
Mientras el fenómeno se expande hacia otras ciudades, en Philadelphia lo encontramos al profesor de ciencias Elliot Moore (Mark Wahlberg) quien discute con sus alumnos por qué la población de abejas en el país viene decreciendo (dato verídico), un hecho que ya preocupaba al mismo Albert Einstein (el físico vaticinó que “si las abejas llegan a desaparecer de la faz de la Tierra, el hombre solo tendría cuatro años más de vida”). La conclusión es que si bien hay fuerzas de la naturaleza que tienen una explicación racional, hay muchas otras que directamente no se pueden comprender. Esto último es lo más difícil de tolerar: la absoluta incertidumbre del Ser en el mundo, y la angustia que genera esa constatación. Esta es la premisa conceptual que conduce el nuevo trabajo del director hindú M. Night Shyamalan.

Lo que provoca las muertes de los personajes en el film es una especie de toxina que se propaga por el aire y que lleva a las personas al autoaniquilamiento. Entre otras variables, se cree que podría ser un ataque terrorista, un experimento científico del Estado, o una revancha de la naturaleza contra el maltrato propinado por el ser humano. Alguien explica por allí que esta rara toxina lo que hace es anular la barrera neurológica por la cual toda persona tiende a defenderse a sí misma. Sin esa barrera, el hombre se mata. Ni queda suspendido en un limbo biológico ni vuelca sus instintos primitivos hacia los demás. No, el hombre automáticamente elige dejar de existir, como si fuera la única opción lógica. Y aunque el film señale que este impulso no es consciente sino motivado por el virus, ver cómo los personajes se matan de las formas más diversas e ingeniosas es una experiencia realmente desoladora, porque el suicidio es siempre una posibilidad tangible para el sujeto, más allá del extremo esbozado en este cuento fantástico.

De todas maneras, es demasiado cómodo descalificar al director como un simple “profeta” obsesionado por enviar un mensaje ecologista y/o humanista. Es erróneo creer que el film esconde una lectura única cuando su premisa es tan ambigua y aspira a lo ontológico: la vida encierra misterios que escapan a la comprensión. “Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es razonable”, dice Albert Camus en el Mito de Sísifo. En el fondo no hay más que vacío. Esto es lo verdaderamente terrorífico. Por eso, aun con sus delirios y sus trampas, El fin de los tiempos es una película genuinamente existencialista.
1 comentario:
Interesante conclusión. Aunque, por supuesto, habría que ver el tema de la libertad, la particularidad de la existencia y el compromiso en el film, ya que son temas caros a los existencialistas (excluyendo un poco a Heidegger que, además de comprometerse con las fábricas de muerte del nazismo y escribir pésimo, su tema será mas el Ser -¿?- que la existencia).
J.
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