viernes, 29 de abril de 2011

El cerebro digitalizado


Quisiera compartir una escena universitaria que tuvo lugar ayer. Me tocó presenciarla de casualidad y no pude evitar escuchar la conversación.


Una chica de unos 20 años leía un texto, muy concentrada, en un aula en donde se dicta la materia Metodología de la Investigación, de la carrera de Trabajo Social. Al rato llegó un compañero luciendo pantalón de vestir e impecable camisa blanca. Venía de una oficina, claramente, pero a pesar de su formalidad parecía un muchacho sencillo. Un buen laburante, al igual que la chica. Campechano, él se acomodó en su pupitre y sacó de su mochila un termo y un mate. Comenzaron a hablar de lo que les preocupaba: un trabajo práctico que deberían entregar en unas semanas. La chica lo tenía ya casi terminado pero él apenas había esbozado una página. Por lo que pude inferir, el práctico a presentar era un ensayo. Para intercambiar ideas, ella empezó a leer su texto mientras él asentía, moviendo sus piernas con inquietud. Asombrado por la información que su amiga había conseguido, el chico cebó otro mate e inició el diálogo central:

- ¿Esto lo googleaste?
-  No, lo saqué de la biblioteca de la facu.
-  Ah…
-  Este autor, Rojas Soriano, es muy bueno. Es mexicano y estudió las comunidades…

Ella quería entusiasmar a su amigo, pero dejó de hablar al percibir que él estaba desconcertado, como si le hablaran de una tierra incógnita.

- ¿Cuándo viniste a la biblio? -preguntó el chico Google, y pronunció el apócope “biblio” como queriendo demostrar familiaridad con ese espacio.
-  Vine varias veces. También el sábado -disparó ella, sabiendo que así le anularía a él la excusa de la oficina. Él se limitó a decir:
-  Ah…

Esta joven, por supuesto, hoy es un raro espécimen dentro de la masa de estudiantes universitarios. La actitud del chico no puede sorprendernos, porque se trata del denominador común de esta época. Muchas veces (demasiadas) me tocó como docente anular prácticos enteros porque eran flagrantes plagios de contenidos de Internet. Más allá de que uno pueda matizar las acciones de los chicos analizándolas en contexto, y aunque sepamos también que la culpa es en gran parte del sistema, yo no puedo dejar de sentir tristeza. ¿Cómo hacer girar la rueda para el otro lado, aunque sea un poquito?

En una entrevista publicada por Diego Salazar en el último número de la Revista Ñ, el escritor británico Marin Amis desliza sus precauciones frente a “la cuestión tecnológica”. Aquí va un fragmento del diálogo entre el periodista y el escritor. *

Hace unos meses, con el historiador Philip Blom decíamos que la lucha por la igualdad de los sexos y la revolución sexual habían llegado a su fin, al menos en Europa. ¿Está de acuerdo?

No lo creo. Creo que la igualdad tardará en llegar todavía un siglo. Resulta que es bastante difícil conseguir un acuerdo decente entre hombres y mujeres. Los viejos paradigmas no han terminado de desaparecer y los nuevos paradigmas resultan todavía algo confusos. Y tenemos la cuestión tecnológica, no sabemos todavía lo que significa tener un cerebro digitalizado. La gente parece no poder concentrarse, por ejemplo, no puede detenerse un momento para leer un libro.

Bueno, se puede. Quizá tome algo más de esfuerzo.
Sí, pero hay un número considerable de gente diciendo que ya no puede hacerlo. No el tipo literario, claro, sino la gente que decía leer unos doce libros al año. Esta gente se ha acostumbrado a picotear de uno y otro lado...

¿Y cree que eso es malo? ¿No es quizá sólo diferente?
No, creo que es malo. Creo que la incapacidad para comprometerse en una experiencia lectora es una pérdida gigantesca. Me horrorizaría que mis hijos no fueran capaces de leer de esa forma.

¿Todas estas quejas no son excusas para esconder pereza?
Creo que está ocurriendo un cambio real. Quiero decir, el cerebro alfabetizado es físicamente distinto al cerebro analfabeto. Y el cerebro educado digitalmente es diferente del cerebro alfabetizado. Ese es un cambio real.

* Fragmento de una nota publicada en la Revista Ñ del diario Clarín (23/04/11). Ir al texto completo.

La imagen de Humphrey Bogart pertenece al film The Big Sleep, dirigido por Howard Hawks.

miércoles, 27 de abril de 2011

Bafici 2011 - Burrowing


Burrowing (Man Tänker Sitt / Suecia, 2009)
Dirección: Henrik Hellstrøm, Fredrik Wentzel
Sección: Panorama

“Nos movemos continua y sinceramente obligados a vivir, reverenciando nuestra vida y negando la posibilidad del cambio. Es el único camino, decimos; pero hay tantos caminos como radios pueden trazarse desde un centro.”

Henry David Thoreau

Burrowing es algo así como la historia de un barrio cifrada en la mirada de uno de sus habitantes, un niño de unos nueve o diez años llamado Sebastian. En sus paseos solitarios por los bucólicos paisajes de Suecia, Sebastian enseguida nos recuerda el drama de The Girl, film presentado en el Bafici del año pasado, aunque ideológicamente deberíamos describir al muchachito como una versión precoz de Chris McCandless, el joven aventurero a quien Sean Penn retrató en la estupenda Into the wild. La voz narradora de Sebastian surca toda la película. Él camina, escucha, juega, observa. Les gusta especialmente perderse en el bosque, chapotear en el lago y, cada tanto, hacer lo que no hay que hacer. No entiende qué es la civilización. No odia a los hombres pero confirma cada día que algo en la sociedad no funciona, y para ilustrarlo su relato merodea por las vidas de tres vecinos que atraviesan situaciones difíciles. Ellos están desamparados, al borde de abandonarlo todo para internarse en la naturaleza. Tal vez para siempre.

Película pequeña, flotante, melancólica, más poética que narrativa, envuelta en sinfonías místicas y coros gregorianos, Burrowing combina momentos de belleza hipnótica con otros en donde la extrema estilización conlleva cierta frialdad (la música, por ejemplo, a veces quiebra el clima metafísico en lugar de acompañarlo). Pero son apenas detalles en una película que nace del riesgo, que se desplaza constantemente hacia zonas inesperadas, pantanosas, lejos de los cimientos realistas. Los realizadores Hellstrøm y Wentzel trabajan sobre una textura impresionista que sabe explotar a su favor el goce de lo incompleto.

Las imágenes que nos llegan son hilvanadas por la mente de un chico que hace asociaciones libres mientras escudriña el escenario social que lo rodea. Claro que no es un chico cualquiera. La sensación de extrañeza se instala desde el instante en que oímos esa voz de niño que nos habla con solemnidad profiriendo conceptos filosóficamente densos, entre los cuales hay muchas citas textuales del "Walden" de Thoreau. “Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano cavador, como los hocicos y garras anteriores de algunos animales, y con ella yo minaría y horadaría mi camino a través de estas colinas”, dice el protagonista, citando la frase del escritor norteamericano que inspiró el título del film. Así como los topos cavan (burrowing) sus refugios en la tierra, la película intenta auscultar los túneles imaginarios que el sujeto necesita forjarse para lidiar con lo real.

En definitiva, se trata de escapar, salir del marasmo existencial para inventar un mundo propio, más sencillo, más sano. Pero mientras Sebastian (vía Thoreau) se permite apostar a la creación, ponderando el crecimiento espiritual que implicaría la independencia, el espectador comprueba que los otros personajes no tienen tanto margen para la reflexión y si se fugan lo hacen sumidos en la desesperación. De allí que en la última parte del film se produzca una interesante colisión de impulsos. El idealismo choca contra las capacidades del ser concreto. El destino de los personajes es ambiguo, delegado a la interpretación del espectador. Y en este punto hay que ver cuánto confiamos realmente en las virtudes "liberadoras" del individualismo. 

martes, 26 de abril de 2011

Gonzalo Rojas (1917 - 2011)


Los días van tan rápidos en la corriente oscura que toda salvación
se me reduce apenas a respirar profundo para que el aire dure
                     en mis pulmones
una semana más, los días van tan rápidos
al invisible océano que ya no tengo sangre donde nadar seguro
y me voy convirtiendo en un pescado más, con mis espinas.
Vuelvo a mi origen, voy hacia mi origen, no me espera
nadie allá, voy corriendo a la materna hondura
donde termina el hueso, me voy a mi semilla,
porque está escrito que esto se cumpla en las estrellas
y en el pobre gusano que soy, con mis semanas
y los meses gozosos que espero todavía.
Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse
de haber entrado en este juego delirante,
pero el espejo cruel te lo descifra un día
y palideces y haces como que no lo crees,
como que no lo escuchas, mi hermano, y es tu propio sollozo allá
                 en el fondo.
Si eres mujer te pones la máscara más bella
para engañarte, si eres varón pones más duro
el esqueleto, pero por dentro es otra cosa,
y no hay nada, no hay nadie, sino tú mismo en esto:
así es que lo mejor es ver claro el peligro.
Estemos preparados. Quedémonos desnudos
con lo que somos, pero quememos, no pudramos
lo que somos. Ardamos. Respiremos
sin miedo. Despertemos a la gran realidad
de estar naciendo ahora, y en la última hora.

Gonzalo Rojas

sábado, 23 de abril de 2011

Bafici 2011 - Finisterrae


Finisterrae (España, 2010)
Dirección: Sergio Caballero
Sección: Competencia oficial internacional

Leo artículos sobre Finisterrae en Internet y me anonada ver cómo las referencias cinéfilas se van apilando en una alta torre de luxe: Albert Serra, Phillipe Garrel, Eugène Green, Jodorowsky, Bergman, Buñuel, Tarkovsky, Lynch, Tolkien, Cervantes, Homero y así siguiendo. Por supuesto que no se me cruzaron todos estos nombres durante la proyección, sino apenas algunos y de manera muy tangencial (cuando el film terminó sí, quien se me impuso fue el director de Honor de cavalleria, como después voy a explicar). En las reseñas online también se repite la noción de “delirio experimental”, aunque por suerte yo entré en la sala sin esa prevención. No sabía nada de nada, ni siquiera sabía que las dos figuras que aparecían en el afiche eran fantasmas. En esa imagen yo creí ver dos mujeres con burkas en un paseo a caballo, y encaré la película con esa idea hasta que la historia enseguida me llevó para otro lado. Pronto empezó a azuzarme un desconcierto levemente fastidioso ante ese artefacto que no podía atajar con ninguna cuerda interpretativa.

Disculpen si este texto resulta demasiado personal pero reconstruir la experiencia frente a la pantalla es la única forma de hablar sobre Finisterrae, un cine del transcurrir, cine de lo incierto, cine concebido para punzar, pervertir, recalcular el hábito espectatorial, un refrescante efecto colirio que afortunadamente provocaron muchas películas en este festival (pienso en el Film Socialisme de Godard, en el Turin Horse de Béla, en el Aita de Orbe, en Le quattro volte de Frammartino, en la ya comentada Sipo'hi… bendito seas, Bafici). Si Finisterrae nos deja perplejos es porque instintivamente la abordamos apoyados en algún tipo de realismo, el único patrón desde el cual podemos -pretendemos- calibrar la coherencia de aquello que no comprendemos. Y si nos quieren vender un relato fantástico, entonces pediremos que ese mundo alternativo nos presente reglas claras, que se esfuerce en crear su propio verosímil. Estas son nuestras demandas atávicas y Sergio Caballero cuenta con ellas justamente para dinamitarlas, anulando toda posibilidad de un cable a tierra. Lo que busca su película es que dejemos de lado la razón, aunque sea por un rato. La razón adulta, para ser precisos.

La náusea me invade. Estoy cansado de ser un fantasma”, confiesa uno de los dos protagonistas. El otro no sufre tanto pero acompaña a su amigo en el sentimiento. Deciden emprender un viaje a través de los maravillosos paisajes de Santiago de Compostela en dirección hacia los confines del mundo (Finisterrae). Según les indicó un oráculo, recién al final del camino podrán mutar en seres vivientes. Claro que cuesta muchísimo creer que esos personajes puedan ingresar en otro cuerpo porque no tienen en absoluto el carácter impalpable de los espíritus. Al contrario, con esas sábanas sucias estos fantasmas son el colmo de la materialidad, pero así y todo ahí van ellos, uno con sus traumas psíquicos y el otro con sus sueños porno soft, transportándose en un caballo (que a veces es de verdad y a veces es de madera) o, en su defecto, en una silla de ruedas. Hablan en ruso y se orientan usando un cono de viento. No, no hay que adosarle significación a todo. Finisterrae propone lo inverso: relajarse y jugar. Estarán los cinéfilos de fuste que quieran rastrear todas las citas espolvoreadas en el film por Caballero, o aquellos que prefieran discutir más finamente si estamos ante una parodia, un pastiche, un chiste o una genialidad. Aunque el realizador catalán pueda conformar un poco a todos, sospecho que su intención de fondo es todavía más humilde, más cercana al romanticismo que al ademán posmoderno. Porque al final del trayecto el fantasma se hará rana y luego se hará princesa a la espera de su hidalgo, y el film quiere que creamos que eso es posible sin preguntarnos por qué, como cuando éramos chicos y no nos alarmaba que una calabaza pudiera a la vez ser un carruaje, simplemente porque esa opción era una pieza más dentro de nuestro castillo de cuentos. Entre lo fantástico y lo real respira una dimensión que se apaga cuando perdemos la mirada infantil: es una dimensión vital, la de la imaginación inocente aún no contaminada por la lógica.

Albert Serra alguna vez sugirió que con su obra él buscaba destilar “un cine muy puro”. Sus películas sobre Don Quijote y Sancho y sobre los Reyes Magos parecerían ampliar y nutrir lo que en los relatos originales sólo son elipsis, tiempos suprimidos. Serra filma el mientras tanto, las horas pedestres lejos del clímax popular. Caballero ensaya algo similar con sus fantasmas: los acompaña en el intervalo reflexivo entre dos encarnaciones, un lapsus fuera de toda temporalidad conocida. Los pinta con trazos absurdos pero a la vez los observa con fascinación, porque lo cierto es que no sabemos muy bien qué son los fantasmas pero sí sabemos que son entidades inherentes a cualquier tradición cultural.

No sé si todos ustedes tuvieron la dicha de creer en Papá Noel, pero yo creía en él cuando era chica. También creía que venía desde el Polo Norte con su trineo traccionado por esbeltos renos. En Finisterrae uno de los fantasmas finalmente se convierte en reno. El director señaló en una entrevista que la imagen que lo obsesionó desde el inicio del rodaje fue la escena del reno entrando en el palacio vacío. Es una escena bellísima que además culmina con el animal pasando por delante de una chimenea. Ignoro si Caballero tuvo en su mente a Papá Noel, pero recordando los Reyes de Serra, me animé a pensar que sí. Y la verdad es que yo no puedo probar con cuánta certeza en mi infancia confiaba en la existencia de ese anciano barbudo que llegaba en Navidad: no lo sentía como fantasía absoluta, pero probablemente tampoco apostaba a que fuera un ser de carne y hueso como yo. Sin embargo, al igual que los fantasmas, Papá Noel simplemente era. Él latía en esa dimensión intermedia y fundamental, esa zona protectora del alma que hacía que valiera la pena vivir y crecer en ese mundo demencial que tenía bajo mis pies.

jueves, 21 de abril de 2011

Bafici 2011 - Sip'ohi - El lugar del manduré


Sip'ohi - El lugar del manduré (Argentina, 2011)
Dirección: Sebastián Lingiardi
Sección: Competencia oficial argentina

Fricción. Alguien intenta encender el fuego con ramas, a la vieja usanza, la original, la técnica de la persistencia, la que alguna vez le permitió al hombre entrar en otra era. Durante varios minutos la imagen sólo muestra unas manos tesoneras buscando esa chispa que se hace desear. Mientras tanto una voz narra una leyenda que habla del fuego, un fuego que no se parece a esa llama que conocemos, o que creemos conocer porque la vemos. Para el hombre que relata, el fuego es otra cosa: un tesoro de la oralidad que lo visual no podrá representar jamás.

Sip’ohi - El lugar del manduré ensaya un acercamiento a la cultura wichi, cuya lengua es tradicionalmente ágrafa. De allí la fricción, el extrañamiento, la inasible confluencia entre palabra e imagen que recorre todo el film. Walter Ong lo explica de esta forma: “Sin la escritura, las palabras como tales no tienen presencia visual, aunque los objetos que representan sean visuales. Las palabras son sonidos. Tal vez se las ‘llame’ a la memoria, se las ‘evoque’. Pero no hay dónde buscar para ‘verlas’. No tienen foco ni huella (una metáfora visual, que muestra la dependencia de la escritura), ni siquiera una trayectoria. Las palabras son acontecimientos, son hechos”. * La película finalizará con otra leyenda en donde sólo escucharemos la voz narradora mientras la pantalla permanece en negro. Esta decisión estética confirma el respeto y la sabiduría con los cuales el director Sebastián Lingiardi y la guionista María Paz Bustamante encararon este curioso trabajo.

Estos mismos realizadores presentaron en el Bafici del año pasado una fallida película de ficción llamada Las pistas, en donde actores de orígenes wichi y toba protagonizaban una confusa aventura. En ese proyecto participó Gustavo Salvatierra, un profesor intercultural que ahora regresa como protagonista y principal impulsor del nuevo film, titulado Sip’ohi porque así denominan los wichis al municipio de El Sauzalito, al norte del Chaco, en donde transcurren las vidas de los diversos personajes registrados por la cámara. Dos ejes centrales animan la banda sonora: por un lado, la voz over que narra los cuentos de Tokjuaj, el divertido espíritu que atraviesa la mitología originaria; y por otro lado, los testimonios del mencionado Salvatierra y de Félix Segundo, quien conduce un programa de radio y desde allí convoca a todos los que conozcan y quieran transmitir leyendas del pueblo. “Nos cuesta encontrar ancianos para saber más de nuestra cultura”, dice Félix frente a su micrófono, afianzando una sensación de nostalgia que algunas imágenes venían sugiriendo.

Lo más interesante de esta obra es que cuestiona su misma posibilidad como película, básicamente porque se pregunta cuánto derecho tiene a retratar una comunidad que se resiste -con razón- a convertirse en un mero objeto de exhibición para la jactancia antropológica. Es lógico entonces que los protagonistas marquen territorio y lancen esas demoledoras miradas a cámara, con el semblante adusto, en estado de alerta. Un personaje lamenta la actitud de los otros (los blancos) al asegurar que “ellos vienen, sacan sus cuadernos, sus grabadores, sus cámaras… y después se van”. Los realizadores no aspiran a resolver el dilema, por eso el resultado del film conlleva una experiencia atípica, cambiante, deliberadamente dubitativa.

Sí creo que esta película impone un desafío, un test de tolerancia dirigido al cinéfilo, sobre todo al espectador porteño habitué de festivales, supuestamente “abierto” y "ávido por descubrir nuevas propuestas", ese cinéfilo que se confiesa desesperado por la ver la última joya tailandesa. Sip’ohi apenas dura 70 minutos. En la función a la que asistí, el último domingo del festival, muchos espectadores abandonaron anticipadamente la sala sin dedicarle a la proyección un mínimo de paciencia para conectarse con las inquietudes esenciales de la obra. El Bafici también revela estas hipocresías. Por eso hay que aplaudir a esos hombres sabios que desde la pantalla nos miran con desconfianza.

* Walter J. Ong. Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra. (Ed. Fondo de Cultura Económica)

martes, 19 de abril de 2011

Bafici 2011 - Household X / Wasted youth / Shelter


Household X (Kasoku X / Japón, 2010)
Dirección: Kôki Yoshida
Wasted Youth (Wasted Youth / Grecia, 2011)
Dirección: Argyris Paradimitropulos, Jan Vogel
Shelter (Podslon / Bulgaria, 2010)
Dirección: Dragomir Sholev
Sección: Competencia oficial internacional

No revelamos nada si decimos que la alienación capitalista es un tema siempre fundamental, crudo, urgente. Es un problema universal que modela al ser humano desde hace siglos, un horror cotidiano que hoy muchos pretenden disfrazar apelando al consumo voraz, o a una buena dosis de ansiolíticos, o a la más llana y corrosiva resignación. El cuadro es muchísimo más complejo que este resumen, pero el boceto parece resultar suficiente para los cineastas adoradores de las formas mínimas. Les basta con trazar tan sólo los “rasgos pertinentes” (como bien los define Umberto Eco) de un dibujo para que uno pueda reconocer el concepto sin esfuerzo, sin que importe demasiado el grado de precisión. Muchas películas creen honrar el arte de lo mínimo cuando en realidad apenas se están conformando con lo esquemático, esos vagos contornos con los que cualquier espectador puede identificarse aunque no necesariamente conmoverse, dado a que en este cine los personajes se asemejan más a hipótesis que a gente como uno. Es un cine siempre al borde de la deshistorización, aun cuando esas películas hablen claramente de nuestro mundo, el de hoy, el de las noticias.

En Household X, el realizador japonés Kôki Yoshida se preocupa por mostrar cómo los miembros de una familia casi no se dirigen la palabra, si es que alguna vez se cruzan dentro de la misma casa. Papá evasivo, mamá bulímica e hijo adolescente habitan un bonito chalet en un barrio de Tokio y para sostener ese piso de vida (que no es vida), el padre debe pasar largas horas en la oficina. Del ámbito de trabajo se desprenden las imágenes más elocuentes del film, ya que ahí vemos cómo las computadoras nuevas y los rutilantes monitores LCD conviven con viejos escritorios de metal, muebles resistentes aunque un poco abollados, testigos de una modernización tecnológica desatada que supuestamente nos facilitaría la rutina. Pero no. Los softwares se tildan, los virus se atrincheran, el hombre desespera y su pulso íntimo se congela. En estas escenas el film logra apresar ciertos síntomas de una época, signos desde los que podemos partir para pensar las particularidades de un momento de la Historia. Por eso es una lástima que todo lo demás en Household X sea tan acotado, por no decir perezoso. 

Y eso que Yoshida filma muy bien: a través de primerísimos planos y silencios infinitos uno puede inhalar la angustia de ese hogar aterrador, en donde la indiferencia se potencia aún más con sutiles elipsis y un montaje enrarecido que nos empuja continuamente a esperar y desear el contraplano de esa otra persona que puede llegar demasiado tarde, o no llegar jamás. Pero mientras la desolación se nos sube al cuello, los personajes de van vaciando de sentido porque se quedan en la generalización. Son seres carentes de pasado, sin subjetividad real más allá de la clara frustración, y es el espectador quien debe inventar lo que al guionista no le interesó ni siquiera sugerir. ¿Por qué sufren exactamente estos personajes? Por la alienación, obviamente: eso es todo lo que la película sabe responder, sin detenerse a elaborar una diferencia dentro de la repetición, un matiz especial, un anclaje que la salve del relativismo extremo. No, no pido un film repleto de explicaciones. Tan sólo espero que el artista se haga cargo del drama que eligió contar.

Si la alienación sobrevive con más fuerza que nunca es porque se las ingenió para mutar, adaptarse, mimetizarse con el sujeto al punto de volverse natural. Alienación orgánica. Lo dijo Foucault hace ya muchas décadas (de nuevo, no descubrimos nada): el sistema político-económico logró fraguar en nuestra biología aquellos malestares que son en verdad producto de la cultura. Pero resulta que la (muy exportable)  retórica del “malestar globalizado” acaba uniformando los discursos en detrimento de las especificidades de cada sociedad o de cada individuo. Dirigido por Argyris Paradimitropulos y Jan Vogel, el film griego Wasted Youth es mucho más ambicioso que el japonés, aunque lamentablemente acude a similares facilismos narrativos. El relato despliega dos historias paralelas: un perturbado padre de familia que quiere cambiar de empleo (recién al final sabremos que es policía) y un adolescente enamorado de su skate. 

El título “Juventud malgastada” es irónico, ya que aquí son los adultos quienes están verdaderamente perdidos, mientras los chicos viven arrebatados en la burbuja propia de la edad, más comprensible aún cuando en sus casas sólo encuentran ejemplos de desazón. En lugar de una trama hay más bien un muestrario disgregado de la Atenas actual, soleada y caótica, con notorias diferencias de clases y psicosis a granel. Es la Grecia del derrumbe económico, aunque el eje del film no se asienta tanto en la crisis sino en la incomunicación, en la distancia que separa a los protagonistas de sus respectivas familias. Acá surgen varias incógnitas que no se llegan a justificar y que parecen colocadas para subrayar el look infernal del film. ¿Por qué está internada en una clínica la madre del muchacho? ¿El policía está realmente cansado de su trabajo, o directamente quiere fugarse de su casa? ¿Su hartazgo llegó con la crisis o ya venía de antes, por otras motivaciones? Y si el objetivo de estas preguntas era infundir cierta ambigüedad, ¿por qué regalarle la resolución del film a un personaje que es un brutal estereotipo del policía siniestro? La historia del chico le debe demasiado al paradigma adolescente ya definido por Paranoid Park, con una diferencia clave: Gus Van Sant sí se animó a denunciar la indolencia. La historia del adulto es más intrigante pero el guión la termina reduciendo al atajo críptico y fatalista.  

El esquematismo de Household X y Wasted Youth se torna más evidente frente a la contundencia de una película como Shelter, que también explora la incomunicación en la familia pero lo hace sin generalizar el conflicto. Al contrario, su virtud reside en exprimir al máximo una situación muy concreta con personajes que se hacen querer porque tienen dudas y no son sólo témpanos. Ambientada en Bulgaria, en paisajes similares a los que viene mostrando el cine rumano, Shelter comienza cuando un entrenador de waterpolo, que está viajando con su equipo hacia un partido, tiene que abandonar el micro debido a una llamada preocupante de su esposa: su hijo de 12 años desapareció durante el fin de semana y no hay rastros de él. Padre y madre van a la comisaría y soportan los desplantes burocráticos mientras el espectador se prepara para la más dolorosa incertidumbre, hasta que los protagonistas vuelven a casa y se encuentran con el pequeño Radostin, que luce muy tranquilo, sin ganas de pedir disculpas e incluso acompañado de una señorita que pronto se peinará como una punk. Y si en las películas anteriores los espacios cotidianos eran despedazados por el montaje y la fragmentación, aquí Dragomir Sholev elige lo contrario: utiliza el plano secuencia para religar a los personajes y obligarlos a negociar las tensiones dentro del mismo espacio. Porque el techo es uno solo, aunque las dos generaciones no sepan cómo dialogar.

Shelter se pone realmente divertida cuando llega Tenx, otro amigo punk de Rado que viene a buscar a la chica de cabellos en punta. “La lluvia y el viento son los peores enemigos del punk”, dice el cancherísimo Tenx mientras acomoda su cresta y se gana enseguida nuestra simpatía. Tanto él como su novia y Radostin quieren convencerse de que podrán vencer la alienación. Necesitan creer en algo que el presente no les da, por eso buscan refugio en las tribus de otra época. Lanzan la palabra “anarquía” como un comodín que representa muchas cosas, aunque a la hora de definir la libertad, nadie sabe muy bien cómo explicarla. En Shelter los adultos y los chicos logran intercambiar ideas gracias a un insólito almuerzo que los reúne, cuando en las otras películas es justamente en la mesa donde estallan las lejanías. El realizador búlgaro no pretende hallar soluciones para la distancia entre padres e hijos, distancia que va mucho más allá del desfasaje en el manejo de la tecnología (el paraíso de la hiperconectividad, por otro lado, queda expuesto en el film como una frágil fantasía). Es cierto que algo se rompió, algo que nunca podremos recomponer. Esto es así, las cosas cambian, por eso es posible la Historia. La película no tiene respuestas pero tampoco recurre a la comodidad del pesimismo multitarget. Al menos intenta comprender un espacio y un tiempo concretos. Propone un encuentro y se atreve a enfrentar las consecuencias de ese cara a cara necesario que muchos otros prefieren esquivar.

miércoles, 13 de abril de 2011

Bafici 2011 - En el futuro


En el futuro (Argentina, 2010)
Dirección: Mauro Andrizzi
Sección: Competencia oficial argentina

En el futuro es la clase de película que se aprecia mucho más cuando pasan los días y uno comprueba que el experimento empieza a germinar en la percepción. El film abre con una larga secuencia en la que varias parejas se besan con fruición. Luego siguen imágenes de una casa vacía y se escucha una voz over de alguien que asegura ser un fantasma. A partir de ahí se suceden testimonios a cámara de personajes diversos que cuentan historias sin ligazón aparente entre ellas (tampoco son las personas que se besaban en el prólogo), aunque en general los temas se refieren el amor, el sexo y la ausencia. Predomina el blanco y negro, salvo en una secuencia que muestra una serie de “fotos de alcoba” pertenecientes a un coleccionista.

Necesito diferenciar aquí el durante y el después de la proyección, sobre todo teniendo en cuenta que encaré esta película con la excelente impresión que me había producido Iraqi Short Films (presentada en el Bafici 2009), un film de montaje en el que Mauro Andrizzi imponía una notable coherencia al caótico material hallado en Internet. Por el contrario, En el futuro se desliza hacia una zona de arbitrariedad en donde el desfile de microficciones aisladas difumina la construcción de una idea o, incluso, de una emoción. Más allá del exquisito trabajo con las texturas, la composición y la fotografía, esta vez el director le destina un lugar central a la narración oral. Durante la proyección -y mientras recordaba el film Ten tiny love stories, del subestimado Rodrigo García- me sentí impelida a inferir cuál era la llave narrativa que enlazaba el desparejo conjunto, simplemente porque no quería apresurarme a juzgar la estructura como “caprichosa”. En ese primer contacto viví la película como si fuera un cuaderno de apuntes dispersos, en donde el juego de luces y sombras muchas veces salvaba la poca sustancia de algunos testimonios. Y ahora creo que aquí reside lo más atractivo de la propuesta, porque con el correr de los días muchas de esas escenas vaporosas volvieron a mí con insistencia, y esa llave que buscaba se tornó mucho más nítida.

En varias de las historias narradas suele haber un tercero ausente pero fundamental, alguien que despertó celos, o fantasías, o preocupación, o sólo curiosidad. Sobre todo curiosidad. En esa pulsión no hay límite, no hay final real, cualquier otro fragmento podría seguir al último fotograma de la película, en un montaje inacabable lanzado hacia el futuro. Porque así funciona la mirada, con la urgencia por atrapar la imagen que no está, con la quemazón del voyeur que hoy se potencia aún más con esa Babel visual que es Internet. Claro que eso que tanto anhelamos jamás estará disponible en YouTube. 

Hace pocos días en este blog citábamos una iluminación de Benjamin: “Aquellas imágenes reveladas en el cuarto oscuro de la experiencia vivida son las más importantes que llegaremos a ver.” De eso se trata esta película.  

domingo, 10 de abril de 2011

Bafici 2011 - Un mundo misterioso


Un mundo misterioso (Argentina, 2010)
Dirección: Rodrigo Moreno
Sección: Competencia oficial argentina

Cuando ya ha transcurrido más de media hora de relato, cuando empieza a exasperar el irrelevante limbo en el que se hunde Boris (el protagonista, interpretado por Esteban Bigliardi), cuando confirmamos que el título Un mundo misterioso le queda demasiado grande a esta película, el guión introduce el guiño para los avezados, lanzado contra ese espectador común e impaciente que no entiende nada sobre los tiempos en el cine. El diálogo cómplice se escucha en una escena que transcurre en una biblioteca, en donde un personaje le recomienda una novela al protagonista, pero le advierte que en la historia no ocurren demasiadas cosas: “Pero está bueno que no pase nada. ¿Por qué siempre tiene que pasar algo?”. Traducción: la película está hablando de sí misma. No esperen acción porque este es el cine del paréntesis, del Tiempo Estancado, de la nube metafísica/somnolienta de un Hombre en Crisis (o sea: joven al que no se lo ve necesitado de trabajar, porque le alcanza con deambular).

Otro quiebre se produce en la escena de los libros, cuando irrumpe un amigo de Boris que descoloca por su hieratismo, buscando el resorte absurdo. Recién en ese momento comprendemos que deberíamos haber leído toda la película desde el prisma de la comicidad amarga, porque evidentemente ésta debió ser la intención de aquella primera conversación en la cama, escrita e interpretada para provocar algo cercano al humor. Pero en la sala nadie se rio, ni en el inicio del film ni en muchas situaciones que reclamaban la risa, no sólo porque el juego dramático carece de toda frescura, sino también porque el personaje central es tan desangelado que cuesta mucho sentir algún tipo de cariño por él. El registro actoral nos lleva entonces por el camino de Sábado de Juan Villegas, hasta que aparece Rosario Bléfari (actriz de Silvia Prieto, de Martín Rejtman) para que la película pueda certificar definitivamente sus filiaciones, si bien nunca queda claro cuál es el diálogo estético que Moreno pretende establecer con los colegas de su generación. Porque algo parece querer decir con todas estas referencias mencionadas, pero el problema es que el foco no se abre mucho más allá del ombligo. Un mundo misterioso es finalmente un film rezagado, de factura prolija y reflexiones que se van poniendo viejas.

sábado, 2 de abril de 2011

Un niño y un soldado


El año pasado Telefé presentó el ciclo "Lo que el tiempo nos dejó", una serie de ficciones inspiradas en personajes y situaciones importantes de la historia argentina. Uno de los mejores capítulos del ciclo fue el dedicado a la guerra de Malvinas: Los niños que escriben en el cielo, dirigido por Adrián Caetano y protagonizado por Fabián Vena, Julieta Ortega y Carlos Belloso. Hoy el canal volverá a emitir ese capítulo a las 0.30, cuando termine "Zapping". No se lo pierdan.