domingo, 23 de diciembre de 2007

¿Dónde estamos?, por John Berger

Quiero al menos decir algo del sufrimiento que existe hoy en el mundo.

La ideología consumista, que se ha vuelto la más poderosa e invasiva del planeta, nos quiere persuadir de que el dolor es un accidente, algo contra lo que nos podemos asegurar. Esta es la base lógica de la falta de compasión de tal ideología.

Todos saben, por supuesto, que el penar es endémico a la vida, y buscan olvidarlo o relativizarlo. Las variantes del mito de la caída de la Edad de Oro, antes que el dolor existiera, son intentos por relativizar lo sufrido en la Tierra. Eso es la invención del infierno, un reino adyacente del dolor-como-castigo. Así también el descubrimiento del sacrificio. Y después, mucho después, aquel, el principal: el del perdón. Uno podría argüir que la filosofía comenzó con la pregunta: ¿por qué dolor?

No obstante, una vez dicho esto, en cierta forma el actual dolor de vivir en el mundo no tiene, tal vez, precedente alguno.



Escribo en la noche, aunque es de día. Un día de octubre de 2002. Durante casi toda la semana el cielo de París ha estado azul. A diario la puesta de sol ocurre un poco más temprano y es, cada día, gloriosamente bella. Antes del fin de mes, las fuerzas militares estadounidenses lanzarán la guerra “preventiva” contra Irak de modo que las corporaciones petroleras estaduonidenses puedan echar mano a más reservas de crudo —supuestamente más seguras. Escribo en una noche vergonzosa.

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Por vergüenza no me refiero a la culpa individual. La vergüenza, la ignominia, según vengo a entenderla, es un sentimiento de la especie que, en el largo plazo, corroe la capacidad de esperanzarnos y evita que miremos más allá. Nos miramos los pies, pensando únicamente en el siguiente pasito.
La gente de todas partes —bajo muy diferentes condiciones— se pregunta ¿dónde estamos? La pregunta es histórica, no geográfica. Qué es lo que estamos enfrentando. A dónde nos llevan. Qué hemos perdido. Cómo continuar sin una visión plausible del futuro. Por qué perdimos la visión de aquello que va más allá de la vida.

Los acomodados expertos responden: globalización. Post modernismo. Revolución de las comunicaciones. Liberalismo económico. Términos que son tautológicos y evasivos. A la angustiada pregunta de ¿dónde estamos? Los expertos murmuran: en ningún lado.

¿No sería mejor mirar y declarar que atravesamos el caos más tiránico —pues es el más penetrante— que alguna vez haya existido? No es fácil atrapar la naturaleza de la tiranía porque la estructura de su poder (su rango va de las 200 corporaciones multinacionales al Pentágono) se entrecruza y a la vez es difusa, dictatorial y sin embargo anónima, ubicua e inubicable. Tiraniza desde fuera de cuadro —no sólo en términos de leyes fiscales, sino en todo control político más allá del suyo propio. Su propósito es dislocar al mundo entero. Su estrategia ideológica —ante la cual Bin Laden es un cuento de hadas— es minar lo existente para que todo se colapse hacia su especial versión de lo virtual, partiendo del ámbito donde —y este es el credo de la tiranía— las fuentes de la ganancia sean interminables. Suena estúpido. Las tiranías son estúpidas. Esta que sufrimos destruye la vida del planeta en todo nivel donde opera.

Ideologías aparte, su poder se basa en dos amenazas. La primera entraña la intervención, desde el cielo, del Estado más armado del mundo. Podríamos llamarla la Amenaza B-52. La segunda es el endeudamiento despiadado, la bancarrota, y así, dadas las actuales condiciones productivas del mundo, podríamos llamarla la Amenaza Cero.

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La ignominia comienza al confrontar que mucho del sufrimiento actual podría aliviarse o evitarse si se tomaran algunas decisiones realistas y relativamente simples (algo que todos reconocemos en algún sitio pero que, imposibilitados, descartamos). Hoy existe una relación muy directa entre los minutos de las juntas y los minutos de la agonía.

¿Acaso alguien merece ser condenado a una muerte particular por el simple hecho de no tener acceso a un tratamiento que costaría menos de dos dólares diarios? Esta cuestión fue puesta en el tapete por la directora de la Organización Mundial de la Salud en julio pasado. Ella hablaba de la epidemia de SIDA en África y otros lugares, y de los aproximados 68 millones de personas que morirán en los próximos 18 años. Yo hablo del dolor de vivir en el mundo actual.
Es entendible que casi todos los análisis y prognosis de lo que sucede se presenten y se estudien desde el marco de referencia de disciplinas diferenciadas: economía, política, estudios de comunicación, salud pública, ecología, defensa nacional, criminología, educación, etcétera. En realidad cada uno de estos campos diferenciados se juntan con otros para armar el ámbito real de lo vivido. Esto sucede en las vidas de la gente, que sufre padecimientos clasificados en categorías separadas, pero los sufre simultánea e inextricablemente.

Un ejemplo del presente: algunos kurdos que huyeron la semana pasada a Cherburgo y a quienes el gobierno francés negó el asilo y están en peligro de ser repatriados a Turquía, son pobres, políticamente indeseables, no tienen tierra, están agotados, son ilegales y no son clientes de nadie. ¡Cada una de estas condiciones las sufren en el mismo y preciso instante!

Si se quiere asumir lo que ocurre se hace necesaria una visión interdisciplinaria que conecte los “campos” que institucionalmente se han mantenido separados. Una visión así está destinada a ser (en el sentido original de la palabra) política. La precondición para pensar políticamente a escala global es reconocer la unidad del sufrimiento innecesario que se vive. Este es el punto de partida.

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Escribo en la noche, pero no sólo miro la tiranía. Si así fuera, probablemente no tendría el valor de continuar. Miro a la gente dormir, agitarse, pararse a beber agua, susurrar sus proyectos o sus miedos, hacer el amor, rezar, cocinar algo mientras el resto de la familia duerme, en Bagdad y en Chicago. (Sí, miro también a los siempre invencibles kurdos, 4 mil de ellos gaseados por Saddam Hussein, con la complacencia de Estados Unidos.) Miro a los reposteros que laboran en Teherán y a los pastores, durmiendo al lado de sus borregos en Cerdeña —se pensaba que eran bandidos. Miro a un hombre en el barrio Friedrichshain en Berlín que se sienta en pijama con una botella de cerveza a leer a Heidegger —tiene las manos de un proletario—, veo una barca de inmigrantes ilegales arribando a la costa española cerca de Alicante, veo a una madre en Malí, se llama Aya, que significa Nacida en Viernes, arrullando a su bebé para que duerma, miro las ruinas de Kabul y a un hombre que va camino a casa y sé que pese al dolor, el ingenio de los sobrevivientes sigue intacto, un ingenio que pepena y recoge energía, y en la incesante entereza de ese ingenio hay un valor espiritual, algo parecido al Espíritu Santo, esta noche estoy convencido de ello, aunque no sé bien por qué.

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El siguiente paso es rechazar todo el discurso de la tiranía. Sus términos son una mierda. En sus pronunciamientos interminablemente repetitivos, en sus anuncios, en sus conferencias de prensa y en sus amenazas, los términos recurrentes son: democracia, justicia, derechos humanos, terrorismo. En el contexto cada una de estas palabras significa lo opuesto de lo que alguna vez significaron. Han traficado con cada una de ellas y las convirtieron en lenguaje cifrado de pandillas, le fueron robadas a la humanidad.

La democracia es una propuesta (rara vez comprendida) en torno a la toma de decisiones; poco tiene que ver con campañas electorales. Su promesa es que las decisiones políticas se tomarán después y a la luz de la consulta con los gobernados. Esto depende de que se informe adecuadamente a los gobernados de los asuntos en cuestión, y de que quienes toman las decisiones tengan la posibilidad o la voluntad de escuchar o tomar en cuenta lo que escucharon. No debe confundirse la democracia con la “libertad” de escoger de manera binaria, ni con la publicación de las encuestas ni con el apretujamiento de la gente a datos estadísticos. Es esto lo que pretenden que ocurra.

Hoy, las decisiones fundamentales, que infligen el dolor innecesario sufrido por todo el planeta, fueron tomadas, son tomadas, sin consulta ni participación plenas.

Por ejemplo, si se les hubiera consultado, cuántos ciudadanos estadounidenses habrían dicho SI a la retirada de los Acuerdos de Kioto en torno al efecto de invernadero ocasionado por el bióxido de carbono, algo que está provocando inundaciones desastrosas en muchas partes y que amenaza con producir, en los próximos veinticinco años, desastres aún mayores. Pese a todos los “manipuladores del consentimiento en los medios”, sospecho que una minoría.

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Hace poco más de un siglo que Dvorák compuso su Sinfonía del nuevo mundo. La escribió mientras dirigía el Conservatorio de Música de Nueva York, y escribirla lo inspiró a componer, dieciocho meses después, también en Nueva York, el sublime Concierto para Cello. En la Sinfonía los horizontes y las colinas suaves de su nativa Bohemia se tornaron promesas de un Mundo Nuevo. No había grandilocuencia pero sí volumen y continuidad, porque correspondía a los anhelos de quienes carecen de poder, de aquellos erróneamente llamados simples, de aquellos para quienes se redactó la Constitución de Estados Unidos en 1787.
No conozco otra obra de arte que exprese tan directamente y con tal firmeza (Dvorák era hijo de un campesino y su padre soñaba en que se hiciera carnicero) las creencias que inspiraron a los migrantes que generación tras generación se hicieron ciudadanos estadunidenses.

Para Dvorák la fuerza de estas creencias era inseparable de una suerte de ternura, de un respeto a la vida que puede hallarse en la intimidad de los gobernados (tan diferente de la de los gobernantes) en todas partes.

Fue en este ánimo que la Sinfonía recibió la aclamación del público cuando se ejecutó por vez primera en el Carnegie Hall el 16 de diciembre de 1893.

Le preguntaron a Dvorák qué pensaba del futuro de la música en Estados Unidos y él recomendó a los compositores que escucharan la música de los indios y de los negros. La Sinfonía del nuevo mundo expresaba una esperanza sin fronteras que, paradójicamente, nos da la bienvenida porque se centra en la idea del hogar. Una paradoja utopista.

Hoy los poderes del mismo país que inspiró esos anhelos han caído en manos de una camarilla de fanáticos (deseosos de limitarlo todo excepto el poder del capital), ignorantes (pues no reconocen realidad alguna que no provenga de su potencia de fuego), hipócritas (dos medidas para todos los juicios éticos: una para nosotros y otra para ellos) y despiadados conspiradores con B-52. Cómo ocurrió esto. Como fue que Bush, Murdoch, Cheney, Kristol, Rumsfeld et al, más Arturo Ui, llegaron a esto. La pregunta es retórica porque no hay una sola respuesta, y es vana porque ninguna respuesta mella aún su poder. Pero preguntarla así esta noche revela la enormidad de lo ocurrido. Escribimos del sufrimiento en el mundo.

El mecanismo político de la nueva tiranía —aun cuando requiera de tecnología muy sofisticada para funcionar— es bastante simple. Usurpar las palabras democracia, libertad, etcétera. Imponer las nuevas formas de obtener dividendos y un caos económico por todos lados —no importan los desastres. Asegurar que las fronteras tengan un solo sentido: abiertas para la tiranía, cerradas para los demás. Y eliminar toda oposición llamándole terrorista.

No, no me olvido de la pareja que se arrojó de una de las Torres Gemelas para no arder hasta morir por separado.

Existe un objeto, parecido a un juguete, cuyo costo de manufactura es de unos 4 dólares y es incuestionablemente terrorista. Se le conoce como mina anti personal.
Una vez lanzada, es imposible saber a quién matará o mutilará, o cuándo habrá de hacerlo. En este momento hay más de cien millones que reposan o se hallan escondidas en el suelo. Casi todas las víctimas serán o han sido civiles.
Se supone que la mina anti personal debe mutilar, no matar. Su propósito es crear tullidos, y cuenta en su diseño con esquirlas que, ese es el plan, prolongarán y dificultarán el tratamiento médico de las víctimas. Casi todos los sobrevivientes tienen que someterse a ocho o nueve operaciones quirúrgicas. Cada mes, según va la cuenta, dos mil civiles, en alguna parte, son heridos o mueren a causa de estas minas.
La descripción de “anti personal” es lingüísticamente asesina. “Personal” es lo anónimo, lo innombrado, sin género o edad. “Personal” es lo opuesto a gente. Como término ignora la sangre, los miembros, el dolor, las amputaciones, la intimidad, el amor. Lo abstrae todo. Es así como dos palabras unidas a un explosivo se tornan terroristas.

La nueva tiranía, como otras recientes, depende, en gran medida, de un abuso sistemático del lenguaje. Juntos debemos reclamar nuestras palabras secuestradas y rechazar los nefastos eufemismos de la tiranía; si no lo hacemos, nos quedaremos con una sola palabra: ignominia.

No es una tarea fácil, porque la mayor parte del discurso oficial es pictórico, asociativo, evasivo y plagado de insinuaciones. Pocas cosas se dicen en blanco y negro. Los estrategas militares y económicos se percatan ahora de que los medios de comunicación juegan un papel crucial —no tanto en derrotar al enemigo en turno sino en evitar e impedir el motín, las protestas o la deserción. Toda manipulación tiránica de los medios es un indicador de sus temores. La tiranía actual vive con el miedo a la desesperación del mundo. Es un temor tan profundo que el adjetivo desesperado —excepto cuando significa riesgoso— nunca se usa.

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Sin dinero, toda necesidad humana cotidiana se torna dolor.

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Aquellos que nos escamotearon el poder —gente que puede no tener cargos pero que se atiene a una continuidad del poder que rebasa las elecciones presidenciales— pretende que salva al mundo al ofrecerle a la población la oportunidad de convertirse en clientes suyos. La palabra consumidor es sagrada. Lo que ya no dicen es que los consumidores importan porque generan dividendos, única razón por la que son sagrados. Este artilugio de mano nos lleva al punto crucial.
La pretensión de estar salvando al mundo enmascara la suposición de los conspiradores: que una buena parte del mundo —incluida la mayoría del continente africano y una parte considerable del continente americano— es irredimible. De hecho, cualquier rincón que no sea parte de su centro es irredimible. Y tal conclusión surge inevitablemente del dogma de que la única salvación es el dinero, y de que el único futuro global es aquel que en sus prioridades insisten en fabricar. Aunque les den nombres falsos, en realidad sus prioridades son sus dividendos, ni más ni menos.
Aquellos que tienen visiones o esperanzas diferentes para el mundo, junto con aquellos que no pueden comprar y que sobreviven día a día (unos 800 millones) son reliquias anticuadas de otros tiempos o, si resisten, sea pacíficamente o con armas en la mano, terroristas. Son temidos como heraldos de la muerte, portadores de enfermedades o insurrección.
La tiranía, en su ingenuidad, asume que el mundo se unificará cuando los haya “reducido” (una de sus palabras clave), En su fantasía necesita de un final feliz. En realidad tal fantasía será su ruina.

Toda forma de confrontar a la tiranía es comprensible. Dialogar con ella es imposible. Para vivir y morir debidamente, las cosas han de nombrarse debidamente. Reclamemos nuestras palabras.

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Esto fue escrito en la noche. En la guerra la oscuridad no tiene bando, en el amor la oscuridad confirma que estamos juntos.

Traducción: Ramón Vera Herrera
Publicado en el periódico La Jornada (México) del 29 de octubre del 2002.

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