sábado, 8 de septiembre de 2007

La Condesa Blanca, de James Ivory

El director norteamericano James Ivory y el productor hindú Ismael Merchant se conocieron en 1961 y desde entonces conformaron una de las alianzas creativas más reconocibles de la historia del cine. Merchant falleció en mayo de 2005, apenas finalizado el rodaje de La condesa blanca (The white countess), por lo que este film representa la última colaboración de la dupla. Una despedida tenue y un poco distraída.

La película se propone recrear la China del período de entreguerras. En 1936 Shangai es una ciudad cosmopolita que congrega a refugiados políticos, extranjeros de paso, comerciantes, militares, dandys y espías. Afectada también por las guerras civiles entre nacionalistas y comunistas, China debe enfrentar la inminente invasión de Japón. En este marco se conocen los dos protagonistas del film: Todd Jackson (Ralph Fiennes), un ex diplomático ciego que ha perdido a su hija, y Sofía Belinskya (Natasha Richardson), una condesa rusa que sobrevive en condiciones de hacinamiento junto a miembros de su familia aristocrática, todos ellos expatriados tras la revolución bolchevique. Sofía es viuda, tiene una hija, y para mantener a los suyos debe trabajar como bailarina y “dama de compañía” en la noche de Shangai. El caballero se enamora de la enigmática mujer y la contrata para que con sus encantos administre un club nocturno que está por inaugurar.

Es difícil encontrar en la carrera de Ivory otro film con un contexto político tan complejo como el que muestra La condesa blanca. Como era de esperar, la reconstrucción de época es minuciosa y no faltan datos que permitan intuir la convulsión del período, pero la ambientación apenas funciona como un pintoresco telón de fondo. Lo remilgado de la puesta en escena compite con la trascendencia del conflicto central, y la acción dramática queda atorada en la hipertrofia de la dirección de arte. Cada encuadre es una pulseada en donde el actor disputa el espacio con el decorado.

Evidentemente el realizador se mueve con más soltura en el terreno de los dramas intimistas como Sr y Sra Bridge, Lo que queda del día, La hija de un soldado nunca llora, o en las trasposiciones literarias motorizadas por héroes románticos bien definidos (Los Bostonianos, Un amor en Florencia). El problema del nuevo film es que no tiene confianza en sus personajes principales: el guión -a cargo del escritor japonés Kazuo Ishiguro- priva a Fiennes y Richardson de la entidad necesaria para sobrellevar el relato. Sin justificación alguna, la narración por momentos se dispersa y abandona el punto de vista de los protagonistas.


Es una pena, porque la historia no carece de criaturas interesantes. La melancólica condesa que compone Richardson, por ejemplo: una bella y delicada mujer obligada a soportar a una familia que la denigra por su trabajo nocturno, a pesar de que todos viven gracias a ella. Vanesa y Lynn Redgrave interpretan a dos hermanas dentro ese grupo de aristócratas descastados incapaces de asumir y elaborar su nueva situación social.

Había mucha fuerza en el universo sugerido por La condesa blanca, pero el director no supo explotarla. Al film le falta edición y sus 134 minutos de duración se hacen sentir. Un cierto embrujo persiste, sin embargo, y el ojo parece apegarse con deleite a esa superficie hecha de hermosos detalles, texturas envolventes y perfecta fotografía. Tal vez sea la nostalgia que domina la atmósfera. Merchant nos saluda por última vez desde un barco lujoso, y se lleva con él una forma muy personal de concebir la producción cinematográfica.

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