lunes, 8 de diciembre de 2008

Rojo como el cielo, de Cristiano Bortone

Corren los años ’70. La primera imagen muestra a un grupo de niños jugando en un paisaje inconfundible: la Toscana italiana. Entre ellos está Mirco (un luminoso Luca Capriotti), un chico de diez años que vive junto a sus padres, en condiciones humildes, cerca de la ciudad de Pisa. Un día, un accidente hogareño cambia para siempre la vida de Mirco: ha quedado prácticamente ciego y deberá dejar a su familia para instalarse en una escuela para niños en su misma situación.

Aunque la premisa reúna muchos elementos infaltables en cualquier melodrama lacrimógeno en la línea “menores combatiendo el cruel destino”, Rojo como el cielo (Rosso come il cielo) no se ampara en la conmiseración ni en el patetismo para contar la tragedia del personaje. El director Cristiano Bortone sabe que no es necesario espesar la atmósfera cuando el espectador es conciente todo el tiempo de que se trata de una historia tristísima. Desde ese ángulo, entonces, el relato se concentra en la subjetividad del protagonista y su adaptación a la nueva realidad.

Mirco encuentra un día una vieja grabadora y con ella empieza a registrar sonidos del entorno. Investiga, experimenta, corta y pega fragmentos de cinta, se obsesiona con todo lo que escucha, y así descubre que con el oído, la técnica y la imaginación también se puede crear. El relato cuenta todo esto con sencillez y ternura, logrando sus mejores momentos al capturar las alegrías y pequeñas rebeldías perpetradas por Mirco, su “amigovia” Francesca (Francesca Maturanza) y los compañeros del colegio. Entre las travesuras hay una escapada de los chicos al cine del barrio para ver una comedia. No importa cuántas películas hayan mostrado la felicidad de los niños frente a una pantalla: esa escena de Rojo como el cielo conmueve como si fuera la primera vez.


Pero llega un momento en donde uno se pregunta por qué los realizadores no llevaron su idea al extremo: el film podría haber aprovechado el abanico de variables dramáticas que suponía privilegiar lo acústico sobre lo visual. Por ejemplo, en una secuencia clave se escucha la curiosa sinfonía de sonidos que el protagonista consiguió grabar. ¿Por qué no dejarla fluir en su pureza? ¿Por qué aplastarla con los previsibles violines de la música incidental?

De esta manera el guión delata su desconfianza, por no decir que está diseñado para que los resortes de la recepción no desacomoden los carriles tradicionales. Atascada en una hechura clásica y comercial, la película pierde efecto cuando abandona la bella anarquía de los chicos y se detiene en los diálogos -demasiado explicativos- entre el retrógrado director de la escuela y un maestro protector que intenta fomentar el talento de los alumnos. De modo lateral, el film también muestra las manifestaciones políticas que poblaron la Italia de los ’70, y para ello incluye al personaje de un joven militante ciego que parece simpático aunque no alcanza ningún desarrollo en la trama.

La historia está inspirada en la figura de Mirco Mencacci, quien actualmente trabaja como editor de sonido en la industria del cine italiano. No hay tono heroico en el relato, ni se cae tampoco en los facilismos de la "lección de vida"; éste es otro punto a favor de Bortone. Por eso, aun con los reparos ya señalados, Rojo como el cielo es una película amena a la que vale acercarse.

1 comentario:

graciela dijo...

Una película extraordinaria, por sus contenidos, sus actores y la bella solidez y sobriedad con que está filmada.