domingo, 1 de febrero de 2009

Revolutionary Road, de Sam Mendes

“Que no sabemos lo que nos pasa: eso es lo que nos pasa” (José Ortega y Gasset)

Desde el mismísimo primer diálogo entre los protagonistas, Revolutionary Road deja establecido con qué bueyes ara. El relato arranca con un prólogo que muestra cómo se conocieron April (Kate Winslet) y Frank (Leonardo Di Caprio). Están en una fiesta colmada de jóvenes. Ella le cuenta que está estudiando teatro y le pregunta a él cuáles son sus intereses. “Linda, si tuviera la respuesta para eso, apuesto a que en media hora ya estaríamos muertos de aburrimiento”, dice Frank, muy canchero. El muchacho no sabe lo que quiere, o no parece importarle, o quizás para él lo divertido de la vida está, precisamente, en correr tras esa perpetua incógnita. Crecemos y vamos comprobando qué es lo que no queremos, pero aun así seguimos sin saber qué queremos. Por eso la famosa angustia del “ser en el mundo”: acá estamos y no sabemos muy bien para qué.

El tema central de la película es el vacío existencial, como también lo es en la novela original de Richard Yates, reverenciada por la crítica como uno de los retratos más audaces jamás escritos sobre la clase media norteamericana durante los “años dorados”, es decir, las décadas del ’50 y del ‘60 (para conocer un poco más sobre el autor, recomiendo este artículo de Esther Cross). Dado que no tuve la suerte de leer el libro, sólo puedo atenerme a comentar lo que me transmitió el trabajo de Sam Mendes.

La tendencia a la teatralidad que muchos le achacan al director queda bien graficada en la primera discusión expuesta por el guión. April y Frank Wheeler están a la vera de la ruta, es de noche y la única iluminación proviene de los faroles del auto estacionado. Una composición que remarca en el cuadro la silueta de los actores y, especialmente, el dibujo de sus efusivos ademanes. Es cierto que Revolutionary Road está concebida como una escalada de vociferaciones y desbordes interpretativos, pero no creo que sea ése el principal problema de la película (a pesar de algún que otro exceso, Winslet y Di Caprio entregan momentos de abrasiva intensidad). Lo que no convence en el film es la pintura dramática de los personajes como seres sumidos en la insatisfacción.

Quiero ser concreta: no termino de entender quiénes son los Wheeler. Extraña pareja sin historial ni familiares visibles, con dos hijos casi imperceptibles, ellos se consideran más avispados que todos los vecinos que los rodean en ese suburbio de Connecticut, cuando en verdad nunca logran describir con buen criterio lo que dicen desear. Sabemos, sí, que Frank no quiere morir enclavado en una oficina como lo hizo su padre, ¿pero acaso alguna vez fantaseó con alguna alternativa profesional o vocacional más o menos factible? A los veinte años no sabía lo que quería y ahora pisa los treinta y tampoco tiene la menor idea. El matrimonio decide abandonar su chata rutina para mudarse a París; entonces, ¿qué harían una vez allí? ¿Pasarían las tardes en los museos, discutirían a Sartre y a Heidegger en cada esquina, se sentirían más libres al mimetizarse con la bohemia de la Ciudad Luz? Aunque París sólo simbolice una quimera, los Wheeler no ostentan exactamente un perfil intelectual, más allá del frustrado coqueteo de April con el arte de las tablas. Algo hace ruido en todo esto.


Los personajes jamás supieron lo que buscaban y en este sentido la película es consecuente con la desorientación esbozada en el prólogo. Así y todo, ambos parecen haber alcanzado un nivel de hartazgo que los empuja a rechazar el sistema, tal como lo subraya con resaltador el personaje de Michael Shannon (muy artificial), un matemático recibido con honores que acabó en un manicomio porque no quiso ser parte del engaño social del consumismo. Este personaje es introducido con fórceps en la intimidad de Frank y April para indicarles a qué se arriesgarían si renunciaran al bienestar pequeñoburgués.

Los Wheeler quieren ser felices y a ese deseo nos sumamos todos, por supuesto. Más madura que su marido, April asume que hay ciertas reglas de la sociedad que la están ahogando. “¿Quién creó estas reglas, después de todo?”, le grita a Frank durante una pelea, y esa pregunta casi perdida es lo máximo a lo que llega la película a la hora de cuestionar el contexto económico y cultural que moldea la realidad de los protagonistas. Aunque todo está servido para aprovechar el color de la época, el relato nunca ensaya una exploración seria de las causas objetivas que hicieron que el proyecto básico del sueño americano (familia tipo + hipoteca + sueldo respetable) empezara a develar sus grietas hace ya más de medio siglo. Mientras que en American Beauty el sarcasmo desatado conseguía disimular la pobreza de su argumentación sociológica, Revolutionary Road intenta una mirada retrospectiva para fotografiar el germen de esa decadencia. Pero Mendes se contenta con que su matrimonio se destaque del resto solo porque logra poner en palabras su vacío, sin escarbar a fondo en ese carozo podrido, no vaya a ser que los martirizados Wheeler, después de tanto llorar, encima tengan que chocar de frente con el reflejo de su propia mediocridad.

2 comentarios:

Lochis dijo...

Hola, ¿cómo va?

Me gusta mucho el blog y coincido con las dos críticas de cine que leí ("Revolutionary Road" y "Vicky Cristina Barcelona").

El sábado que viene intento escuchar el programa de radio a ver si es tan interesante como el blog.

¡¡Besos!!

Caro dijo...

Muchas gracias por tu visita, Lochis.