AQUELLO QUE TODAVÍA RELUMBRA…
Este jueves 28 de
agosto se estrena en la Sala Leopoldo Lugones un notable ensayo
fílmico dirigido por Tatiana Mazú González: Todo documento de
civilización. El siguiente texto lo escribí cuando vi la
película, presentada el año pasado en el DocBuenosAires. Las
declaraciones de la realizadora fueron tomadas de una charla que ella
dio junto a César González en el marco de esa edición de la
muestra.
Diez años estuvo
Tatiana Mazú González investigando y filmando material para esta
película, que tiene como eje temático la historia de Luciano
Arruga, el joven que fue hostigado, detenido, torturado y
desaparecido de manera forzosa en 2008 por la policía bonaerense.
Sólo un policía fue condenado por torturas. Los responsables de su
muerte y desaparición permanecen impunes.
“No hay documento
de civilización que no sea al mismo tiempo un documento de
barbarie”, escribió Walter Benjamin en sus emblemáticas Tesis
sobre el concepto de historia. “Para mí ese texto -dice la
realizadora- es un texto sobre montaje y sobre cine. Articular el
pasado con el presente no es contarlo tal como sucedió, sino contar
cómo relampaguea en la memoria en un instante de peligro. Ésa es
una frase sobre el montaje, o al menos me genera un sensación que
tiene que ver con eso. Traer el pasado hacia el presente para pensar
el futuro”.
El plano negro
En el film, la
directora conversa con la madre de la víctima, Mónica Alegre. A la
mujer no la vemos mientras da su testimonio a cámara. La escuchamos
hablar frente a una imagen en negro. Pero no está sola en ese
espacio que los micrófonos capturan. Hay niños, niñas, niñxs muy
cerca por ahí. El sonido es más democrático que la imagen: limita
los prejuicios, reduce los patrones culturales a la hora de percibir
e interpretar. Sólo sabemos que ésas son las voces de la infancia:
no podemos diferenciarlas por el género, ni por el color de piel, ni
por su procedencia social.
Entonces, junto al
relato de la muerte, la impunidad, el horror, la escena también
contiene el poderoso murmullo de esas voces, esas vidas, esos
ciudadanos chiquitos. Y ahí se establece una dialéctica, ya en la
fundación de la película. Protegidos por el espíritu de Benjamin
invocado en el título, la vocación "adorniana" define la
estrategia política del film: concebir la obra de arte a partir de
aquello que se resiste a la representación plena. Lo que no se
ajusta, lo que no cierra, lo que no pretende confluir en un "todo"
conciliador.
“El plano negro
está para ser llenado”, advierte Tatiana. Una apuesta por los
planos negros a ser llenados, impulsores de esas otras imágenes, las
que van a nacer más tarde en nuestra pantalla mental. Un
protagonismo del sonido que, a la vez, sabe respetar la respiración
del silencio. Y una enorme confianza en la contemplación y sus
efectos mágicos. Porque el film nos invita a observar y escuchar con
toda la paciencia y el ardor que sólo detentan los que de verdad
confían.
Y no, nunca habíamos
visto a la Avenida General Paz narrada y mostrada de esta manera.
Incluso para quienes crecimos cruzando ese límite y creemos conocer
el paisaje de memoria, hay escenas del film que intimidan con su
enigma, con su angustia y también con su belleza. Imagen-resplandor.
Imagen-niebla. Contra “el régimen traslúcido de la visibilidad
satisfecha que acompaña el despliegue neoliberal”, como lo define
Nelly Richard, esta película prefiere muchas veces el registro poco
nítido, la imagen difusa, ubicando la cámara detrás de la
ventanilla de un auto o detrás de algún plástico casi
imperceptible.
“¿Qué hada tejió
ese velo?”, se preguntaba Henri Bergson, advirtiendo que “entre
nosotros y nuestra propia conciencia se interpone un velo: velo
espeso para la mayor parte de los hombres”. Tatiana asume que ese
velo siempre va a ser opaco, volátil, quizás frustrante. Pero es el
que tenemos. Hay que pulirlo tanto como podamos, y desde ahí hay que
volver a pensar para reconstruir.
La autopista es
frontera y fortaleza, sí. Es el recordatorio de la violencia, la
división, la desigualdad. Y a la vez, esta mirada insiste y se
detiene en los cruces, las conexiones entre un lado y el otro, la
lucha, los pasajes, los puentes. ¿Por qué ya no pensamos en los
puentes? También hay muchos sujetos ahí. Los que transitan a diario
esos espacios, de ida y de vuelta. Los que trabajan. Los que viajan.
Los que esperan. Los que todavía sueñan.
Dice Tatiana: “La
superproducción de imágenes es tan avasallante. Uno se levanta y se
pone a ver ‘Horror 1, horror 2, horror 3… horror 25’. Yo vengo
pensando en eso: ¿cuál es el límite entre una imagen que genera
bronca y nos da ganas de activar, y una imagen que nos genera miedo y
nos vuelve más ensimismados y encerrados?”
Ese límite es
inmaterial. El creador sólo puede concebirlo como anhelo y como
riesgo. La diferencia (crucial, política) entre la voluntad y el
miedo reside en el otro, en quien recibe los destellos que la
película irradia. Pero algo es concreto: el estilo ensayístico de
Mazú combate el vértigo para demorarse e intensificar el encuentro
con la imagen, el sonido, el latido. Dosifica el discurso
informativo, posterga la inclusión de imágenes de archivo o
manifestaciones, y así logra imprimirles mucho más vigor cuando
aparecen. Porque ahí confirmamos que las deseamos: necesitamos saber
que todavía se sigue luchando.
Futuro
Deben tener entre cinco y siete años, ocho a lo sumo, parados en la vereda -inquietos- mientras una marcha por la calle queda fuera de campo. Fascinados, se asombran al ver que una cámara los está filmando, como si fuera la primera vez. Se ríen, hacen alguna mueca, nos divierten. La directora se queda con ellos. ¿Cuán conscientes son de la protesta a su alrededor, o de la injusticia? ¿Cómo evitarles un destino marcado por el racismo, la represión, la desigualdad lacerante, el horror?
Frente a esa
desolación, algo parece quebrarse. Algo que me estruja por dentro. Y
entonces la propia película viene al rescate, nos lanza una soga
desde un barco o desde una nave espacial, y nos regala algunas de las
imágenes más hermosas y potentes que vi en mucho tiempo.
Luciano era lector
de Julio Verne. La realizadora incluye ilustraciones de esas
ficciones, les aporta movimiento, las envuelve en música de misterio
o aventuras, las enaltece con un aura fantasmática y onírica. Son
como energías que nos recuerdan algo que -increíble y
dolorosamente- parece que nos empeñamos en olvidar: lo que nos
define como seres humanos es nuestra capacidad de imaginar.
Dice Tatiana: “El
cine tiene que restituir la experiencia de lo colectivo, de lo
comunitario. Poder volver a pensar qué futuro deseamos, por qué
futuro estamos dispuestos a luchar: hay algo ahí del orden de la
fantasía compartida, que en otro tiempo llamamos revolución y que
ojalá podamos volver a llamar de esa manera”.
Aún resuenan en mi
cuerpo ciertos ruidos indefinibles del film anterior de Tatiana, “Río
Turbio”. Parecía ser el crepitar de unas brasas, una mano
invisible pero decidida que nunca dejaba de atizar el carbón. Un
cine capaz de activar algo en algún rincón de la conciencia y
dejarlo ahí, encendido, perdurando, relumbrando, aguardando esa
chispa que por fin nos conmine a convertirlo en fuego.
Funciones exclusivas:
Jueves 28 y sábado 30 de agosto; martes 2 de septiembre, 21 horas
Viernes 29 y domingo 31 de agosto; miércoles 3 y jueves 4 de septiembre, 18 horas
Lugar: Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530)
Más información, en la web del teatro.
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