Hace muy poco, el pasado 4 de junio, murió Enzo Staiola, el actor que a los ocho años personificó a Bruno en Ladrones de bicicletas, de Vittorio De Sica. Fue el mismo De Sica quien descubrió a Enzo, de casualidad, en la calle. Debió advertir que algo imperecedero fulguraba en los ojos enormes de ese chico, una mirada de tristeza profunda que se terminó convirtiendo en el paradigma cinematográfico de una humanidad quebrada.
En esta secuencia de la película, sin registro del silencio y la conducta que exige el ritual de la misa, el protagonista entra en una iglesia buscando a un hombre mayor que podría conocer al ladrón de la bicicleta. Bruno sigue a su padre e intenta acoplarse a su alienación, aunque hay infinitos estímulos que invaden su percepción. Se detiene un instante ante la chance de un plato de comida. Corre la cortina del confesionario y liga un coscorrón. Se arrodilla y se persigna, como hacen los demás. Y así continúa su carrera, preservando la curiosidad inocente a pesar de todo, manoteando alguna tajada de mundo en medio de la confusión. Por eso es tan extraordinario el plano que cierra el periplo por la iglesia, cuando Bruno se da vuelta para mirar. Una vez más.
Un caos de estatuas, cruces y querubines olvidados, despojados de todo atisbo de trascendencia. Lo que segundos antes era parte del altar y organizaba el teatro de la fe, se revela ahora en su impotencia profana. Imaginería sin propósito, santuario sin alma. Y ese chico que gira para mirar a esos otros seres que también son chicos, que parecen extender sus brazos mudos pidiendo ayuda, desesperados como él, ángeles atrapados en un abandono que no merecen ni tienen por qué comprender.