miércoles, 12 de septiembre de 2007

Ahora son 13, de Steven Soderbergh

Ahora son 13 es cine en estado gaseoso. Un cine que el recuerdo no puede apresar, pues se evapora muy pronto, se deshace, se pierde en la estratosfera. No hay centro narrativo, no hay peso en las imágenes, no hay personajes que imanten nuestra atención. ¿Vanguardia cinematográfica? Decididamente no. ¿Hollywood en plena forma? Muy lejos. ¿Apenas un correcto pasatiempo? Tampoco, porque Ocean’s 13 carece de un don fundamental para todo film de entretenimiento: sentido de la acción.

Exigirle acción a una película industrial no es reclamar estruendos o explosiones; lo que se añora, simplemente, es la vieja y rendidora acción clásica: situaciones que tengan causas y consecuencias, que articulen el interés del relato, que incluyan al espectador como cómplice, o que al menos lo engañen con inteligencia. Pero el público queda categóricamente excluido en Ocean’s 13: no hay emoción, no hay suspenso, no hay comunicación.

Steven Soderbergh se muestra como un consultor comercial en piloto automático. Su film parece una presentación programada en Power Point: las escenas se suceden con la displicencia de esas diapositivas publicitarias que deben deslizarse rápidamente para que su vacuidad discursiva no quede expuesta. Los bronceados ladrones de guante blanco y trajes Armani se mueven todo el tiempo pero no se sabe muy bien adónde van, y no importa demasiado por qué; la cuestión es que allí están nuevamente estos espléndidos muchachos, diseminados en una puesta en escena sin volumen, sepultados bajo una fotografía de filtros rojos y texturas doradas que proliferan hasta el empacho.

El tedio no es responsabilidad de Danny Ocean (George Clooney) y su banda. Ellos tienen encanto y así lo demostraron en La gran estafa: la diversión se limitó a conocerlos en aquella primera película y disfrutarlos mientras se adueñaban de La Vegas. Pero ahora los actores se divierten solos en un juego solipsista, al margen de la historia y del espectador. Ocean’s 13 es una película-burbuja, un club cerrado al que nadie puede ingresar (ni siquiera se destacan Al Pacino y Ellen Barkin, las supuestas “nuevas atracciones” de la serie).

Es cierto que en dos o tres secuencias los protagonistas se burlan de ellos mismos y de todo el circo que los medios arman a su alrededor. Tal vez esta sea la única exigencia que la película impone: para ser cómplice de algunos diálogos hay que estar al tanto de las noticias del espectáculo. Hay que saber, por ejemplo, que Clooney suele declamarse orgulloso de su soltería y que Brad Pitt aumenta su prole ante cada capricho de Angelina Jolie; sólo con esos datos se comprenden las dos únicas escenas graciosas de la película (seguramente había muchos otros guiños que a esta cronista se le escaparon). Esto dispara una triste conclusión: alcanza con ser “cholulo” para calificar como espectador-modelo de Ahora son 13.

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