domingo, 22 de julio de 2012

Woody Allen: el autor y sus ventajas


Mientras hablo con amigos cinéfilos sobre A Roma con amor, mientras leo textos y comentarios en Internet alusivos al último trabajo de Woody, se impone una vez más esa paradoja que parece perseguir a los autores desde siempre: o castigamos en exceso a la película porque se trata de Allen y se supone que su genio debería esforzarse más, o la defendemos en exceso porque -también- se trata de Allen y nos conformamos aludiendo que su genio garantiza un piso mínimo de calidad superior al promedio circulante. Con frecuencia uno tiende a bordear alguno de estos dos polos en una argumentación, ya sea con respecto al director de Manhattan o a cualquier otro nombre consagrado. Aunque resulte muy difícil, habría que evitar tapar una película con el CV del realizador. Lo ideal, ya lo sabemos, sería ceñirse a la película en sí misma. Pero, claro, toda obra lleva a una firma, y aquí es cuando todo conduce a la cuestión del autor.

¿Debemos ser menos exigentes con Allen porque es un maestro y porque en su carrera ya nos ha dado suficiente felicidad? Pues no, y no digo nada nuevo. Allá por 1957, en ese artículo esencial titulado "De la política de los autores", André Bazin alertaba sobre los riesgos latentes en la “indulgencia admirativa” que muchos de sus colegas de Cahiers du Cinéma prodigaban a sus cineastas protegidos. Bazin temía que se terminara apelando a cualquier disparate argumentativo para justificar y elogiar aun el trabajo más pobre de un realizador venerado por la revista, mientras que otros títulos quizás valiosos eran maltratados o directamente ignorados sólo porque no ostentaban la mentada “chapa”. Estoy completamente de acuerdo con Bazin, y al mismo tiempo creo que, en los últimos años, la idea del autor ha sido demasiado manoseada, degradada, burlada. Un autor no es sólo un artista talentoso con estilo propio. Un autor también construye un vínculo a través del tiempo. El encanto de algunos artistas radica en ese empeño… o habría que decir empecinamiento, en el caso de Allen.

Aunque A Roma con amor sea una película apenas periférica dentro de la filmografía de Allen, tiene suficientes elementos como para confirmar hasta qué alto grado de sutileza el director conoce la gramática cinematográfica para urdir con absoluta frescura pequeños hechizos que fluyen con eficacia y sin necesidad de pedir permiso. Tomemos como ejemplo la forma en que el personaje de Alec Baldwin entra y sale de la ficción en las escenas con Jesse Eisenberg y Ellen Page.

Parece una idea simple y no precisamente novedosa (sin ir más lejos, Emilio Estévez la aplica en la reciente El camino para ilustrar las apariciones fantasmáticas de alguien que ya no está). Es un juego básico con el montaje, el plano/contraplano, la mostración o reserva del fuera de campo. Descartada la opción “realista”, dos son las lecturas inmediatas que nos quedan: o Baldwin es la voz de la conciencia adulta que quiere guiar al muchacho hacia la sensatez, o Baldwin está revisitando su pasado y Eisenberg interpreta a Baldwin cuando éste era joven, bohemio y enamoradizo. Allen ya había empleado otras veces este recurso. En Annie Hall, en lugar de construir un flashback convencional para narrar su pasado, Allen (su personaje) irrumpe literalmente en la casa de su niñez y comparte espacio con sus padres y con él mismo, versión pequeño. En Crímenes y pecados, Martin Landau también interviene físicamente en un almuerzo familiar de su infancia, encuentro imaginario que en ese film además funciona como interpelación moral. No estamos hablando de un invento de Allen: Ingmar Bergman, por ejemplo, ya había explorado esta suerte de "flashback interactivo" en muchas de sus películas (Cuando huye el día, entre otras).

Woody incorporó este mecanismo en su paradigma y lo fue redefiniendo, ajustando y transformando según los riesgos que asumían sus ficciones, y de alguna manera quienes integramos la generación que creció con él ya estamos entrenados para leer esa convergencia de virtualidades dentro de la misma situación dramática. Creo que aquí reside el mérito de un autor: hay una plataforma de persuasión que está ganada de antemano. Es el código devenido raíz, la contraseña automática que ya no hace falta explicar. La cuestión es qué se hace con esa connivencia cineasta-espectador labrada durante décadas: qué se construye a partir de ahí.

Volviendo a Baldwin, a esta altura ya no podemos interpretar lo suyo simplemente como un viaje al pasado o como la encarnación de Pepe Grillo. Si este esquema de "conexión mental" entre él y el joven fuera tan estricto, el guión limitaría al personaje a interactuar sólo con Eisenberg, pero la acción va más allá: Ellen Page también dialoga con Baldwin. Ni el relato ni el montaje están interesados en blindar el episodio para inscribirlo en la comodidad de una categoría (la fantasía), y lo mismo ocurre con la historia protagonizada por Roberto Benigni. No hay protocolos ni postas que orquesten el salto de un rizo al otro: la unión del conjunto sólo descansa sobre el verosímil-Woody. Entonces puede que la estación Baldwin no sea solamente el ya conocido estilema sobre la materialización del inconsciente o de la memoria, sino algo más. Ese algo más es el puro cine, aquello que el arte consigue robarle a lo imposible para convertirlo en existencia. Esa zona ambigua y única sobre la que un autor, a fuerza de ensayo y error, funda su derecho de propiedad, esa zona de huella y sentido que Allen ha logrado tallar dentro el tiempo fílmico y a través de su tiempo histórico, laboriosamente, con tesón, con vehemencia, con fallidos, con constancia. Ésa es la zona en donde un autor de verdad sabe correr con ventaja.


Woody Allen en el blog:
Medianoche en París
Vicky Cristina Barcelona
Conocerás al hombre de tus sueños

1 comentario:

Manuel Márquez dijo...

Una reflexión interesantísima y de calado, compa Caro; no he visto la peli (aún no se estrenó en España), pero espero hacerlo, y tener en cuenta tus orientaciones.

Un abrazo y buena semana.