verdadera revolución era la del capitalismo digital.

De la liberación sexual de los sesenta ha sobrevivido el hedonismo tolerante cómodamente incorporado a nuestra ideología hegemónica: hoy, no sólo se permite, sino que se ordena disfrutar del sexo, y las personas que no lo logran se sienten culpables. El impulso de buscar formas radicales de disfrute (mediante experimentos sexuales y drogas u otros métodos para provocar un trance) surgió en un momento político concreto: cuando "el espíritu del 68" estaba agotando su potencial político. En ese momento crítico (a mediados de los setenta), la única opción que quedó fue un empuje directo y brutal hacia lo real, que asumió tres formas fundamentales: la búsqueda de formas extremas de disfrute sexual, el giro hacia la realidad de una experiencia interior (misticismo oriental) y el terrorismo político de izquierdas (Fracción del Ejército Rojo en Alemania, Brigadas Rojas en Italia, etcétera). La apuesta del terrorismo político de izquierdas era que, en una época en la que las masas están inmersas en el sueño ideológico del capitalismo, la crítica normal de la ideología ya no sirve, así que lo único que puede despertarlas es el recurso a la cruda realidad de la violencia directa, l'action directe. 


Recordemos el reto de Lacan a los estudiantes que se manifestaban: "Como revolucionarios, sois unos histéricos en busca de un nuevo amo. Y lo tendréis". Y lo tuvimos, disfrazado del amo "permisivo" posmoderno cuyo dominio es aún mayor porque es menos visible. Aunque no hay duda de que esa transición fue acompañada de muchos cambios positivos -baste con mencionar las nuevas libertades y el acceso a puestos de poder para las mujeres-, no hay más remedio que insistir en la pregunta crucial: ¿tal vez fue ese paso de un "espíritu del capitalismo" a otro lo único que realmente sucedió en el 68, y todo el ebrio entusiasmo de la libertad no fue más que un modo de sustituir una forma de dominación por otra?

Muchos elementos indican que las cosas no son tan sencillas. Si observamos nuestra situación desde la perspectiva del 68, debemos recordar su verdadero legado: el 68 fue, en esencia, un rechazo al sistema liberal-capitalista, un no a todo él. Es fácil reírse de la idea del fin de la historia de Fukuyama, pero la mayoría, hoy día, es fukuyamaísta: se acepta que el capitalismo liberal-democrático es la fórmula definitiva para la mejor sociedad posible y que lo único que se puede hacer es lograr que sea más justa y tolerante. La única pregunta que cuenta hoy es: ¿respaldamos esta naturalización del capitalismo, o el capitalismo globalizado actual contiene antagonismos lo suficientemente fuertes como para impedir su reproducción indefinida?

Dichos antagonismos son (por lo menos) cuatro: la amenaza inminente de la catástrofe ecológica; lo inadecuado de la propiedad privada para la llamada "propiedad intelectual"; las implicaciones socio-éticas de los nuevos avances tecnocientíficos (sobre todo en biogenética); y las nuevas formas de apartheid, los nuevos muros y guetos. El 11 de septiembre de 2001, cayeron las Torres Gemelas; 12 años antes, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín. El 9 de noviembre anunció los "felices noventa", el sueño del "fin de la historia" de Fukuyama, la convicción de que la democracia liberal había ganado, de que la búsqueda se había terminado, de que la llegada de una comunidad mundial estaba a la vuelta de la esquina, de que los obstáculos a ese final feliz digno de Hollywood eran meramente empíricos y contingentes (bolsas locales de resistencia cuyos líderes no habían comprendido aún que había pasado su hora). Por el contrario, el 11-S es el gran símbolo del fin de los felices noventa de Clinton, el símbolo de la era que se avecina, en la que aparecen nuevos muros en todas partes, entre Israel y Cisjordania, alrededor de la Unión Europea, en la frontera entre Estados Unidos y México.

Los tres primeros antagonismos antes citados afectan a los elementos que Michael Hardt y Toni Negri denominan "comunes", la sustancia común de nuestro ser social, cuya privatización es un acto violento al que hay que resistirse por todos los medios, incluso violentos, si es necesario. Son los elementos comunes de la naturaleza externa, amenazados por la contaminación y la explotación (el petróleo, los bosques, el hábitat natural); los elementos comunes de la naturaleza interna (la herencia biogenética de la humanidad), y los elementos comunes de la cultura, las formas inmediatamente socializadas de capital "cognitivo", sobre todo el lenguaje, nuestro medio de comunicación y educación, pero también las infraestructuras comunes del transporte público, la electricidad, el correo, etcétera.

Si se hubiera permitido el monopolio a Bill Gates, nos encontraríamos en la absurda situación de que un individuo concreto poseyera literalmente todo el tejido de software de nuestra red esencial de comunicación. Lo que estamos comprendiendo de manera gradual son las posibilidades destructivas, hasta la autoaniquilación de la propia humanidad, que se harán realidad si se da carta blanca a la lógica capitalista de encerrar esos elementos comunes. Nicholas Stern tiene razón al caracterizar la crisis climática como "el mayor fracaso de mercado de la historia humana". ¿Acaso la necesidad de establecer el espacio para una acción política mundial que sea capaz de neutralizar y canalizar los mecanismos de mercado no sustituye a una perspectiva propiamente comunista? Así, la referencia a los "elementos comunes" justifica la resurrección de la idea de comunismo: nos permite ver el "encerramiento" progresivo de esos elementos comunes como proceso de proletarización de quienes, con él, quedan excluidos de su propia sustancia.

Así, en contraste con la imagen clásica de los proletarios que no tienen "nada que perder más que sus cadenas", todos corremos el peligro de perderlo todo; la amenaza es que nos veamos reducidos a vacíos sujetos cartesianos abstractos, carentes de todo contenido sustancial, desposeídos de nuestra sustancia simbólica, con nuestra base genética manipulada, seres que vegetan en un entorno inhabitable. Esta triple amenaza a todo nuestro ser nos vuelve a todos, en cierto sentido, proletarios, y la única forma de no convertirse en ello es actuar de antemano para prevenirlo.

Lo que mejor condensa el auténtico legado del 68 es la fórmula Soyons realistes, demandons l'impossible! ("Seamos realistas, pidamos lo imposible"). La verdadera utopía es la creencia de que el sistema mundial actual puede reproducirse de forma indefinida; la única forma de ser verdaderamente realistas es prever lo que, en las coordenadas de este sistema, no tiene más remedio que parecer imposible.



Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Diario El País de España (Mayo de 2008)

viernes, 20 de junio de 2008

El fin de los tiempos, de M. Night Shyamalan

Algo está por venir, algo está por pasar. Así lo anuncian las nubes ominosas que surcan el cielo en la apertura de El fin de los tiempos (The Happening). Todo se inicia en Nueva York, más precisamente en Central Park, en donde los paseantes de repente empiezan a actuar de forma extraña y se lastiman a sí mismos. Minutos más tarde un albañil observa azorado cómo sus compañeros se lanzan al vacío desde el edificio que están construyendo y se desploman sobre el suelo, uno por uno. Es una de las escenas más brutales que el cine ha dado en mucho tiempo. La humanidad se está suicidando. Literalmente.

Mientras el fenómeno se expande hacia otras ciudades, en Philadelphia lo encontramos al profesor de ciencias Elliot Moore (Mark Wahlberg) quien discute con sus alumnos por qué la población de abejas en el país viene decreciendo (dato verídico), un hecho que ya preocupaba al mismo Albert Einstein (el físico vaticinó que “si las abejas llegan a desaparecer de la faz de la Tierra, el hombre solo tendría cuatro años más de vida”). La conclusión es que si bien hay fuerzas de la naturaleza que tienen una explicación racional, hay muchas otras que directamente no se pueden comprender. Esto último es lo más difícil de tolerar: la absoluta incertidumbre del Ser en el mundo, y la angustia que genera esa constatación. Esta es la premisa conceptual que conduce el nuevo trabajo del director hindú M. Night Shyamalan.

Si el planteo parece demasiado heideggeriano para un producto de Hollywood, la pregunta es por qué el realizador diseñó una historia que implicaba poner en escena nada menos que una pandemia de suicidios (no recuerdo otro film con un argumento medianamente parecido). Pero antes de seguir con las especulaciones, dejemos en claro que la película es un perfecto disparate. El director lo sabe y lo hace evidente al saltar sin aviso de lo trágico a lo absurdo, subrayando con este vaivén que estamos ante una ficción pura, una hipótesis, un juego. Las escenas risibles descascaran deliberadamente el clima de catástrofe para que el espectador no se tome en serio el relato, porque la cuestión aquí no es espantarse ante el caos en sí, sino animarse a pensar cuáles son las cuerdas -¿psicólógicas? ¿culturales? ¿metafísicas?- que lo fomentan.

Lo que provoca las muertes de los personajes en el film es una especie de toxina que se propaga por el aire y que lleva a las personas al autoaniquilamiento. Entre otras variables, se cree que podría ser un ataque terrorista, un experimento científico del Estado, o una revancha de la naturaleza contra el maltrato propinado por el ser humano. Alguien explica por allí que esta rara toxina lo que hace es anular la barrera neurológica por la cual toda persona tiende a defenderse a sí misma. Sin esa barrera, el hombre se mata. Ni queda suspendido en un limbo biológico ni vuelca sus instintos primitivos hacia los demás. No, el hombre automáticamente elige dejar de existir, como si fuera la única opción lógica. Y aunque el film señale que este impulso no es consciente sino motivado por el virus, ver cómo los personajes se matan de las formas más diversas e ingeniosas es una experiencia realmente desoladora, porque el suicidio es siempre una posibilidad tangible para el sujeto, más allá del extremo esbozado en este cuento fantástico.


Muy lejos de la solidez de Sexto sentido y El protegido, M. Night Shyamalan conserva sin embargo buenas ideas cinematográficas, e incluso muestra atendibles inquietudes filosóficas. Si El fin de los tiempos falla no es tanto por el enjambre de géneros sino porque todos los personajes están pobremente escritos, las actuaciones son endebles y la narración por momentos se vuelve distraída. El punto de partida puede ser excelente, pero la resolución dramática es torpe y derivativa (tal como ocurría en La dama en el agua, su película anterior).

De todas maneras, es demasiado cómodo descalificar al director como un simple “profeta” obsesionado por enviar un mensaje ecologista y/o humanista. Es erróneo creer que el film esconde una lectura única cuando su premisa es tan ambigua y aspira a lo ontológico: la vida encierra misterios que escapan a la comprensión. “Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es razonable”, dice Albert Camus en el Mito de Sísifo. En el fondo no hay más que vacío. Esto es lo verdaderamente terrorífico. Por eso, aun con sus delirios y sus trampas, El fin de los tiempos es una película genuinamente existencialista.

sábado, 14 de junio de 2008

"¿Has conocido alguna vez una persona que fuera muchas cosas en una, las llevara consigo, que cada gesto suyo, que cada pensamiento en que la rememoras recoge infinitas cosas de tu tierra y de tu cielo, y palabras, recuerdos, días idos de los que no sabrás nunca más, días futuros, certezas, y otra tierra y otro cielo que no te ha sido dado poseer?"

Cesare Pavese



viernes, 13 de junio de 2008

Proposiciones

¿Qué seríamos nosotros
sin el mito sexual,
el humano ensueño
o el poema de la muerte?

Castrados en un amasijo hecho de luna.
La vida consiste en proposiciones acerca de la vida.
El humano ensueño es una soledad en la cual
componemos esas proposiciones, desgarrados por los sueños,
por los terribles sortilegios de las derrotas
y por el miedo a descubrir que derrotas y sueños son uno.

La raza entera es un poeta que escribe
las excéntricas proposiciones de su destino.

Wallace Stevens

(versión de Alberto Girri)

miércoles, 11 de junio de 2008

Sex and the city, de Michael Patrick King

“No me des un anillo de diamantes.
Solo dame un guardarropa más grande”.
Carrie Bradshaw

Sex and the city es puro cotillón. Siempre lo fue. La serie nunca aspiró a ser otra cosa que una farsa simpática en clave de fantasía. Es un error leerla como un canto a la liberación femenina: estas chicas de Manhattan festejan y disfrutan su sexualidad, pero también sufren y buscan algo más. Buscan el amor, como cualquier ser humano. Mientras lo encuentran, se abocan al éxito profesional y se divierten con una rutina de fiestas lujosas, zapatos onerosos y ropajes imposibles. El mundo de Sex and the city no existe y lo sabemos. La serie simplemente pretendió jugar con una idea instalada en el imaginario posmoderno: hoy es el género masculino quien detenta el monopolio de la histeria (al menos en la lógica urbana).

Dirigida y escrita por Michael Patrick King, la película se estrena exactamente una década después del debut televisivo de este producto creado por Darren Star para el canal HBO. Para quienes desconocen la historia, el film comienza con una apretadísima síntesis de la serie y de los caminos que siguieron las cuatro protagonistas. Ser mujer a los 40 no es lo mismo que a los 30, y sin embargo Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) luce cada vez más caprichosa y aniñada. Es que para su sorpresa, Mr. Big (Chris Noth, aquí tristemente desaprovechado) le ha propuesto matrimonio y, por supuesto, ella tiene que organizar el ritual para que todo salga espléndido. Lástima que la vida sea tan cruel.

Miranda (Cynthia Nixon), Charlotte (Kristin Davis) y Samantha (Kim Catrall, lo mejor de la película) acuden al instante al rescate de Carrie, cargando cada una de ellas con sus respectivos conflictos. Se suceden las decepciones, los berrinches, algunas risas (la mayoría, forzadas). Y hay más vestidos y más sombreros y más frivolidad. Detrás del obsceno desfile de publicidades, asoma una trama previsible narrada de forma automática y hasta indulgente. La agilidad y la frescura de la versión televisiva -cada capítulo duraba solo media hora- se escurren rápidamente en los eternos 148 minutos del film. Las escenas humorísticas no funcionan, ni son demasiado inspirados los one liners o los nuevos personajes. Entre estos últimos se destaca Jennifer Hudson (ganadora del Oscar por el musical Dreamgirls) en el rol de una eficaz asistente que acompaña a Carrie en pleno duelo amoroso. La actriz suma calidez pero no aporta ningún contraste desde lo dramático: basta decir que los dos sueños principales de esta muchacha de origen humilde son casarse y tener una cartera Luois Vuitton original.

Si bien resulta desproporcionado reclamar mayor vuelo estético a un producto tan francamente comercial, sí podía esperarse un abordaje más vital de la comedia romántica. Aun aceptando el mensaje último que envuelve todo el paquete (“en el fondo, toda mujer anhela enamorarse en serio y ser feliz por los siglos de los siglos”), el film descarta cualquier tratamiento medianamente profundo de las relaciones afectivas en el nuevo milenio. Se valora la amistad, la independencia y la posibilidad del perdón, es cierto, pero detrás del cuento de hadas “sofisticado”, cuando el relato se interna en el dilema amor versus dinero, Sex and the city se torna burda y contradictoria, rasgos que inevitablemente se trasladan al personaje de Sarah Jessica Parker (cuya interpretación inflada y autoconciente la vuelve por momentos insoportable). El Príncipe Azul de Carrie es un eximio financista y el zapatito que le coloca en su delicado pie cuesta por lo menos 600 dólares. Así es muy fácil reivindicar la ingenuidad de la pobre Cenicienta.

lunes, 9 de junio de 2008

12 segundos de oscuridad

Gira el haz de luz
para que se vea desde alta mar.
Yo buscaba el rumbo de regreso
sin quererlo encontrar.

Pie detrás de pie
iba tras el pulso de claridad
la noche cerrada, apenas se abría,
se volvía a cerrar.

Un faro quieto
nada sería
guía, mientras no deje de girar
no es la luz lo que importa en verdad
son los 12 segundos de oscuridad.

Para que se vea desde alta mar...
De poco le sirve al navegante
que no sepa esperar.

Pie detrás de pie
no hay otra manera de caminar
la noche del Cabo
revelada en un inmenso radar.

Un faro para, sólo de día,
guía, mientras no deje de girar
no es la luz lo que importa en verdad
son los 12 segundos de oscuridad.

Jorge Drexler

domingo, 8 de junio de 2008

Leonera, de Pablo Trapero


¿Dónde está ese río?
Está en Argentina.
¿Dónde está Argentina?
Está en América del Sur,
en el continente americano,
cerca del océano de las tierras
más distantes de todo el planeta.

"Ora bolas"Piojos y piojitos

 


En su excelente libro “La interpretación de la imagen”, el ensayista Martine Joly se pregunta hasta qué punto “nuestra interpretación ya está parcialmente constituida antes incluso de tener acceso concretamente a los mensajes visuales”. Sucede que como potenciales consumidores estamos todo el tiempo atravesados, contaminados, asediados, por aquello que el autor denomina “discursos periféricos” (publicidad, críticas, notas periodísticas, entrevistas), que inevitablemente troquelan nuestra percepción al momento de enfrentarnos con una obra. ¿Cómo sustraerse al entusiasmo mediático generado por Leonera? Participó en la competencia del Festival de Cannes, en donde “fue aplaudida de pie”, mientras Luciano Monteagudo y Horacio Bernades (entre otros respetables críticos) afirmaron en el diario Página/12 que de los cinco trabajos de Pablo Trapero es “quizás su mejor film hasta hoy”. Altas expectativas.

Desde lo estrictamente técnico, Leonera cumple. Trapero filma muy bien: tiene muchísimo tacto a la hora de situar y deslizar la cámara, definiendo los encuadres, los movimientos y los tiempos internos de los planos con absoluta precisión. Es un director generoso con el espectador: lo lleva de la mano amablemente y no lo apabulla con virtuosismos innecesarios. El trabajo de Martina Gusmán también es muy sólido. Lo que falla es la trama judicial, especialmente las intervenciones del actor brasileño Rodrigo Santoro.

Pero todo esto ya lo dijo la crítica, por eso quiero detenerme en lo que sigue: en un informe televisivo que registraba la avant premiere de la película, me llamó la atención una declaración de Martina Gusmán (actriz y productora), que dijo algo así como que “Leonera es la historia de una madre con su hijo. En este caso es en una cárcel, pero también podría haber sido… no sé, en una guerra”. Es realmente curioso este empeño de los autores -reiterado en diversos medios- por relativizar el contexto en donde sucede la anécdota, intentando universalizar el tema para así abarcar una mayor cantidad de espectadores. Promocionan la película como si fuera lo mismo una guerra que la miseria de una favela de Rio de Janeiro, o que la tragedia de un tsunami. Pero la historia de Leonera transcurre en una cárcel, más precisamente una cárcel para mujeres, que no queda en cualquier parte sino en Buenos Aires, Argentina. No es lo mismo. La propia apertura del film, con la canción “Ora bolas”, deja bien establecida la ubicación geográfica de la acción. Hete aquí el gran enigma de la película: por qué la prisión, y por qué no hacerse cargo de esa elección.

“Vos no sos de acá”, le dice Marta (Laura García) a la protagonista. Julia es ajena a ese mundo de barrotes y Trapero la protege mientras ella se va a adaptando (se destaca del resto por ser la única mujer blanca y bonita). Más allá de la angustia inicial, Julia levanta cabeza y se la banca. Pero no se hace demasiadas preguntas, ni sobre su propia situación ni sobre su entorno. ¿Es que acaso las otras presidiarias sí pertenecen a ese mundo? ¿Por qué? No le interesa a Leonera explorar estas cuestiones; solo importa que el guión arrime un poco de coraje -y mucha buena suerte- para que la heroína acabe recuperando la libertad.

“Por pobre… por pelotuda”, responde Marta cuando Julia le pregunta por qué está en la cárcel. El comentario se siente como una resignación de clase. Desde la mirada social, la película decepciona. Con el avance del film las rejas pierden su color siniestro y se vuelven pintorescas. La violencia aparece cuando las mujeres se amotinan en defensa de Julia, pero para esa altura la rebelión ya no vibra con furia verosímil y es apenas otro engranaje del decorado. No lo olvidemos: estamos frente a un melodrama con un conflicto pura y exclusivamente individual.

Leonera es un producto con proyección internacional. Y en el fondo, se extraña el deambular perplejo del Zapa conviviendo con lo perverso en El bonaerense. Se extrañan los ojos humildes del Rulo colgando de las grúas grises. Ellos son seres más genuinos. Nacieron en una Argentina reconocible.