El cineasta brasileño Fernando Meirelles (Ciudad de Dios, El jardinero fiel) trasladó a la pantalla grande la novela “Ensayo sobre la ceguera”, publicada en 1995 por el escritor portugués José Saramago. La producción de Blindness fue financiada con capitales de Canadá, Brasil, Japón, Estados Unidos y Uruguay.Todo transcurre en una ciudad moderna, cosmopolita y abstracta (no se brindan datos sobre la ubicación en un espacio-tiempo concreto). Un día un hombre pierde la vista mientras está manejando su auto. No entiende por qué, pero de repente, lo que lo rodea se convierte en un blanco brillante y perturbador. Luego a otro hombre le ocurre lo mismo, y luego a una mujer, y luego a un niño y así, en un instantáneo efecto dominó, todas las personas se van quedando ciegas. Casi todas, en verdad, porque hay una mujer que no es afectada (Julianne Moore), que casualmente es la esposa de un oftalmólogo (Mark Ruffalo) que sí padece el mal. El personaje de Moore es quien aporta los ojos para que el espectador se identifique: a través ella accedemos al horror.
El film elude cualquier explicación sobre las causas de la pandemia: la enfermedad simplemente aparece, el caos se desata y los sujetos deben ajustarse a las nuevas condiciones de existencia. Es el mismo formato narrativo que emplea M. Night Shyamalan en El fin de los tiempos, e incluso Luis Buñuel en la emblemática El ángel exterminador: el suceso extraño llega sin aviso, y de esa misma manera, se va. Tómelo o déjelo. Una vez descartada la lógica realista, el espectador queda amarrado al desconcierto y desde allí debe otorgar un sentido al loco desfile de hechos que está presenciando.
Y sucede que Ceguera es una verdadera hecatombe. Una película densa, confusa, planificada sobre una escalada de sordidez, y totalmente embarcada en el vértigo visual que Meirelles ya había aplicado en su exitosa (y muy sobrevalorada) Ciudad de Dios. El montaje pirotécnico de cortes, parpadeos y reencuadres se combina en Blindness con un trabajo de fotografía (a cargo de César Charlone) que tamiza las imágenes con una blancura fuera de lo común, agresiva, que pretende sumergir al espectador en ese desesperante “mar de leche” en el que están atrapados todos los personajes.
De la luz del día a la penumbra de los interiores, de la cámara subjetiva al registro objetivo, de una situación violenta a otra aún más macabra, Ceguera propone una experiencia tortuosa, en donde el ojo de quien observa parece ser continuamente puesto a prueba en sus niveles de estabilidad y tolerancia ante lo que ve. Pero el ojo se cansa muy pronto, porque lo que falla en este relato, desde el principio, es la estructura alegórica.Es sabido y aceptado que el ser humano no ve muchas cosas porque las niega, porque aprendió a solaparlas, sin necesidad de estar enfermo. No es necesario recurrir a lo fantástico ni a la especulación prospectiva para comprenderlo. Lo que plantea esta historia es que si algún día las personas se quedaran ciegas literalmente, el egoísmo las llevaría a un infierno en donde todo se rebajaría a una lucha salvaje por la supervivencia. La conclusión es respetable, pero demasiado simplificadora, vaga y apolítica. El film se estanca en un marasmo impresionista y no consigue crear un sistema simbólico interesante que pueda relacionar el orden de las imágenes con el orden de las ideas (esto es lo que define a la alegoría como creación artística). Con una base dramática muy débil, la película termina siendo tan tremendista en su puesta en escena como elemental en su análisis social.
No busquen emociones sinceras en esta superproducción internacional, porque la película apenas logra proveer algunos esporádicos espasmos sádicos, ni mucho menos esperen una mirada comprometida con el mundo, porque por ahora el cine de Meirelles solo alcanza a regodearse en el más puro efectismo.







Ahora sí me quedé solo. El aire a mi alrededor se aligeró. Me costaba trabajo trabajo aceptar la soledad. Me costaba aprender a autoabastecerme. Yo seguía creyendo que era imposible. O que era inhumano. "El hombre es un ser social", me habían repetido muchas veces. Eso, más el calor del trópico, la sangre latina, mi mestizaje fabuloso, todo conspiraba alrededor, como una red, incapacitándome para la soledad. Ese era mi problema, y mi reto: aprender a vivir y a disfrutar dentro de mí. Y el asunto no es sencillo: los hindúes, los chinos, los japoneses, todos los que tienen culturas milenarias, han dedicado buena parte de su tiempo a desarrollar filosofías y técnicas de vida interior. Así y todo, cada año se suicidan en el mundo unos cuantos miles, aplastados por su propia soledad. Y no es que uno elija estar solo. Es que, poco a poco, uno se queda solo. Y no hay remedio. Hay que resistir. Llegas a esa inmensa llanura desértica y no sabes qué coño hacer. Muchas veces crees que lo mejor es huir. A otro país, a otra ciudad, a otro sitio. Pero sigues atrapado. Otras veces crees que lo mejor es no pensar mucho en ti y en tu cabrona soledad, que ese agudiza cuando te quedas aislado y en silencio. Bueno, pues hay que ponerse en acción. Y sales por ahí. A buscar un amigo, o una mujer que te dé un poco de sexo. No sé. Alguien, para no estar solo, porque ya sabes que cuando estás así el ron y la mariguana te deprimen más aún. Un poco de sexo tal vez. Y si no, por lo menos un amigo.






