sábado, 11 de octubre de 2008

Appaloosa (Entre la vida y la muerte), de Ed Harris

Nostalgia. Certeza de un cine que se fue para no volver jamás. Un cine que esculpió su belleza en otra época, aquella en donde todavía era posible confiar en el gesto épico como prueba de lealtad. Si hoy es muy poco frecuente encontrar a un guardián de la ley honrado como Virgil Cole (Ed Harris), es aún más difícil dar con un amigo de fierro como Everett Hitch (Viggo Mortensen, grandioso). La ética de sus personajes no tiene lugar en el cine de la modernidad líquida.

Por eso Appaloosa es una película nostálgica, a tal punto que Harris y Mortensen parecen ser concientes en sus interpretaciones de esa diáfana melancolía, eligiendo la parquedad y la mirada cómplice de aquellos que saben que están recreando una forma de ver el mundo que al sujeto actual le resulta inconcebible. Esta forma no es otra que la convicción de que la acción cotidiana, aun la más pequeña, tiene un sentido. Y que precisamente por eso, vale la pena.

La anécdota se sitúa en 1882, en la comunidad minera de Appaloosa, Nuevo México. El policía federal Cole y su asistente Hitch son contratados para restaurar el orden en el pueblo y llevar ante la justicia al nefasto ranchero Randall Bragg (Jeremy Irons), quien asesinó al anterior sheriff del lugar. Mientras se desarrolla este conflicto, con sus infaltables careos, balaceras y persecuciones, entra en escena Allie French (René Zellweger, una opción poco acertada para este interesante papel), una mujer que amenaza con quebrar la amistad que durante años unió a los dos protagonistas. Luego de su opera prima centrada en el pintor Jackson Pollock, Ed Harris regresa a la dirección con Appaloosa (Entre la vida y la muerte), cuyo guión escribió junto a Robert Knott a partir de una novela de Robert Parke.


Desde el primer fotograma la película infunde su sabor evocativo, con un riguroso clasicismo aplicado en los encuadres, el montaje, la música y, especialmente, en la narración. El director susurra su historia, la despliega con pacífico alborozo, sabiendo que el espectador hipermediatizado de hoy está acostumbrado a que lo sacudan y le griten. Es un relato sereno, extemporáneo, generoso con sus personajes. No es un producto de este tiempo y, al mismo, lo es.

Es por ese motivo que el film no encubre el truco de la reconstrucción histórica, sino que lo resalta. Toda la escenografía de Appaloosa se percibe claramente en su artificio, en su calidad de decorado: las calles polvorientas, la comisaría, el saloon, el antiguo ferrocarril. Hay escenas en donde el pueblo no parece tener más habitantes que los protagonistas, que muchas veces atraviesan en total soledad el paisaje de la película, como si fueran fantasmas. Un espacio-tiempo que se torna deliberadamente volátil. Es que fue en esos años cuando el Lejano Oeste empezó a abandonar el mito romántico para diluirse en la ambición obscena de la lógica capitalista. La evolución del personaje de Jeremy Irons es elocuente al respecto: un colono criminal a quien le bastó hacer los negocios correctos para cobrar un inmediato prestigio social. Ganó el comercio. Triunfó el ladrón de retórica pulcra y mezquina. Murió el western.

Harris narra el ocaso de un siglo. La despedida del cowboy. En Appaloosa hay un héroe que arriesga su vida por lo que él considera un valor supremo: la amistad. Un héroe que anticipa que el mundo por venir será demasiado siniestro, y que por eso mismo es mejor partir y confundirse con el desierto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Resaltaste de modo brillante, no el ocaso de una vida: el ocaso de una forma de vivir. Por eso el western murió..
Chau, Caro: un beso. Martha