domingo, 23 de diciembre de 2007

¿Dónde estamos?, por John Berger

Quiero al menos decir algo del sufrimiento que existe hoy en el mundo.

La ideología consumista, que se ha vuelto la más poderosa e invasiva del planeta, nos quiere persuadir de que el dolor es un accidente, algo contra lo que nos podemos asegurar. Esta es la base lógica de la falta de compasión de tal ideología.

Todos saben, por supuesto, que el penar es endémico a la vida, y buscan olvidarlo o relativizarlo. Las variantes del mito de la caída de la Edad de Oro, antes que el dolor existiera, son intentos por relativizar lo sufrido en la Tierra. Eso es la invención del infierno, un reino adyacente del dolor-como-castigo. Así también el descubrimiento del sacrificio. Y después, mucho después, aquel, el principal: el del perdón. Uno podría argüir que la filosofía comenzó con la pregunta: ¿por qué dolor?

No obstante, una vez dicho esto, en cierta forma el actual dolor de vivir en el mundo no tiene, tal vez, precedente alguno.



Escribo en la noche, aunque es de día. Un día de octubre de 2002. Durante casi toda la semana el cielo de París ha estado azul. A diario la puesta de sol ocurre un poco más temprano y es, cada día, gloriosamente bella. Antes del fin de mes, las fuerzas militares estadounidenses lanzarán la guerra “preventiva” contra Irak de modo que las corporaciones petroleras estaduonidenses puedan echar mano a más reservas de crudo —supuestamente más seguras. Escribo en una noche vergonzosa.

*
Por vergüenza no me refiero a la culpa individual. La vergüenza, la ignominia, según vengo a entenderla, es un sentimiento de la especie que, en el largo plazo, corroe la capacidad de esperanzarnos y evita que miremos más allá. Nos miramos los pies, pensando únicamente en el siguiente pasito.
La gente de todas partes —bajo muy diferentes condiciones— se pregunta ¿dónde estamos? La pregunta es histórica, no geográfica. Qué es lo que estamos enfrentando. A dónde nos llevan. Qué hemos perdido. Cómo continuar sin una visión plausible del futuro. Por qué perdimos la visión de aquello que va más allá de la vida.

Los acomodados expertos responden: globalización. Post modernismo. Revolución de las comunicaciones. Liberalismo económico. Términos que son tautológicos y evasivos. A la angustiada pregunta de ¿dónde estamos? Los expertos murmuran: en ningún lado.

¿No sería mejor mirar y declarar que atravesamos el caos más tiránico —pues es el más penetrante— que alguna vez haya existido? No es fácil atrapar la naturaleza de la tiranía porque la estructura de su poder (su rango va de las 200 corporaciones multinacionales al Pentágono) se entrecruza y a la vez es difusa, dictatorial y sin embargo anónima, ubicua e inubicable. Tiraniza desde fuera de cuadro —no sólo en términos de leyes fiscales, sino en todo control político más allá del suyo propio. Su propósito es dislocar al mundo entero. Su estrategia ideológica —ante la cual Bin Laden es un cuento de hadas— es minar lo existente para que todo se colapse hacia su especial versión de lo virtual, partiendo del ámbito donde —y este es el credo de la tiranía— las fuentes de la ganancia sean interminables. Suena estúpido. Las tiranías son estúpidas. Esta que sufrimos destruye la vida del planeta en todo nivel donde opera.

Ideologías aparte, su poder se basa en dos amenazas. La primera entraña la intervención, desde el cielo, del Estado más armado del mundo. Podríamos llamarla la Amenaza B-52. La segunda es el endeudamiento despiadado, la bancarrota, y así, dadas las actuales condiciones productivas del mundo, podríamos llamarla la Amenaza Cero.

*
La ignominia comienza al confrontar que mucho del sufrimiento actual podría aliviarse o evitarse si se tomaran algunas decisiones realistas y relativamente simples (algo que todos reconocemos en algún sitio pero que, imposibilitados, descartamos). Hoy existe una relación muy directa entre los minutos de las juntas y los minutos de la agonía.

¿Acaso alguien merece ser condenado a una muerte particular por el simple hecho de no tener acceso a un tratamiento que costaría menos de dos dólares diarios? Esta cuestión fue puesta en el tapete por la directora de la Organización Mundial de la Salud en julio pasado. Ella hablaba de la epidemia de SIDA en África y otros lugares, y de los aproximados 68 millones de personas que morirán en los próximos 18 años. Yo hablo del dolor de vivir en el mundo actual.
Es entendible que casi todos los análisis y prognosis de lo que sucede se presenten y se estudien desde el marco de referencia de disciplinas diferenciadas: economía, política, estudios de comunicación, salud pública, ecología, defensa nacional, criminología, educación, etcétera. En realidad cada uno de estos campos diferenciados se juntan con otros para armar el ámbito real de lo vivido. Esto sucede en las vidas de la gente, que sufre padecimientos clasificados en categorías separadas, pero los sufre simultánea e inextricablemente.

Un ejemplo del presente: algunos kurdos que huyeron la semana pasada a Cherburgo y a quienes el gobierno francés negó el asilo y están en peligro de ser repatriados a Turquía, son pobres, políticamente indeseables, no tienen tierra, están agotados, son ilegales y no son clientes de nadie. ¡Cada una de estas condiciones las sufren en el mismo y preciso instante!

Si se quiere asumir lo que ocurre se hace necesaria una visión interdisciplinaria que conecte los “campos” que institucionalmente se han mantenido separados. Una visión así está destinada a ser (en el sentido original de la palabra) política. La precondición para pensar políticamente a escala global es reconocer la unidad del sufrimiento innecesario que se vive. Este es el punto de partida.

*
Escribo en la noche, pero no sólo miro la tiranía. Si así fuera, probablemente no tendría el valor de continuar. Miro a la gente dormir, agitarse, pararse a beber agua, susurrar sus proyectos o sus miedos, hacer el amor, rezar, cocinar algo mientras el resto de la familia duerme, en Bagdad y en Chicago. (Sí, miro también a los siempre invencibles kurdos, 4 mil de ellos gaseados por Saddam Hussein, con la complacencia de Estados Unidos.) Miro a los reposteros que laboran en Teherán y a los pastores, durmiendo al lado de sus borregos en Cerdeña —se pensaba que eran bandidos. Miro a un hombre en el barrio Friedrichshain en Berlín que se sienta en pijama con una botella de cerveza a leer a Heidegger —tiene las manos de un proletario—, veo una barca de inmigrantes ilegales arribando a la costa española cerca de Alicante, veo a una madre en Malí, se llama Aya, que significa Nacida en Viernes, arrullando a su bebé para que duerma, miro las ruinas de Kabul y a un hombre que va camino a casa y sé que pese al dolor, el ingenio de los sobrevivientes sigue intacto, un ingenio que pepena y recoge energía, y en la incesante entereza de ese ingenio hay un valor espiritual, algo parecido al Espíritu Santo, esta noche estoy convencido de ello, aunque no sé bien por qué.

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El siguiente paso es rechazar todo el discurso de la tiranía. Sus términos son una mierda. En sus pronunciamientos interminablemente repetitivos, en sus anuncios, en sus conferencias de prensa y en sus amenazas, los términos recurrentes son: democracia, justicia, derechos humanos, terrorismo. En el contexto cada una de estas palabras significa lo opuesto de lo que alguna vez significaron. Han traficado con cada una de ellas y las convirtieron en lenguaje cifrado de pandillas, le fueron robadas a la humanidad.

La democracia es una propuesta (rara vez comprendida) en torno a la toma de decisiones; poco tiene que ver con campañas electorales. Su promesa es que las decisiones políticas se tomarán después y a la luz de la consulta con los gobernados. Esto depende de que se informe adecuadamente a los gobernados de los asuntos en cuestión, y de que quienes toman las decisiones tengan la posibilidad o la voluntad de escuchar o tomar en cuenta lo que escucharon. No debe confundirse la democracia con la “libertad” de escoger de manera binaria, ni con la publicación de las encuestas ni con el apretujamiento de la gente a datos estadísticos. Es esto lo que pretenden que ocurra.

Hoy, las decisiones fundamentales, que infligen el dolor innecesario sufrido por todo el planeta, fueron tomadas, son tomadas, sin consulta ni participación plenas.

Por ejemplo, si se les hubiera consultado, cuántos ciudadanos estadounidenses habrían dicho SI a la retirada de los Acuerdos de Kioto en torno al efecto de invernadero ocasionado por el bióxido de carbono, algo que está provocando inundaciones desastrosas en muchas partes y que amenaza con producir, en los próximos veinticinco años, desastres aún mayores. Pese a todos los “manipuladores del consentimiento en los medios”, sospecho que una minoría.

*
Hace poco más de un siglo que Dvorák compuso su Sinfonía del nuevo mundo. La escribió mientras dirigía el Conservatorio de Música de Nueva York, y escribirla lo inspiró a componer, dieciocho meses después, también en Nueva York, el sublime Concierto para Cello. En la Sinfonía los horizontes y las colinas suaves de su nativa Bohemia se tornaron promesas de un Mundo Nuevo. No había grandilocuencia pero sí volumen y continuidad, porque correspondía a los anhelos de quienes carecen de poder, de aquellos erróneamente llamados simples, de aquellos para quienes se redactó la Constitución de Estados Unidos en 1787.
No conozco otra obra de arte que exprese tan directamente y con tal firmeza (Dvorák era hijo de un campesino y su padre soñaba en que se hiciera carnicero) las creencias que inspiraron a los migrantes que generación tras generación se hicieron ciudadanos estadunidenses.

Para Dvorák la fuerza de estas creencias era inseparable de una suerte de ternura, de un respeto a la vida que puede hallarse en la intimidad de los gobernados (tan diferente de la de los gobernantes) en todas partes.

Fue en este ánimo que la Sinfonía recibió la aclamación del público cuando se ejecutó por vez primera en el Carnegie Hall el 16 de diciembre de 1893.

Le preguntaron a Dvorák qué pensaba del futuro de la música en Estados Unidos y él recomendó a los compositores que escucharan la música de los indios y de los negros. La Sinfonía del nuevo mundo expresaba una esperanza sin fronteras que, paradójicamente, nos da la bienvenida porque se centra en la idea del hogar. Una paradoja utopista.

Hoy los poderes del mismo país que inspiró esos anhelos han caído en manos de una camarilla de fanáticos (deseosos de limitarlo todo excepto el poder del capital), ignorantes (pues no reconocen realidad alguna que no provenga de su potencia de fuego), hipócritas (dos medidas para todos los juicios éticos: una para nosotros y otra para ellos) y despiadados conspiradores con B-52. Cómo ocurrió esto. Como fue que Bush, Murdoch, Cheney, Kristol, Rumsfeld et al, más Arturo Ui, llegaron a esto. La pregunta es retórica porque no hay una sola respuesta, y es vana porque ninguna respuesta mella aún su poder. Pero preguntarla así esta noche revela la enormidad de lo ocurrido. Escribimos del sufrimiento en el mundo.

El mecanismo político de la nueva tiranía —aun cuando requiera de tecnología muy sofisticada para funcionar— es bastante simple. Usurpar las palabras democracia, libertad, etcétera. Imponer las nuevas formas de obtener dividendos y un caos económico por todos lados —no importan los desastres. Asegurar que las fronteras tengan un solo sentido: abiertas para la tiranía, cerradas para los demás. Y eliminar toda oposición llamándole terrorista.

No, no me olvido de la pareja que se arrojó de una de las Torres Gemelas para no arder hasta morir por separado.

Existe un objeto, parecido a un juguete, cuyo costo de manufactura es de unos 4 dólares y es incuestionablemente terrorista. Se le conoce como mina anti personal.
Una vez lanzada, es imposible saber a quién matará o mutilará, o cuándo habrá de hacerlo. En este momento hay más de cien millones que reposan o se hallan escondidas en el suelo. Casi todas las víctimas serán o han sido civiles.
Se supone que la mina anti personal debe mutilar, no matar. Su propósito es crear tullidos, y cuenta en su diseño con esquirlas que, ese es el plan, prolongarán y dificultarán el tratamiento médico de las víctimas. Casi todos los sobrevivientes tienen que someterse a ocho o nueve operaciones quirúrgicas. Cada mes, según va la cuenta, dos mil civiles, en alguna parte, son heridos o mueren a causa de estas minas.
La descripción de “anti personal” es lingüísticamente asesina. “Personal” es lo anónimo, lo innombrado, sin género o edad. “Personal” es lo opuesto a gente. Como término ignora la sangre, los miembros, el dolor, las amputaciones, la intimidad, el amor. Lo abstrae todo. Es así como dos palabras unidas a un explosivo se tornan terroristas.

La nueva tiranía, como otras recientes, depende, en gran medida, de un abuso sistemático del lenguaje. Juntos debemos reclamar nuestras palabras secuestradas y rechazar los nefastos eufemismos de la tiranía; si no lo hacemos, nos quedaremos con una sola palabra: ignominia.

No es una tarea fácil, porque la mayor parte del discurso oficial es pictórico, asociativo, evasivo y plagado de insinuaciones. Pocas cosas se dicen en blanco y negro. Los estrategas militares y económicos se percatan ahora de que los medios de comunicación juegan un papel crucial —no tanto en derrotar al enemigo en turno sino en evitar e impedir el motín, las protestas o la deserción. Toda manipulación tiránica de los medios es un indicador de sus temores. La tiranía actual vive con el miedo a la desesperación del mundo. Es un temor tan profundo que el adjetivo desesperado —excepto cuando significa riesgoso— nunca se usa.

*
Sin dinero, toda necesidad humana cotidiana se torna dolor.

*
Aquellos que nos escamotearon el poder —gente que puede no tener cargos pero que se atiene a una continuidad del poder que rebasa las elecciones presidenciales— pretende que salva al mundo al ofrecerle a la población la oportunidad de convertirse en clientes suyos. La palabra consumidor es sagrada. Lo que ya no dicen es que los consumidores importan porque generan dividendos, única razón por la que son sagrados. Este artilugio de mano nos lleva al punto crucial.
La pretensión de estar salvando al mundo enmascara la suposición de los conspiradores: que una buena parte del mundo —incluida la mayoría del continente africano y una parte considerable del continente americano— es irredimible. De hecho, cualquier rincón que no sea parte de su centro es irredimible. Y tal conclusión surge inevitablemente del dogma de que la única salvación es el dinero, y de que el único futuro global es aquel que en sus prioridades insisten en fabricar. Aunque les den nombres falsos, en realidad sus prioridades son sus dividendos, ni más ni menos.
Aquellos que tienen visiones o esperanzas diferentes para el mundo, junto con aquellos que no pueden comprar y que sobreviven día a día (unos 800 millones) son reliquias anticuadas de otros tiempos o, si resisten, sea pacíficamente o con armas en la mano, terroristas. Son temidos como heraldos de la muerte, portadores de enfermedades o insurrección.
La tiranía, en su ingenuidad, asume que el mundo se unificará cuando los haya “reducido” (una de sus palabras clave), En su fantasía necesita de un final feliz. En realidad tal fantasía será su ruina.

Toda forma de confrontar a la tiranía es comprensible. Dialogar con ella es imposible. Para vivir y morir debidamente, las cosas han de nombrarse debidamente. Reclamemos nuestras palabras.

*
Esto fue escrito en la noche. En la guerra la oscuridad no tiene bando, en el amor la oscuridad confirma que estamos juntos.

Traducción: Ramón Vera Herrera
Publicado en el periódico La Jornada (México) del 29 de octubre del 2002.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Cine - Top Ten 2007

Se termina el 2007 (¿¿¿ya???),
y las que siguen son, en mi opinión,
las diez mejores películas estrenadas
comercialmente en Argentina
durante este año.


Top Ten

El tiempo, de Kim Ki-duk (Corea del Sur/Japón, 2006)
La noche del señor Lazarescu, de Cristi Puiu (Rumania, 2006)
Ficción, de Cesc Gay (España, 2006)
El caimán, de Nani Moretti (Italia, 2006)
Tú, yo y todos los demás, de Miranda July (EE.UU., 2005)
Mooladeé, de Ousmane Sembene (Senegal/Burkina Faso/Francia, 2004)
Be with me, de Eric Khoo (Singapur, 2005)
Reyes y reina, de Arnaud Desplechin (Francia, 2004)
4 meses, 3 semanas, 2 días, de Cristian Mingiu (Rumania, 2007)
Encarnación, de Anahí Berneri (Argentina, 2007)

jueves, 20 de diciembre de 2007

20 de diciembre

Hipocresía

La sociedad se desintegra.
Cada familia en pie de guerra.
La corrupción y el desgobierno hacen de la ciudad
un infierno. Gritos y acusaciones, mentiras y traiciones,
hacen que la razón desaparezca. Nace la indiferencia,
se anula la conciencia, y no hay ideal que no se desvanezca.
Y todo el mundo jura que no entiende por qué sus sueños
hoy se vuelven mierda. Y me hablan del pasado en el
presente, culpando a los demás por el problema
de nuestra común hipocresía.

El corazón se hace trinchera. Su lema es sálvese quien pueda.
Y así, la cara del amigo se funde en la del enemigo.
Los medios de información aumentan la confusión,
y laverdad es mentira y viceversa. Nuestra desilusión crea
desesperación, y el ciclo se repite con más fuerza.
Y perdida entre la cacofonía se ahoga la voluntad de un
pueblo entero. Y entre el insulto y el Ave María, no distingo
entre preso y carcelero, adentro de la hipocresía.

Ya no hay Izquierdas ni Derechas: sólo hay excusas y
pretextos. Una retórica maltrecha, para un planeta de
ambidiestros. No hay unión familiar, ni justicia social,
ni solidaridad con el vecino. De allí es que surge el mal,
y el abuso oficial termina por cerrarnos el camino.
Y todo el mundo insiste que no entiende por que los sueños
de hoy se vuelven mierda. Y hablamos del pasado en el
presente, dejando que el futuro se nos pierda,
viviendo entre la hipocresía.

Rubén Blades
(Agradezco a Cecilia el envío de esta canción)

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Reyes y reina, de Arnaud Desplechin


Se estrena en DVD Reyes y reina (Rois et reine) la sexta película de Arnaud Desplechin, uno de los directores franceses más prestigiosos de la actualidad, cuya obra es prácticamente desconocida en Argentina.

La película tiene dos protagonistas. Una es Nora (Emmanuelle Devos, conocida por el film Lee mis labios), una mujer de 35 años, atractiva, elegante, un poco fría, que tiene un hijo y está pronta a casarse con un empresario que sabe atenderla bien. Su primer marido murió en un accidente hace ya varios años, aunque su fantasma reaparece cada tanto. Nora no logra superar esa pérdida y encima ahora debe hacerse cargo de su padre, que está pasando sus últimas horas en el hospital. Ella no está preparada para esto, pero así es la vida. Las desgracias se suceden, se atropellan, y hay que juntar coraje para enfrentarlas, sea como sea, porque “hay que seguir adelante”. Esto no deja de ser un mandato culturalmente construido; en verdad, nadie nos obliga. Pero estamos hechos así. Algunos resisten con entereza, otros hacen lo que pueden y otros directamente no pueden y terminan internados en el psiquiátrico, como el pobre Ismael (Mathieu Amalric, estupendo), el otro protagonista de esta historia.

Ismael toca el violín y gusta de bailar rap. Es expansivo, delirante, extremadamente sensible. No puede lidiar con la complejidad del mundo. Se enamoró y fracasó. Su cabeza estalló y ahora tiene que convivir con otros locos en un espacio en donde todos tienen permiso para soltar amarras. Un espacio ideal para la rebelión, para los que no toleran las falsas apariencias del orden burgués.

¿Quién puede definir los márgenes del equilibrio mental en un planeta tan enfermo? Ismael parece ser muy diferente a Nora y, sin embargo, ambos formaron pareja durante siete años. Y es precisamente Nora quien ahora regresa buscando a Ismael, a pesar de haberlo abandonado, para pedirle que adopte legalmente a Elías, el hijo de su primer matrimonio. De cómo la vida sigue luego de un gran amor… eso es lo Reyes y reina intenta contar.

Y lo hace a través de un relato cubista, histriónico, impredecible. Un relato que es artificial y a la vez fuertemente realista, plagado de fragmentaciones, desvíos, saltos temporales, caprichos de montaje y otras extrañas y sanas libertades. La escritura fílmica de Arnaud Desplechin parece haber heredado lo mejor del maestro Alain Resnais: la capacidad para hacer que la memoria, lo imaginario, las obsesiones, se inmiscuyan en la puesta en escena de “lo real” sin amenazar nunca el rigor de la representación. El director sabe aprovechar los recursos expresivos fomentados por la nouvelle vague en su ruptura con la narración clásica: la imagen y el sonido por momentos fluyen por carriles distintos; lo cómico y lo trágico se atraen y se rechazan lúdicamente, con respeto; los actores se desbordan hasta el mismo límite de la exageración, y así y todo están acertadísimos en sus papeles. Reyes y reinas es una extravagancia que hechiza y lastima, que se lanza a hablar de todo sin pretender tener respuestas para todo, porque no es nihilista ni cínica como lo son muchas películas “posmodernas”, a pesar de desplegar una estética rabiosamente actual.

Desplechin piensa el presente y lo mira con desconcierto, con pudor. Algo cambió para siempre en el cuadro de las relaciones humanas, sobre todo en la familia. Cambiaron los roles, los preceptos, las proyecciones. “El alma de tu padre ataca a los tiburones antes de que te ataquen a ti”, le dice el dulce Ismael a Elías, el niño que ya no tiene a su papá junto a él. Es que Ismael aún intenta rescatar antiguos refugios, patriarcados que ya no son. Hoy la mujer está en el frente, cargando todas las mochilas, un lugar contradictorio al que llegó sin querer. O tal vez sí lo quiso y ahora no sabe (no sabemos) qué hacer con ello. Hay que adaptarse a nuevas formas, hay que amoldarse a una nueva era cuyos parámetros básicos ignoramos. Cuesta aceptar que algo cambió para siempre cuando no sabemos qué es lo que está por venir. Poder verlo, intuirlo, explorarlo, ya es un signo de salud. El cine de vanguardia de los últimos años lo está haciendo, y Reyes y reina es un ejemplo más que digno.

viernes, 14 de diciembre de 2007

"La timidez es el más vulgar de todos los fenómenos. Lo que hay de más vulgar en todos nosotros es que tengamos miedo de ser ridículos".

Fernando Pessoa

jueves, 13 de diciembre de 2007

Alice, de Woody Allen


Alice es el vigésimo trabajo de Woody Allen como director y guionista. Estrenado en 1990, el film afrontó el deber de prolongar la excelencia que Allen había plasmado un año antes en Crímenes y pecados, uno de sus mejores títulos. Si bien Alice no alcanza la perfección de esa oscura y cínica reflexión sobre la moral que es Crímenes y pecados, está muy lejos de ser una "película menor" en la obra del realizador neoyorquino, como fue calificada en su momento. Debajo de su estructura de fábula etérea y romántica, Alice esconde un agudo retrato sobre una mujer común dispuesta a romper con las sofocantes ataduras clasistas y religiosas que amenazan con gobernar su destino.

La historia está centrada en Alice Tate (Mia Farrow), un ama de casa que lleva una vida relajada en un lujoso piso de Manhattan al lado de su condescendiente marido (William Hurt), sus dos hijos pequeños, una niñera permanente y varias criadas. Alice sólo necesita toparse con la mirada expectante de un hombre encantador (Joe Mantegna) para descubrir que la armonía de su rutina es completamente irreal y ajena a sus anhelos. Ella no se atreve a ningún tipo de aventura hasta que un día conoce al Dr. Yang (Keye Luke), un médico cuyas misteriosas recetas naturistas motorizan la transformación de la reprimida mujer.

"Tu vida se sostiene en una ilusión de felicidad", sentencia el sabio doctor. Para reconstruir un mundo propio, para eludir el agobio de un hogar insípido y falso, para ser más genuina, Alice debe derribar el mandato católico que desde chica le exigió ser una dama pulcra y una esposa devota. Al igual que en el film La rosa púrpura de El Cairo, Allen logra introducir resoluciones mágicas sin que el relato caiga en el ridículo. Por el contrario, en esta comedia la fantasía funciona como un sutil incentivo para que la protagonista privilegie su deseo sobre la anodina comodidad burguesa que la rodea.

El elenco, como puede esperarse en Allen, tiene muchos rostros conocidos, entre ellos William Hurt, Joe Mantegna, Blythe Danner y Alec Baldwin. El realizador no actúa en esta ocasión, aunque es fácil detectar sus rasgos de neurosis y timidez en Alice, un personaje que, al mismo tiempo, está hecho a la medida de Mia Farrow. Dueña de una ingenuidad natural capaz de remontarla instantáneamente al romántico país de las maravillas, Farrow es una presencia fundamental para que Alice se disfrute de principio a fin.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Un diálogo con Gustavo Fontán, director de El Árbol

Gustavo Fontán, el director de Donde cae el sol (aquel delicado film-despedida de Alfonso De Grazia), presentó su nueva película, El Árbol, en el marco de la competencia oficial argentina del 8º BAFICI. Durante nuestro diálogo, en más de una ocasión el realizador eligió la palabra “pequeño” al referirse a su trabajo. Y es cierto que se trata de una historia en apariencia sencilla, reducida a pocos personajes y situaciones, con una puesta en escena decididamente minimalista. Y también es verdad que aun el objeto más pequeño -una hormiga, por ejemplo- se agiganta a dimensiones intimidantes cuando una cámara noble lo rescata de la intrascendencia. Lo chiquito se hace grande. Lo cotidiano puede volverse extraordinario. Sólo hace falta una mirada curiosa dispuesta a contarlo. A continuación, reproduzco una parte de la charla:


¿Cómo surgió el proyecto?

El Árbol es una pequeña historia, muy cercana para mí, que tiene que ver con un trabajo específico, en mi casa natal y con mis padres. El argumento es pequeñito: en la puerta de la casa hay dos acacias viejas. Una de ellas aparentemente está seca, pero no lo podemos saber con certeza porque las ramas de los dos árboles están muy enlazadas, y cuando en la primavera le crecen las ramas a uno, no sabemos si no le crecieron al otro. Entonces, Julio y Mary, los protagonistas de la película, que a su vez son mis padres, discuten sobre si la acacia está muerta o no. Mary cree que sí y que hay que tirarla abajo. Julio cree que no, y en un acto de fe la riega constantemente. En este sentido, es una pequeña película que habla del paso del tiempo.

¿Cómo definirías a la película? ¿Es un documental, un ensayo fílmico…?

Creo que es complicado dar una definición. A mí me resulta interesante toda esta tendencia que está surgiendo, que es casi como una exploración, en donde las fronteras son muy permeables, donde las cosas no admiten clasificaciones. Me parece que en estos momentos, tanto en el cine argentino como en el mundial, hay una posibilidad muy grande en relación a esto; es una necesidad de escapar a los modelos, que ya empiezan a ser caducos. En El Árbol, por un lado, hay un trabajo con elementos que son absolutamente reales. La casa es mi casa natal, los personajes son mis padres, las fotos que se ven son de mi familia. Y por otro lado, hay una atención hacia lo que podríamos llamar la mirada. Los hechos y los personajes no son observados con un sentido documental típico, sino que están mirados, con una intención más profunda, que excede lo real.

El hecho de no estar exigido por las normas de una ficción, o del relato tradicional, ¿significa mayor libertad a la hora de trabajar?

Sí, creo que la libertad es una condición del arte. A veces parecería que la libertad está “peleada” con la palabra rigor, pero nosotros nos manejamos con un rigor absoluto. La película se filmó sistemáticamente a lo largo de dos años, y luego se editó durante un año y medio. Pero sí entiendo la libertad en el sentido creativo, donde no hay una respuesta a un debe ser, sino que hay una búsqueda que implica pensar cómo es esto específicamente. Cómo podemos estructurar este relato, y cómo este relato puede vincularse con el espectador.

En la película tiene mucha relevancia la función creadora de la cámara. Es una cámara que descubre y puede dar vida a una gota de agua, a la corteza del árbol, a una baldosa. Si hubo dos años de rodaje, ¿cómo fue entonces el trabajo de montaje?

La verdad es que prácticamente fue un trabajo de escritura desde el montaje, y desde la misma cámara. Nosotros teníamos planteada una pequeña estructura, organizada por secuencias. Por ejemplo, podíamos estar todo un día filmando una secuencia, nos importaba encontrar las imágenes justas, establecer un nivel sensorial. Y como no volvíamos a filmar hasta dentro de un mes, entonces nos dedicábamos a editar ese fragmento y pensar cómo iba funcionando el clima, la atmósfera, la estructura. De algún modo la película se terminaba de escribir en el montaje. Nos llevó dos años porque necesitábamos registrar las cuatro estaciones; sabíamos que en el primer año íbamos a tener el primer armado de la película, pero que íbamos a necesitar un segundo año para recuperar alguna escena que nos faltara del otoño, por ejemplo. Este plan de trabajo fue muy gratificante para mí, y es un esquema que además rompe con el modo tradicional de producción, en donde en general no hay tiempo para reflexionar sobre la obra.

¿Cómo fue trabajar con tus padres?

En principio, fue muy movilizador. Nosotros sabíamos que estábamos haciendo una película muy cercana, y cuando digo “nosotros” me refiero al grupo de trabajo: Diego Poleri en cámara, Javier Farina en sonido, Marcos Pastor en montaje. Sabíamos que esa cercanía nos daba un material muy sensible, pero teníamos que entender que, aunque se tratara de mis padres, para el espectador debían funcionar como dos personajes. Desde lo formal hubo un cuidado constate con respecto a eso. En la práctica, todo fue muy potente, porque en definitiva estábamos hablando del paso del tiempo, de la muerte, en donde yo ponía el cuerpo de mis propios padres en relación a esos temas. Se generó un clima vital de trabajo que nos permitió equilibrar toda esa potencia afectiva que significaba estar en mi propia casa.

Buenos Aires – Abril de 2006

EL ÁRBOL
Argentina, 2006

Dirección y guión: Gustavo Fontán
Intérpretes: Julio Fontán, María Merlino
Fotografía y cámara: Diego Poleri
Edición: Marcos Pastor
Producción ejecutiva: Stella Maris Czernakiewicz

viernes, 7 de diciembre de 2007

Crimen

La espera me agotó
no sé nada de vos
dejaste tanto en mí

En llamas me acosté
y en un lento degradé
supe que te perdí

¿Qué otra cosa puedo hacer?
Si no olvido, moriré
y otro crimen quedará
otro crimen quedará
sin resolver

Una rápida traición
y salimos del amor
tal vez me lo busqué.

Mi ego va a estallar
ahí donde no estás
oh… los celos otra vez

¿Qué otra cosa puedo hacer?
Si no olvido moriré
y otro crimen quedará
otro crimen quedará
sin resolver.

No lo sé
cuánto falta
no lo sé
si es muy tarde
no lo sé
si no olvido, moriré

¿Qué otra cosa puedo hacer?
¿Qué otra cosa puedo hacer?
Ahora sé lo que es perder


Gustavo Cerati

domingo, 2 de diciembre de 2007

Hotel New Rose, de Abel Ferrara

Abel Ferrara es terco. Después del fracaso de The Blackout en 1997, muchos críticos se apresuraron a decretar la decadencia del realizador neoyorquino, sin tener en cuenta que sólo un año antes había pergeñado la extraordinaria El Funeral. En 1998 el director filmó Hotel New Rose, obra que se estrenó en Europa pero que nunca llegó a las salas comerciales de Estados Unidos. ¿Relegado en su propio país? Tal vez, aunque a él no le importó demasiado. Prefirió rendir honor a su origen independiente y se mantuvo fiel a sus obsesiones. Sí, Ferrara es terco… afortunadamente.


La película está basada en un cuento del escritor de culto William Gibson, quien ha sido bautizado como el padrino de la literatura “Cyberpunk” a partir de su exitosa novela futurista "Neuromancer" (1984). La elección puede resultar extraña en Ferrara, que a pesar de haber incursionado en el terreno fantástico con Body Snatchers (1993) y The Addiction (1995), es conocido principalmente por el crudo realismo labrado a la perfección en obras como El rey de Nueva York (1990) y Un maldito policía (1992). Con Hotel New Rose el cineasta escapa a todos los géneros y ofrece un envolvente ejercicio de estilo rico en intrigas y erotismo, sin dejar de hurgar con avidez en los temas que marcaron su carrera: la codicia, la traición, la claudicación frente al deseo.

En un futuro indeterminado y opaco, en donde el espionaje corporativo se ha convertido en un negocio fecundo gracias al poder furtivo de las más finas tecnologías, Fox (Christopher Walken) y X (Willem Dafoe) son socios especializados en el tráfico de talentos industriales. Su próximo objetivo es un genio de la genética llamado Hiroshi; si consiguen que el científico deje su trabajo para aceptar un puesto en la compañía rival, ellos reciben cien millones de dólares. Los amigos contratan entonces a la prostituta Sandii (Asia Argento), quien será la encargada de seducir al ingeniero japonés para que abandone a su familia y a su empresa.

La narración elíptica contribuye al misterio mientras el director sumerge al espectador en un curioso estado de trance al trabajar con rutilantes primeros planos, colores saturados y múltiples registros (tomas en fílmico, cámaras digitales, imágenes de grano grueso). El guión elige un desarrollo minimalista de la trama para abocarse a la construcción de los personajes y la red de tensiones entre ellos. Asia Argento se luce en el rol de femme fatale y Walken enaltece la película con la tibia mordacidad que lo caracteriza, aunque sin dudas es el gran Dafoe quien tiene el mejor papel. Con su porte taciturno y su triste deambular por hoteles sofocantes y clubes nocturnos, el enamorado X es quien conjuga los enigmas humanos que a Ferrara le interesa explorar.