martes, 15 de febrero de 2011

El cisne negro, de Darren Aronofsky


“¿Pero qué otra cosa es el hombre sino la encarnación de una disonancia? Pero esta disonancia exige, para hacer posible la vida, una ilusión magnífica que extienda un velo de belleza sobre el padecimiento. Tal sería el propósito de Apolo.” (1)

Elena Oliveras 

(Atención: se revelan detalles del argumento)

A Nina Sayers (Natalie Portman) la vemos sufrir desde que la película comienza, cuando sueña que el villano de "El lago de los cisnes", el hechicero Rothbart  (¿avatar de su madre?) la convierte en ave para hacerla prisionera. Nina está nerviosa. Tiene que conseguir el papel más anhelado por cualquier bailarina, y si lo pierde ahora, es muy probable que no tenga otras oportunidades. Nina no es tan joven. Casi ninguna mujer puede serlo en este mundo en donde tener más de 25 años es sinónimo de oprobio. La muchacha sale a la calle y el peso de toda una vida cae sobre sus hombros. Una fractura. Y una cámara que respira el horror fundamental porque se sitúa justo ahí, en el quiebre del ser, en la grieta que divide la razón del instinto. Es “la percepción de la sombra”, como diría Carl G. Jung. Es el Mr. Hyde que todos llevamos adentro y que en algún momento golpea reclamando su lugar en la identidad.

En El cisne negro (Black Swan) los espejos nos asustan como si fuera la primera vez. Nina desespera al verse a sí misma duplicada y a la vez partida. Los otros funcionan como potenciales dobles. Porque ella está en el límite. Aún le queda un margen para liberarse y disfrutar de su talento como lo hace la luminosa Lily (Mila Kunis), pero en lo concreto sabe que muy pronto le tocará ser desplazada como Beth (Winona Ryder), para caer finalmente en la peor pesadilla: ser una réplica de su resentida madre (Barbara Hershey). Los dobles se multiplican al infinito en esos siniestros autorretratos que la madre pinta y expone con el absurdo afán de detener el tiempo, por eso no es casual que la actriz elegida para este rol ostente un rostro tergiversado por las cirugías plásticas. En este aspecto El cisne negro excede el ámbito del ballet para referirse a las exigencias de belleza que enfrenta toda mujer en la sociedad de la imagen. Pero aunque ese resquicio de actualidad sea lo más interesante del film, el guión no profundiza demasiado en él y se conforma con los efectos epidérmicos dictados por el género. En el tironeo entre el personaje y sus sombras hay verdaderas ráfagas de terror, una erupción psíquica y física que nos envuelve para hacernos creer y padecer como real incluso aquello que sólo es alucinado (esto se nota sobre todo en dos momentos clave: la escena de sexo y el asesinato en el camarín), sensación lograda por una fotografía más bien opaca que evita desviarse del naturalismo para engañarnos mejor, si bien vale aclarar que los hechizos duran sólo unos segundos: el montaje luego se ocupa de separar puntillosamente la realidad de lo imaginado (volveremos sobre esto). 

Darren Aronosfky vuelve a centrarse en una psicología perturbada al extremo para abordar desde allí dos temas predilectos: la obsesión y el cuerpo. En El cisne negro el estilo ansioso del director fluye de manera mucho más acompasada que en sus primeras películas, y aunque no busca el realismo descarnado de El luchador (su mejor trabajo hasta hoy), tampoco retoma los ademanes exhibicionistas que en films como Pi y Réquiem para un sueño se hacían agotadores. Sin embargo, más allá de ser una película entretenida con una actriz fascinante capaz de conmovernos, hay algo en El cisne negro que no termina de despegar.

Por empezar, el personaje del coreógrafo (Vincent Cassel) resulta demasiado plano y mucho menos seductor de lo que el conflicto requiere, principalmente porque está colocado sólo para explicar una y otra vez la metáfora del cisne, una explicitación que anula enseguida la participación interpretativa del espectador. Por otro lado, llama la atención que todo luzca subrayado al punto de la obviedad: la habitación rosada llena de peluches, la cajita de música con la bailarina, el celular que tiene a Tchaikovsky de ringtone, en donde se lee MOM con letras enormes cada vez que llama la madre. Este “amor a lo no natural”, este “regodeo en la superficie”, es propio del estilo camp, según postula Susan Sontag. Esta fue la lectura que propusieron algunos críticos, es decir, tomar El cisne negro como un mero juego de texturas a expensas del contenido, una idea que tienta un poco más cuando admitimos que esta historia de represión sexual suena un poco anacrónica para el siglo XXI. “El tiempo libera a la obra de arte del contexto moral, entregándola a la sensibilidad camp”, dice Sontag. “Es por ello que tantos objetos apreciados por el gusto camp están pasados de moda, fuera de época, demodé”. (2) Sin embargo, cuesta rastrear una actitud abiertamente lúdica en un film con tantas zonas oscuras, abrasivas, y para ello basta recordar a esa madre perversa y casi incestuosa que hizo un infierno de su hija. Sontag diría que este cisne no tiene la suficiente extravagancia, y creo que aquí radica el problema central: la película, como propuesta estética, no consigue congraciarse con su lado salvaje.

“En el hombre, el ser animal (que vive en él como su psique instintiva) puede convertirse en peligroso si no se lo reconoce y se lo integra a la vida”, explica Jung, para quien la solución sería asumir ese instinto para tratar de incorporarlo a la conciencia, una tarea que le corresponde al ego. (3) Nina no lo logra, porque no acepta sus pulsiones. Al no concretar el contacto sexual, la bestia explota a nivel imaginario y acaba devorando al personaje. Todo esto está muy bien para un informe psicoanalítico, pero aquí estamos hablando de cine. Y para proteger a Nina como ser humano, para darle un diagnóstico compasivo, el film elige encerrar la fantasía bajo mil candados. Cada cosa en su lugar. Orden y tranquilidad. Que prime el principio de realidad. Adiós al éxtasis. (Sontag dice que ciertas obras que pretenden ser camp,  fracasan porque les falta una cuota de pasión, por eso se quedan en “lo decorativo, lo acomodaticio, en lo chic”. Y aunque Black Swan no tenga ese objetivo, creo que se la puede pensar como cine chic).

Lynch y Cronenberg son dos sombras ineludibles en toda esta experiencia. No podemos ni debemos pedirle a Aronofsky que se aproxime a ellos, y es válido que se abstenga de imitarlos, pero son dos sombras pesadas que ayudan a intuir por qué El cisne negro no vuela más alto: porque le teme a lo extraordinario, al delirio, a la desolación del laberinto, a la yuxtaposición indiscernible de registros. Aronofsky se atasca en la lucha ancestral entre los dos instintos estéticos primordiales, una contradicción que no por irresuelta deja de ser atractiva. El cisne negro le pide al personaje que abandone su jaula, que sea menos rígida, menos perfecta, más genuina, pero al final es la misma película la que no puede llevar hasta las últimas consecuencias la tan ponderada voluntad dionisíaca.


Referencias:
  1. Elena Oliveras. Estética. La cuestión del arte. (Ed. Ariel)
  2. Carl G. Jung. El hombre y sus símbolos. (Ed. Caralt)
  3. Susan Sontag. "Notas sobre lo camp", en Contra la interpretación. (Ed. Alfaguara).

4 comentarios:

alby dijo...

Muy buena crítica. Enhorabuena.
:)

mge dijo...

No podría estar más de acuerdo. Me gusta Aronofsky pero a veces sus guiones lo atan y es muy difícil "delirar con la imagen" y al mismo tiempo entregar la película digerida.

Black Swan funciona por momentos y tiene escenas destinadas a perdurar, pero el exceso requiere de cierta medida (es medio paradójico, me cuesta expresarlo de otro modo... hay que saber excederse) y Darren todavía no encontró la receta.

Aunque bueno, también es cierto que la práctica hace al maestro. Ojalá nos sorprenda otra The Wrestler en el futuro.

Andrés dijo...

Re banco esta película, aunque está lejos de ser una gran obra. Coincido en que hay cuestiones que la película sobrevuela y daban para más, como la cuestión del cuerpo. Pero la banco porque es camp en el sentido más puro del concepto. Camp por involuntario y absolutamente serio, de una seriedad que fracasa, como escribió Susan Sontag. Los absurdos melodramáticos (que además, vuelvo a coincidir, son anacrónicos) son tomados tan en serio que deleitan por auténticos. "Es tan fea que pega la vuelta", se dice en un momento de El hombre de al lado, y yo creo que hay algo de eso. Claramente, la más delirante de las nominadas al Oscar, y también una de las más interesantes.

Un abrazo

Caro dijo...

Hola, muchachos,

Gracias por pasar. Estoy de acuerdo en que el difícil dar con el punto justo del exceso. Supongo que nosotros sólo podemos experimentarlo como una "falta", un lugar al que nos hubiera gustado desde nuestro propio éxtasis, pero que se pinchó en pleno ascenso.

Después de ese gran momento en donde Nina baila como cisne negro, con esos ojos amarillos y sus grandes alas (sí, esas alas son fantasía, pero aún así fascinante y aterrador), es muy anticlimático volver al camarín, comprobar que Lily vive y "está todo bien", etc. Diría que es un recurso tranquilizador, por no decir conservador.

Igualmente creo que Aronofsky es un tipo que tiene muchas cosas para ofrecer.

Un abrazo.