jueves, 19 de noviembre de 2020

VILAS: Serás lo que debas ser o no serás nada


Me gustó mucho el documental de Netflix sobre Guillermo Vilas. Lo recomiendo.

El hilo que organiza el relato es la investigación que hizo el periodista Eduardo Puppo para probar que Vilas debió haber sido reconocido en el primer puesto del ranking ATP en los años ‘70. Todo esto está muy bien explicado pero no creo que la cuestión “estadística” sea lo más estimulante de la película. Tampoco suman demasiado -más allá de la presencia vistosa- ciertos testimonios de tenistas consagrados que suenan a compromiso improvisado. El director del documental, Matías Gueilburt, dice que hicieron todo lo posible por incluir una entrevista con Jimmy Connors pero no se logró (no estaba interesado, claramente). Yo jamás noté esa ausencia mirando la película, porque lo mejor está en otro lado y no en aquello que se pretende forzar. No sigan leyendo si aún no la vieron, y no es que debamos evitar spoilers porque acá no hay giros de la trama a preservar. Más bien se trata de un documental lleno de pequeños tesoros a descubrir, sobre todo para quienes no lo vimos jugar a Vilas e ignorábamos muchos detalles de la evolución de su carrera. 

Descubrir, por ejemplo, la hermosa relación que lo unió al tenista sueco Björn Borg, narrada con anécdotas e impecables fotografías. Quizás las fotos recopiladas sean el punto más alto del documental: hay muchas que son bellísimas y fluyen con la cadencia justa gracias a la elegancia del montaje. 

Otro momento de gran intensidad es aquel en el que Vilas cuenta lo mucho que sufría su padre al ver a su hijo atado a una vida de extremo sacrificio y competencia. Una vida que un padre no consigue comprender, aun cuando el hijo alza frente a sus ojos uno de sus tantos trofeos. 

Vilas conservó muchos cuadernos que escribió a modo de diarios íntimos y registros sobre tácticas deportivas. Alguna frase suya que leemos al pasar, al principio del relato, no parece dejar dudas sobre el narcisismo del tenista. Pero cuando la película avanza vamos perdiendo cualquier impulso a rotular una subjetividad tan compleja y extraordinaria con diagnósticos elementales. Lejos de sentirlo arrogante, comprobar que este hombre se hablaba a sí mismo en sus diarios me hizo pensar en Pizarnik, que se ahogaba y se rescataba en sus propias poesías, nombrándose. Tal vez Guillermo, al igual que Alejandra, no hacía otra cosa que combatir una soledad tamaño galaxia.  

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Aleteos


"De nada sirve aletear si estamos pegadas 
al matamoscas de la vida".

Sweet Charity
(Dirigida por Bob Fosse)

martes, 17 de noviembre de 2020

lunes, 9 de noviembre de 2020

Mostrar que el mundo cambia


Por Jean-Louis Comolli *

Es difícil nombrar las cosas que están oscuras, que no podemos ver. Cuando me miro a un espejo no veo todo, hay cosas que están ocultas incluso para mí. Lo que me interesa mucho es el proceso de producción de las imágenes. Mostrar que las cosas se construyen, se modifican, que hay cambios y eso para mí es una obsesión, diría que teológica. Pienso que el cine está allí para mostrarnos que el mundo se crea todos los días, que no se creó de una vez y para siempre. La misión política del cine es mostrar que todo cambia y esto se opone al punto de vista religioso, donde el mundo ya está dado por Dios y el hombre no puede hacer nada. Ahora si el mundo se transformó en espectáculo, la pregunta central para el cine es ¿qué es lo que queda de lo real? Filosóficamente y cinematográficamente yo creo que lo real existe, pero que no lo conocemos. Lo real es lo que se nos escapa, lo que no puedo nombrar o calcular. La existencia de lo real es vital para nosotros, si no, nuestras vidas serían como el teatro de Shakespeare y viviríamos manejados como marionetas. Allí es donde interviene el cine al ser la confrontación del cuerpo humano y la máquina que filma. El cuerpo es una mezcla de lo conciente y lo inconsciente. La máquina producida por el hombre condensa toda la historia de la óptica, la mecánica y del sueño humano de fabricar imágenes. El encuentro entre el cuerpo y la máquina pone en contacto zonas de pensamiento y zonas de lo no pensado, y entre esas zonas se produce algo de lo real.

* En una entrevista publicada por la revista Ñ (18/10/10).
      
La imagen pertenece a la película Un tiro en la noche (The man who shot Liberty Valance), de John Ford.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Rompecabezas, de Natalia Smirnoff

“En el arte, no se trata exactamente de saber lo que las cosas son sino, más bien, de sostenerse ante el hecho prodigioso de que sean…” 

Santiago Kovadloff

Mucho se habló de la primera secuencia de esta película, quizás porque tiene una elocuencia concisa que bien podría hacerla funcionar como un cortometraje autónomo. Vemos a una mujer que está cocinando, apresada por una cámara tan cercana que termina fusionándose con su rostro, sus manos, el delantal, los bollos recién amasados, el pollo esmerilado. Cuesta un poco calibrar los ojos frente a esos primerísimos primeros planos, porque la imagen se va de foco, o porque es la mujer la que se va de la imagen, muy concentrada ella en su labor, acostumbrada a que nadie se digne a observarla en esos momentos. Hasta que llega el cine para recordarnos que, tal vez, aún no hemos aprendido a mirar. (“Tengo un catalejo, con él la luna se ve, Marte se ve, hasta Plutón se ve, pero el meñique del pie no se me ve”, cantan los cubanos del grupo Buena Fe).

Porque nadie presta atención al mundanal hábito, aun cuando el hábito engendra continuas obras de arte efímero, que van del horno a la bandeja para extinguirse al instante en la boca de algún lobo. Y no, no es el esnobismo de la nouvelle cuisine y sus insípidas pocas nueces, porque la mujer sabe que los suyos todavía adoran lo clásico, o sea, los platos generosos y sabrosos. Y lo que en los segundos iniciales parece ser una cena de todos los días para la familia, enseguida se revela como un gran festejo con amigos y parientes, en donde ella renueva sin cesar el reparto de pizzas y empanadas, y su hijo le grita que se acabó el salame, y su suegra le dice que esta vez la carne mechada sí le salió rica.

Alguien por ahí la llama Carmen o María del Carmen, mientras ella sigue con los malabares, de la cocina al comedor y viceversa. La vemos sacar una pizza del horno mientras con la otra mano escribe un Feliz Cumple de dulce de leche sobre una torta. Jamás pierde el cronómetro en sus tareas, pero es la cámara la que muestra cómo ella se pierde entre los otros, confundida con los otros, como si los contornos de su ser no pudieran separarse de la mesada, la harina o la escoba que barre los trozos de un plato roto. Ella y los otros son un todo, una unidad a partir de un rol social. Hasta que un día, jugando, descubre lo que siempre supo: que un todo se forma a partir de pequeñísimas piezas.

De cómo perderse con los años y volver a encontrarse sin dejar de ser esencialmente el mismo todo, el mismo ser. Eso es lo que la directora Natalia Smirnoff quería contar en Rompecabezas. Que no es, y esto hay que remarcarlo, la historia de una victimización. Porque a María del Carmen (una esquiva y a la vez terrenal María Onetto) no le interesa dejar de ser madre y esposa. Ahora es, simplemente, un poco menos anónima para el mundo (su mundo, el que ella sola se armó, y eso es lo que importa). Ahora ella es una parte fundamental de su propio paisaje. Y el próximo año volverá a dedicarle un día entero a la cocina para invitar a todos y celebrar el mejor de los cumpleaños. Que no será el de su hijo o el de su marido, como el montaje pícaro de la primera escena nos quiso hacer creer. Será ella quien sople las 51 velitas. Y los cumplirá feliz.

 
Esta película se encuentra disponible en "Odeón", plataforma argentina de contenidos audiovisuales online, de acceso gratuito.

martes, 3 de noviembre de 2020

Trabajo orgánico


Cada tanto, aunque sea una vez cada tanto,
es inevitable volver a los puentes…

Una idea de David Lynch: “Cuando ves un edificio avejentado o un puente oxidado, estás presenciando el trabajo conjunto del hombre y la naturaleza. Si pintas el edificio, pierde toda magia. Pero si le permitimos envejecer, la naturaleza se suma al trabajo de construcción del hombre: el resultado es orgánico. Sin embargo, con frecuencia la gente ni siquiera se plantea permitir algo así, sólo se les ocurre a los escenógrafos.” (1)

Leyendo la biografía de Clint Eastwood escrita por Patrick McGilligan, descubrí que fue Bruce Beresford el realizador contratado en primer lugar para dirigir Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County). Eastwood ya estaba elegido como actor protagonista, pero no logró congeniar con el director de Conduciendo a Miss Daisy. Beresford al poco tiempo se alejó del proyecto, a pesar de que ya había avanzado en la selección de locaciones. Eastwood tomó la posta. Por suerte.




Así lo cuenta McGilligan: “Clint desechó la idea de construir un nuevo puente de Roseman (el principal puente cubierto del relato), con lo que se ahorraría un millón y medio de dólares del presupuesto previsto. Los departamentos artísticos del estudio se encargarían de que el verdadero puente de Roseman, que, debido a una reciente restauración, a Beresford le pareció demasiado bonito, tuviera un aspecto envejecido, y después de la filmación lo devolverían a su estado original.” (2)


1 - David Lynch, Atrapa el pez dorado. (Ed. Mondadori)
2 - Patrick McGilligan, Clint Eastwood. (Ed. Lumen)

lunes, 2 de noviembre de 2020

Perfecta síntesis


"Te miro y sólo pienso en cómo puedo ayudarte a ser lo que deseas 
desde hoy y hasta el día en que mueras".

David Fisher (Michael C. Hall) en Six Feet Under