domingo, 31 de agosto de 2008

Juntos, nada más, de Claude Berri


"Somos, pues, en la alegría, protagonistas de una disposición para la convivencia francamente insólita; hombres y mujeres regidos, de pronto, por la suprema facultad de la empatía".
Santiago Kovadloff


Los norteamericanos inventaron un rótulo para películas como Juntos, nada más (Ensemble, c'est tout): las llaman feel good movies, es decir, “películas para sentirse bien”. Por lo general, son propuestas que responden a las normas de la comedia dramática, sin tocar los extremos: no persiguen la lágrima ni la carcajada; no aspiran al sufrimiento patente ni buscan la jocosidad fecunda de la comedia a secas. No son efectistas, ni manipuladoras, ni ambiciosas. Un gran chico, Pequeña Miss Sunshine y El mismo amor, la misma lluvia son buenos ejemplos de este tipo de obras que sutilmente encuentran el justo medio entre la melancolía y la esperanza.

Es cierto que el término feel good hace pensar en el cine como una forma de analgésico, y esta idea no sería tan desacertada: después de todo, el arte es un consuelo más que digno cuando la tristeza cunde (quizás éstas sean las películas perfectas -necesarias- para ver en soledad, en esos momentos desesperados en donde un dolor muy profundo clama por ser mitigado). Pero no se las puede subestimar diciendo que son “livianas”, ya que precisamente estas películas, cuando son inteligentes, consiguen afincarse en lo cotidiano para restaurar desde allí la tan degradada posibilidad del entusiasmo.

Dirigido por el francés Claude Berri (realizador ducho en el cine de qualité con títulos como Uranus o Jean de Florette), Juntos, nada más es básicamente un film amable, un relato que se desenvuelve entre algodones, un paseo por un mundo que se adivina suave y cercano, aunque los personajes sean claras creaciones de ficción (especialmente el aristócrata que compone Laurent Stocker, lo mejor de la película). Mientras el film transcurre -sorteando algunos baches narrativos- se afirma la certeza de que nada en la anécdota ni en la puesta en escena llegará a sorprendernos, y sin embargo, uno no puede dejar de agradecer que todavía se hagan esta clase de películas. Porque hacen bien, claro, y porque resulta muy sencillo encariñarse con los protagonistas. Jóvenes que están solos al comienzo, ajenos a sus respectivas familias, temerosos ante la irrupción del amor, hasta que descubren cuánto puede ensancharse la vida por el simple hecho de tender una mano. De eso trata, entonces: de aceptar que la estructura de los afectos ha cambiado para siempre, y que de ahora en más solo nos queda forjar nuevas formas de vínculos que sean capaces de reactivar la confianza en el otro.

sábado, 30 de agosto de 2008

"La historia de la Humanidad se vuelve cada vez más una carrera entre la educación y la catástrofe".


H. G. Wells

lunes, 25 de agosto de 2008

Encuentros de cine y crítica - Comienza el 5 de septiembre

Ciclo de Septiembre:
"Obsesiones"

Todos los viernes a las 19:30 en CICLO-P

Coordina: Carolina Giudici


Todos nos obsesionamos alguna vez. Todos sabemos lo que es girar sobre eso que no nos deja en paz: una mirada, un enigma, una fantasía, un recuerdo, una palabra, un imposible. Los protagonistas de estas historias persiguen el amor, el éxito, la verdad y la belleza. Nada más, y nada menos. ¿Es que en el cine la obsesión siempre es una excusa para narrar la carencia? Eso es lo que nos proponemos discutir.


Las reuniones se realizarán los días viernes de septiembre, a partir de las 19.30, en la sala CICLO-P, que queda en Av. Rivadavia 1559, 1º "B" (Congreso). La proyección del film es en pantalla grande y con buena calidad de sonido. Los cupos son limitados.

Comenzamos el viernes 5 de septiembre de 2008 con un clásico absoluto: "Él", de Luis Buñuel, con Arturo de Córdova y Delia Garcés.

Ciclo "Obsesiones"

Él, de Luis Buñuel (México, 1952)
El rey de la comedia, de Martin Scorsese (EE.UU., 1983)
Memories of murder, de Bong Joon-Ho (Corea del Sur, 2003)
En la ciudad de Sylvia, de José Luis Guerín (España, 2007)


Para consultas e inscripción:

Comunicarse al 4924-3385 (dejar mensaje y número de contacto).

O escribir a datosparacaro@yahoo.com.ar

domingo, 24 de agosto de 2008

Cuando ya me empiece a quedar solo

Tendré los ojos muy lejos
Y un cigarrillo en la boca
El pecho dentro de un hueco
Y una gata medio loca

Un escenario vacío
Un libro muerto de pena
Un dibujo destruido
Y la caridad ajena

Un televisor inútil
Eléctrica compañía
La radio a todo volumen
Y una prisión que no es mía

Una vejez sin temores
Y una vida reposada
Ventanas muy agitadas
Y una cama tan inmóvil
Y un montón de diarios apilados

Y una flor cuidando mi pasado
Y un rumor de voces que me gritan
Y un millón de manos que me aplauden
Y el fantasma tuyo sobre todo
Cuando ya me empiece a quedar solo

Charly García

jueves, 21 de agosto de 2008

La misma luna, de Patricia Riggen


Cada domingo, a las 10 de la mañana, Carlitos (Adrián Alonso) espera el llamado de su mamá, Rosario (Kate del Castillo). Él vive en México con su abuela, mientras su mamá está en California, en donde trabaja como empleada doméstica. Cada domingo, Rosario le promete a su hijo que muy pronto volverán a verse, pero Carlitos ya no le cree. “Si yo no puedo ir para allá, entonces ven tú. Cuatro años es demasiado”, reprocha el muchachito. Ella se traga las lágrimas como puede y le explica que las “cosas están difíciles para sacar los papeles”.

Rosario es solo una más entre los cientos de latinoamericanos que a diario cruzan desesperadamente el río Bravo pensando que el país del Norte les brindará un futuro un poco más digno. El drama de la inmigración ilegal en Estados Unidos funciona como marco de esta historia en la que un chico de nueve años hará lo imposible para reencontrarse con su madre.

Debut en el largometraje de la directora mexicana Patricia Riggen, La misma luna pulsa diversas cuerdas para forjar la emoción: un niño que de repente queda desamparado (Carlitos pierde a su abuela y decide irse solo a Los Angeles), más una secuencia de suspenso en la zona de frontera, más la pintoresca precariedad laboral de los indocumentados, más trazos ligeros que mezclan la road-movie con el viaje iniciático, para finalmente aunar todo el cuento bajo la etiqueta del “drama social comprometido”. Pero no existe real profundidad en esta película, aunque esté motivada por loables intenciones. Desde lo técnico, es un film apenas correcto; desde lo narrativo, el exceso de sentimentalismo y los giros trillados restan toda espontaneidad al desarrollo de la anécdota.

Ante el conflicto sociopolítico no hay signos de rebeldía o furia por parte de las víctimas, sino simple claudicación: la voluntad se concentra en sortear los variados incidentes y llegar a la meta. El guión escrito por Ligiah Villalobos explota al máximo la figura del pequeño protagonista: parece que jugar con la vida de un niño y exponerlo a una serie de situaciones de riesgo es un ejercicio imaginativo relativamente fácil. El problema es que en La misma luna esa maquinaria retórica resulta demasiado evidente, tanto que los responsables ni siquiera supieron aprovechar la naturalidad de Adrián Alonso y su irresistible carita.

miércoles, 20 de agosto de 2008

"Ellos no pueden ver el cielo..."

Fragmento de una carta del escritor Juan Rulfo a su esposa Clara Aparicio. El autor de Pedro Páramo trabajaba en una empresa de neumáticos de la ciudad de México.

México, a fines de febrero de 1947

Mayecita:


Ellos no pueden ver el cielo. Viven sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo. Viven ennegrecidos durante ocho horas, por el día o por la noche, constantemente, como si no existiera el sol ni nubes en el cielo para que ellos las vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Siempre así e incansablemente, como si sólo hasta el día de su muerte pensaran descansar.

Te estoy platicando lo que pasa con los obreros en esta fábrica, llena de humo y de olor a hule crudo. Y quieren todavía que uno los vigile, como si fuera poca la vigilancia en que los tienen unas máquinas que no conocen la paz de la respiración. Por eso creo que no resistiré mucho a ser esa especie de capataz que quieren que yo sea. Y sólo el pensamiento de trabajar así me pone triste y amargado. Y sólo el pensamiento de que tú existes me quita esa tristeza y esa fea amargura. Ahora estoy creyendo que mi corazón es un pequeño globo inflado de orgullo y que es fácil que se desinfle, viendo aquí cosas que no calculaba que existieran. (…) Espero no me regañes por escribirte quejidos en lugar de hablarte del amor que te tengo, pero es que la forma como me siento tenía que decírsela a alguien. Y tú naciste para que yo me confesara contigo.

Juan



(Texto publicado en la colección Cartas Memorables de la revista Ñ).

lunes, 18 de agosto de 2008

La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel


Algunos dicen que para cambiar hay que tocar fondo. Que para reaccionar o para tomarse las cosas de otra manera, es necesario haber estado al borde de la muerte, o perder a alguien muy cercano, o de repente hacer un “click” existencial, como si de una revelación mística se tratara. Eso dicen. Aparentemente a Vero (soberbio trabajo de María Onetto) no le sucedió nada tan trascendente como esto, aunque ella está rarísima, abstraída, desfasada, suspendida en otra dimensión, como si hubiese atisbado la inmensidad de un abismo. El propio abismo. Vero no es la misma, aunque este hecho no le importe a nadie más que a ella.

Algo pasó, es cierto. Un accidente. Vero iba al volante, sola. Un perro quedó tirado en la ruta (¿era realmente un perro?). Algo pasó, algo que el relato relega al fuera de campo. El único dato objetivo es que el auto está abollado (“objetivo”, digamos, porque otros personajes lo certifican). “Fue un susto”, dicen todos, buscando relativizar la cuestión para calmar la angustia de Vero. Sin embargo, ella insiste: “maté a alguien en la ruta”. Insiste y parece convencida, pero es mejor no escucharla. Mejor dejarlo pasar.


Todo el tiempo dejamos pasar cosas a nuestro alrededor, cosas nimias o gravísimas, a propósito o sin darnos cuenta. La mujer sin cabeza es un fascinante ensayo sobre la percepción: lo que creemos ver, lo que desdibujamos, lo que no oímos, lo que evitamos, lo que intuimos y callamos, lo que preferimos hacer invisible. Desde la subjetividad de un personaje que está psíquica y emocionalmente perturbado, Lucrecia Martel elabora una complejísima reflexión sobre la relación que uno establece con el otro, con esas presencias que no registramos pero son parte de nuestro espacio esencial, y con esas ausencias que queremos olvidar y sin embargo se resisten a la total desaparición.

Por la forma en que está construida la secuencia del accidente, la directora parece advertir que estamos ante su film más opaco: los cuerpos se fragmentan más que nunca dentro del encuadre, se escapan del campo visual y es mucho más lo que se sugiere que lo que se afirma. El extrañamiento perceptivo de la protagonista comienza paulatinamente a viciar el plano acústico (sutiles zumbidos, ruidos que para ella retumban como estruendos), mientras la cámara la inspecciona en primerísimos primeros planos de su rostro o su nuca, muchas veces compitiendo con otra figura en el fondo (siluetas fuera de foco, como ominosos fantasmas). En una impresión inmediata puede resultar una propuesta más críptica que La ciénaga o La niña santa, pero tras una lectura decantada, en retrospectiva, La mujer sin cabeza se evidencia como una obra más abierta y universal que las anteriores, y esto es así porque el conflicto central -íntimo- del personaje tiene que ver directamente con la ética, con la pregunta por la responsabilidad frente a la vida de los otros.

El universo autoral de Martel es revisitado en el nuevo film: la familia y sus lazos confusos, los paisajes salteños, las pinceladas de humor absurdo, las costumbres (y las hipocresías) de la pequeña burguesía, la amenaza de tormentas, la pileta de natación como lugar de encuentro, la gracia de los diálogos con color regional. También se narra el vínculo de los protagonistas con los sirvientes, y en este punto es interesante detenerse: en La ciénaga una empleada doméstica tenía un rol destacado en la trama (la “China carnavalera”, como la llamaba Graciela Borges); en La niña santa los empleados del hotel recorrían los ambientes y solían interrumpir varias veces la acción; finalmente, en La mujer sin cabeza, los sirvientes (de origen indígena, todos ellos) son quienes completan el cuadro (¿el sentido?) cuando la protagonista se descubre desorientada.

La directora nos obliga a observar a los representantes de ambas clases conviviendo en el mismo espacio, la misma imagen, aunque los pobres se delatan borrosos, cada vez más desplazados. La película demuestra hasta qué punto esos otros son fundamentales: hacen funcionar la rutina de quienes los contratan, aunque éstos sólo les paguen con un café con leche… aunque decidan no verlos… aunque cotidianamente los atropellen hasta hacerlos desaparecer.

domingo, 17 de agosto de 2008

"Para qué sirve el arrepentimiento, si eso no borra nada de lo que ha pasado. El mejor arrepentimiento es sencillamente cambiar".

José Saramago

martes, 12 de agosto de 2008

La escafandra y la mariposa, de Julian Schnabel


Radiografías. Voces. Imágenes borrosas. Cegadores destellos de luz. “Sr. Bauby: mantenga los ojos abiertos”. 

Minutos después el médico explica el diagnóstico: “Usted ha sufrido lo que se llama un accidente cerebrovascular que ha dañado el tronco cerebral, que no funciona más. El tronco cerebral es un elemento esencial de nuestra computadora interna, que conecta el cerebro con la médula espinal. No voy a andar con rodeos: usted está paralizado de pies a cabeza. Ya ha visto que no puede hablar. No puede hablar. Usted sufre de lo que llamamos… el síndrome Locked-in. No sé si le servirá de consuelo, pero es un síndrome extremadamente atípico. No sabemos qué lo causa. Usted no fuma, bebe poco. Me temo que es un hecho inexplicable. En definitiva, aunque tiene una parálisis total, todo lo demás... funciona normal, de modo que hay esperanza”.

Quien escucha esta sentencia es Jean-Dominique Bauby, protagonista de este film basado en una historia real que tuvo lugar en Francia. En 1995, este padre de familia de apenas cuarenta años, que trabajaba como editor de la revista Elle, quedó totalmente inmovilizado en la cama de un hospital tras sufrir una inesperada descompensación. Lo único que podía mover era su ojo izquierdo, a través del cual logró comunicarse con el mundo. En ese ojo suplicante se funda la matriz visual de La escafandra y la mariposa (Le scaphandre et le papillon).

La teoría del cine denomina “cámara subjetiva” al recurso mediante el cual la cámara busca emular la mirada de un personaje: la imagen reproduce su punto de vista. Lo que nosotros vemos como espectadores es lo mismo que el personaje está observando en ese instante en el universo ficcional. Desde las primeras escenas, la película del norteamericano Julian Schnabel -que además de cineasta, es un reconocido artista plástico- nos compenetra con la conciencia del protagonista: sólo vemos y oímos lo que él percibe. También escuchamos lo que piensa y visualizamos lo que imagina y recuerda. Paisajes, flores, mujeres, risas, cielos, glaciares. El espacio se libera, pero la sensación física permanece. La impotencia hierve bajo la piel. Estamos atrapados en un cuerpo. Sonidos huidizos, rostros recortados, imágenes flotantes. Es una cárcel. No podemos movernos. No podemos gritar. 

Hasta que en un momento Bauby (interpretado por el enorme Mathieu Amalric) se reconoce en un reflejo, y desde entonces el relato se permite la exterioridad: con diversos flash-backs descubriremos su enérgica vida previa al accidente, y también lo veremos en la camilla y en su silla de ruedas, solo o acompañado por médicos, familiares o amigos. De todas formas, la alternancia con el registro objetivo no contribuye a aplacar la angustia: estamos ante una historia trágica narrada con el más franco realismo. 

No es una película perfecta. Quizás podrían haberse evitado las escenas oníricas jugadas en los pasillos del hospital, que poco aportan a la evolución dramática, así como ciertas líneas de diálogo de tono abiertamente aleccionador, pero no son más que detalles ínfimos frente a la intensidad desplegada por el film en su conjunto. Porque lo extraordinario de esta historia es que Bauby escribió un libro: con la ayuda de una asistente que le dictaba sistemáticamente un abecedario, Bauby logró dejar un testimonio. Cada vez que ella mencionaba la letra apropiada, él guiñaba el ojo. De a poco, con una paciencia ciclópea, se fueron tejiendo las palabras. Más tarde las oraciones. Y finalmente, el milagro.

O no. Tal vez no sea cuestión de milagros, ni de destinos, ni de fe (si bien el relato desliza reflexiones sobre estos temas y muchos más). Tal vez ni siquiera sea un asunto de vida o muerte. Lo que este film explora es algo casi imposible de graficar, palpar o identificar; algo que quizás se asemeje a eso que llaman espíritu.


La escafandra y la mariposa representa una experiencia estética devastadora y a la vez luminosa. La gesta de este hombre eriza el alma. Nos reduce a hormigas. No importa cuán inmersos estemos en la subjetividad del personaje: no somos él. La imagen solo intenta rozar ese inclasificable estado del ser, intuyéndolo apenas, noblemente. Padecemos su horror pero sabemos todo el tiempo que nosotros sí podemos hablar, podemos besar, podemos espantar una mosca si nos molesta. Es que no estamos desarrollados todavía como especie para comprender la inconmensurabilidad de la voluntad humana. El día que seamos conscientes de ese inaudito poder, la Historia será otra, decididamente.

sábado, 9 de agosto de 2008

"La vida es el arte de encontrar, aunque haya tantos desencuentros en esta vida".

Vinicius de Moraes

viernes, 8 de agosto de 2008

Un novio para mi mujer, de Juan Taratuto

La “Tana” (Valeria Bertucelli) es in-so-por-ta-ble. Una cotorra vaga, amargada, malhablada, quejosa, desubicada y fanfarrona (no seguimos con los calificativos para no abrumar). Su esposo, el “Tenso” (Adrián Suar), se quiere separar, pero como no tiene el coraje para dar el paso, decide contratar al “Cuervo” Flores (Gabriel Goity) para que la conquiste, esperando que ella entonces se distancie por motu propio. Este es más o menos el cuadro de situación de Un novio para mi mujer, película con la cual, según dijo por allí el mismo Suar, “el hombre se va a sentir identificado y la mujer, reivindicada”. Una misión imposible, a juzgar por los resultados.

En la primera parte del film no hay ni un solo rasgo que redima a la protagonista, ni uno solo. Es un personaje-brochazo, al igual que todos los demás personajes de esta historia. Hasta que un día, de golpe y porrazo, la “Tana” cambia y se vuelve adorable. Por lo tanto, el “Cuervo” se enamora y el “Tenso” se arrepiente y ya no quiere perderla, y entonces, en algún momento, en medio del caldo de fórmulas mustias, el interés amenaza con asomar. Pero no: la película nunca encuentra el timing preciso para las escenas que aspiran a ser graciosas, ni convence tampoco con la veta matrimonial seria, que se despliega hacia el final.

Si bien podía preverse que un producto con la impronta Suar tuviera una factura televisiva y una cómoda apelación al estereotipo, había ciertas expectativas depositadas en la dirección de Juan Taratuto, cuyos trabajos anteriores, No sos vos, soy yo y ¿Quién dice que es fácil?, resultaron ser dos películas entretenidas y decentes dentro del cine de concepción comercial. Pero la mano del realizador es prácticamente imperceptible frente a la tiranía del guión de Pablo Solarz (Historias Mínimas), tan poco elaborado que ni siquiera llega a delinear un solo personaje secundario que sea memorable (y esto es lo mínimo que se le puede pedir a este tipo de comedias). Lo único que merece destacarse es el esfuerzo de dos dignos actores de género: gracias a sus esporádicas chispas, Bertucelli y Goity aportan al menos un piso de profesionalismo a esta película escuálida y cansina.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Itinerario de una amistad

Buenos Aires, 18 de noviembre de 1928

Mi muy querido amigo Neruda:

Ahora, en el momento de ponerme a escribirle, pienso en nuestra amistad, hecha así tan a la distancia, y que tan estrechamente nos une. Pienso eso y tengo una emoción de ésas del comienzo de la vida, en que hay deslumbramiento, agradecimiento, no se sabe a quién ni a qué, y una alegría que, siendo de esta vida, la trasciende. Vivir es un oficio cruel y difícil -miserable a veces- es a menudo un ir de desengaño en endurecimiento, comprobando cómo nuestros deseos soslayaron la verdadera realidad y nos prometieron algo que no estaba en las personas ni en las cosas. Entonces, la literatura, la vida imaginada es un refugio, es cierto, pero de vez en cuando, en los momentos de vivir hacia fuera, quisiéramos hallar a nuestro lado a alguien, o, en último término, algo que podamos sentir de veras allegado a nosotros. Y allí es lo triste. Por eso ahora, pienso en usted, tan junto a mí, a través de la distancia, y me alegro íntimamente. No es cosa de agradecimiento: entre nosotros no debe haberlo; es cosa de alegrarnos, mi amigo, y de ayudarnos a vivir, en ese aspecto de la vida en que la fatiga -y la angustia a veces- nadie alcanza a ver...
Héctor Eandi

Fragmento de una carta enviada por el escritor argentino Héctor Eandi al gran poeta chileno. Es parte del hermoso libro titulado Itinerario de una amistad: Pablo Neruda – Héctor Eandi (Epistolario 1927 – 1943).
Publicado por Corregidor, con edición, presentación y notas de Edmundo Olivares.

lunes, 4 de agosto de 2008

La otra Bolena, de Justin Chadwick

Ana Bolena (Anne Boleyn en inglés) fue decapitada en 1536, acusada de adulterio, incesto y traición (injustamente, según la Historia). Fue la segunda esposa del rey Enrique VIII de Inglaterra y madre de la reina Isabel I. Para poder casarse con Ana, el rey debió solicitar la anulación del matrimonio con su primera mujer, la española Catalina de Aragón, hecho que para el país anglosajón significó el inicio de la ruptura con la Iglesia Católica. Ana Bolena es sin dudas una de las figuras más atrayentes y polémicas en la historia de Occidente, y este film dirigido por el británico Justin Chadwick hace foco en la relación que ella sostuvo con su hermana María, que también fue amante del monarca.

Ni Ana ni María en la vida real eran tan hermosas como lo son Natalie Portman y Scarlett Johansson, quienes respectivamente las interpretan en la película, y a juzgar por los retratos de la época, el voluminoso Enrique Tudor estaba muy lejos de la belleza de Eric Bana. Es decir: son dos actrices norteamericanas y un actor australiano los responsables de encender con glamour este film ambientado en la "rígida" Inglaterra del siglo XVI. De nada sirve aquí exigir lealtades ni exactitudes fácticas: La otra Bolena (The other Boleyn girl) no aspira a la veracidad histórica, sino a una explícita recreación artística de un período particularmente apasionante, en donde las arbitrarias manipulaciones privadas distaban mucho del rigor que la Ley simulaba imponer hacia el exterior.


Lo que en principio se presenta como otro solemne exponente del cine de qualité se convierte paulatinamente en un modesto y disfrutable juego de intrigas cortesanas. El tiempo vuela en la película. Dicen que Enrique VIII pasó trece años persiguiendo a Ana, cuando en el relato toda la acción parece transcurrir en apenas unos pocos meses. Basado en una novela de Philippa Gregory, el guionista Peter Morgan (también autor de El último rey de Escocia y La reina) prefirió restringir los detalles del contexto político-religioso para concentrarse en los encuadres íntimos: esos pasillos eternos y esas lóbregas recámaras en donde todo deseo sexual puede ser fraguado por la más impúdica ambición familiar.

Es perturbador observar cómo los destinos de las hermanas son barajados y negociados en los profusos conciliábulos que mantienen su padre, Sir Thomas Boleyn (Mark Rylance), y su tío Thomas Howard, el duque de Norfolk (David Morrissey). Y es aún más angustiante asistir a las tensas y muy bien montadas escenas que muestran a Catalina (Ana Torrent), María y Ana pariendo a los herederos del rey, rogando al cielo por que sean varones y no niñas. Todo era (¿es?) una cuestión de género.

La otra Bolena es una película placentera, aunque menor y probablemente olvidable. Tal vez Ana no haya sido tan especuladora y mezquina como sugiere el film, ni María tan dulce e ingenua, pero lo que parece cierto es que ambas, más allá de las presiones y las normas del momento, intentaron defender un espacio de libertad. Nadie imaginaba entonces que pronto sería otra mujer quien durante 44 años tomaría las riendas de esta excitada Inglaterra.

domingo, 3 de agosto de 2008

Lo que esperamos


Tardará, tardará.

Ya sé que todavía
los émbolos,
la usura,
el sudor,
las bobinas
seguirán produciendo,
al por mayor,
en serie,
iniquidad,
ayuno,
rencor,
desesperanza;
para que las lombrices con huecos portasenos,
las vacas de embajada,
los viejos paquidermos de esfínteres crinudos,
se sacien de adulterios,
de hastío,
de diamantes,
de caviar,
de remedios.

Ya sé que todavía pasarán muchos años
para que estos crustáceos
del asfalto y la mugre
se limpien la cabeza,
se alejen de la envidia,
no idolatren la saña,
no adoren la impostura,
y abandonen su costra
de opresión,
de ceguera,
de mezquindad,
de bosta.

Pero, quizás, un día,
antes de que la tierra se canse de atraernos
y brindarnos su seno,
el cerebro les sirva para sentirse humanos,
ser hombres,
ser mujeres,
-no cajas de caudales,
ni perchas desoladas-,
someter a las ruedas,
impedir que nos maten,
comprobar que la vida se arranca y despedaza
los chalecos de fuerza de todos los sistemas;
y descubrir, de nuevo, que todas las riquezas
se encuentran en nosotros y no bajo la tierra.

Y entonces...
¡Ah!, ese día
abriremos los brazos
sin temer que el instinto nos muerda los garrones,
ni recelar de todo,
hasta de nuestra sombra;
y seremos capaces de acercarnos al pasto,
a la noche,
a los ríos,
sin rubor,
mansamente,
con las pupilas claras,
con las manos tranquilas;
y usaremos palabras sustanciosas,
auténticas;
no como esos vocablos erizados de inquina
que babean las hienas al instarnos al odio,
ni aquellos que se asfixian
en estrofas de almíbar
y fustigada clara de huevo corrompido;
sino palabras simples,
de arroyo,
de raíces,
que en vez de separarnos
nos acerquen un poco;
o mejor todavía
guardaremos silencio
para tomar el pulso a todo lo que existe
y vivir el milagro de cuanto nos rodea,
mientras alguien nos diga,
con una voz de roble,
lo que desde hace siglos
esperamos en vano.

Oliverio Girondo

viernes, 1 de agosto de 2008


"Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos".


Albert Einstein