lunes, 26 de abril de 2010

Bergman, Dios, Perón

No sé cómo lo logra. Cómo hace para conjugar todo (historia, fútbol, cine, música, fantasía, mitología, crítica y autocrítica) sin perder nunca la fluidez ni la naturalidad. Cómo se las ingenia para subir las escaleras de lo metafísico sin abandonar la tierra, con todos sus manchones de barro y de sangre. La venganza y la esperanza. La necesidad de la pasión política. Y sus terribles costos. José Pablo Feinmann escribe muy bien y Timote es una notable novela. Como se sabe, los protagonistas principales son el general Pedro Aramburu y los militantes montoneros Fernando Abal Medina, Norma Arrostito, Mario Firmenich y Carlos Ramus. También están, a su manera, Perón, Evita y el pueblo argentino. Pero lo que sorprende es que el gran personaje en esta historia, el que uno no esperaba, es el mismísimo Dios. Resulta fascinante observar todas las contorsiones que hace Dios para calzar en la ideología de cada sujeto, o su oportunismo para salir sano y salvo de cada instante de duda. En el fragmento que sigue, el autor narra el momento en el que Fernando Abal Medina se vuelve fanático del cine. 

Por José Pablo Feinmann *

“Fernando puede reír. Puede ser alegre. Y tiene otros ardores, no sólo la política. Se pierde por el cine. En el Nacional Buenos Aires conoce a Juan Villmot, que es su profesor de francés. Hablan de cine, del europeo sobre todo. Fernando activa en el Centro de Estudiantes y desde ahí empieza a manejar el Microcine del Colegio. Villemot le larga un nombre: Bergman. Fernando se propone organizar un ciclo. Empieza a ver películas. La primera, Un verano con Mónica. ¿Qué año será? Pongamos que es 1962. Harriet Andersson le vuela la cabeza. Qué mujer, qué hermoso cuerpo, qué osada es ella, qué libre, con qué desenfado, con qué fogosa desvergüenza exhibe su desnudez. Ve, también, El séptimo sello. Descubre la Edad Media. Lo estremece esa intolerable cercanía con lo divino. ¿Cómo es posible estar frente a Dios, sintiéndose mirado por Él durante siglos? Fernando no quiere vivir bajo el peso de la mirada de Dios. No quiere que Dios juzgue sus actos, los acepte o los condene. No quiere sobre sí ese agobio. Y no cree que Dios deba tomarse ese trabajo ni que él lo merezca. La Muerte. Conoce el eterno lamento de los hombres, ¿por qué morimos, por qué perdemos a nuestros seres queridos? ¿Por qué Dios no nos defiende de la Muerte, por qué nos deja en sus manos, por qué nos abandona a su poder, por qué nos trazó un destino con un final tan amargo, tan temible, sólo nuestro, tan solitario? Desdeña a esos católicos quejumbrosos, cobardes. Mal podría reprocharle a Dios la existencia de la Muerte alguien que –como él- no piensa en ella porque, sencillamente, no teme morir. Agrega Sonrisas de una noche de verano. También Noche de circo. Y la que termina por ser su predilecta: El silencio. Es un milagro conseguirla. Acaba de estrenarse y es un escándalo en Buenos Aires. La prohíben para menores de 22 años. Fernando tiene 15. Pero Villemot habla con un cinéfilo amigo. Algo traman juntos y se apropian de una copia. Así, clandestinamente, la ve Fernando. Si bien el film lo atrapa, lo fascina, si bien su admiración por Bergman crece aún más, él no cree en el silencio de Dios. Dios nos escucha, sólo hay que saber hablarle, abrirle sinceramente nuestro corazón cristiano. Pero no puede escucharnos siempre. Hay que concederle su derecho divino de estar abstraído, inmerso en sí mismo, abismado en la grandeza de su propia Creación. ¿Por qué esa altanería, la de pretender que nos escuche o nos hable? Su tiempo –que no es el nuestro porque es el de lo infinito y, a nosotros, seres ínfimos, perecederos, la mera idea de lo infinito nos está vedada, nos atemoriza- vale demasiado, ¿por qué ambicionar que nos lo dedique? Es cierto que el mundo está plagado de injusticias. Mas, ¿por qué atribuírselas a Él? ¿Por qué esperar que Él entregue una solución por nosotros? Dios nos dio la libertad. Para el Bien. Para el Mal. Hay que elegir. El auténtico católico cree en la oración. Nunca, en la oración, Fernando se sintió solo. A él, a Dios, a veces, lo aturde. Fernando no es un sueco. No vive en un país helado. Vive en el continente de la Revolución Cubana y es un católico fervoroso. No, Ingmar Bergman, Dios no es una ausencia.”

 
* Fragmento del capítulo 5 de la novela Timote. Secuestro y muerte del general Aramburu. (Editorial Planeta).

1 comentario:

Andrés dijo...

No leí el libro de Feinmann, pero se me ocurre que debe ser interesante enfrentarlo con "Secuestro y muerte", la película de Filipelli, que trata el mismo tema y tiene detrás la mirada de Beatriz Sarlo. Pero, bueno, tampoco vi la película, así que por ahora me la pierdo.

Saludos