miércoles, 7 de abril de 2010

Hoy comienza el Bafici

Hace mucho tiempo que no leía un artículo tan bello como el que Osvaldo Bazán publicó hace unos días en el diario Crítica. Mientras avanzaba en la lectura, mis reflejos me traían imágenes de festivales anteriores, de los que me quedan grandes momentos, dentro y fuera de una sala, y muchos de ellos tienen que ver con personas que conocí, con las que conversé, de quienes aprendí mucho. No puedo dejar de sentir que con los años se ha perdido un poco el encuentro con los otros… pero esto no es culpa del cine.

Para quienes no lo leyeron, copio abajo el texto completo de Bazán (vale la pena). Los destacados son míos.


Doce libritos adorados
Por Osvaldo Bazán *

Cada cual mide el paso del tiempo como puede, como quiere, como se le ocurre. Pueden ser obvios almanaques, impresentables amantes, obscenas posesiones, desaparecidos pelos. Lo que no varía es el tiempo.

Tengo una posesión preciosa que me marca el paso del tiempo; eso que sería lo último de lo que me desprendería, el equipaje para la isla desierta, el Rosebud que explica la existencia. Quizás esté exagerando, pero no es algo que no haga habitualmente. Exagerar, digo.

Tengo doce libritos de los que no me desprenderé aunque vengan degollando. De acuerdo, puede sonar superficial esta afirmación en un país en el que hubo que desprenderse de mucho más que libros porque efectivamente vinieron degollando. Pero los tiempos también son más superficiales.

Se trata de doce libritos de distintos tamaños: los primeros ocho de más o menos 30 x 22 cm, los últimos cuatro de 22 x 15 cm. Doce libritos de distintos colores: uno blanco, uno negro, uno blanco y negro, uno fucsia, uno gris y los otros ocho, entre celestes y azules. Cada libro, un año.

Desde 1999, puntual, como las estaciones, bajan los calores, empiezan a aclarar las hojas de los árboles hacia un amarillo final, se huele merluza en el aire y aparece el Bafici: Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. Y cada Bafici tiene un catálogo. Acabo de conseguir mi librito preciado número doce.

En los once anteriores están anotadas las películas que vi cada año; los permisos que pedí en los trabajos, las mentiras que puse para escaparme, los teléfonos de la gente que conocí en esos encuentros. Son diez días que estremecen mi mundo.

Son clases profundas de historia, geografía, psicología, sociología, música, lo que se te ocurra. Es la educación sentimental que el Estado no me dio en casi ninguna otra circunstancia.

Era un domingo de abril de 2001, todavía éramos uno a uno. Afuera había un sol amarillo de otoño, cierto último calor. El director de la película, el húngaro Bela Tarr, nos miró como si fuéramos sea monkeys en la oscuridad de la sala del Abasto. Dijo: “Está hermosa Buenos Aires ahí afuera, es domingo, yo me voy a recorrer la ciudad, son las dos de la tarde. Piensen bien si se quieren quedar, yo vuelvo a las nueve de la noche, cuando la película termine”.

Y se fue dejándonos a los cientos de tipos que estábamos ahí con siete horas de llovizna en blanco y negro, con el tiempo en tensión entre el derrumbe del comunismo y la aparición del capitalismo en una granja colectiva, Sáátantango se llama la película y es el deporte extremo más inolvidable del que participé. Al final de la noche, cuando Tarr volvió, casi nadie se había ido y todos dijimos “gracias, Bafici”.

Cada película del Bafici –incluso las malas, incluso las pésimas– es una puerta abierta a una realidad que, al conocerla, te modifica. Sí, suena exagerado. Pero ver de cerca –tan de cerca como la sensibilidad de sus autores te lo permita– los problemas, soluciones, deseos y frustraciones de gente parada en cualquier punto del globo es la sensación más humana que podés sentir.

Salir de la cajita K/anti-K en la que nos encerramos y terminamos destruyéndonos los que deberíamos estar juntos, nos recuerda que estamos vivos y que la gracia está en los colores, aunque la película sea en blanco y negro. Que no hay soluciones mágicas, seres iluminados ni comienzos de la historia. Que todo fluye, que somos gente, que lo que hacemos es lo que podemos, acá, allá y en todas partes.

Es sintomático, supongo, que alguna parte de la clase media porteña mire de soslayo a esos miles de enloquecidos que corren en abril por el Shopping del Abasto al grito de “¡la cubana!, ¡la cubana!” o “¿dónde está la taiwanesa?”, como si estuvieran en un burdel internacional (y algo de eso hay).

Hay mucha gente también dispuesta a decretar a su propia sensibilidad como única posible; cristalizar el nivel emocional ahí donde llega y sospechar de todo lo demás. Contra eso trabaja el Bafici. Contra la mirada única, la mejor manera de tratarte como muerto aún cuando estás vivo.

Sí, claro que hay esnobismo en las chicas con vestidos como veladores, en los chicos que se cruzan el bolsito para ir al punto de encuentro. Pero ya hablar de esnobismo es esnob. Y nadie sabe bien qué corno es. Mejor disfrutar de las películas.

Los directores artísticos del festival fueron, correlativamente, Andrés Di Tella, Quintín, Fernando Martín Peña y Sergio Wolf; todos nombres prestigiosos dentro de lo suyo, irreprochables. Por supuesto que ante cada cambio de gobierno, ante cada cambio de dirección artística, surgieron rumores y rencillas y ese puterío tan oficinesco que corresponde.

Pero no menos cierto es que el Bafici como olla pirula del cine del mundo se siguió cocinando, aumentando y alimentando no sólo a los cinéfilos empedernidos sino también a decenas de miles de argentinos (una versión reducida del festival sale de paseo por algunas provincias del país, cuestión que sería buenísimo que se pudiera ampliar) que ven cada vez más ahogada su posibilidad de trabajar su sensibilidad para un lado que no sea lo que Hollywood dispone. Y esto no es necesariamente una observación hacia los modos artísticos del imperio, sino simplemente hacia su omnipresencia y la asfixia que esa omnipresencia produce.

Pero hay más, y ahora que repaso la colección de catálogos para sumar al nuevo amigo, recuerdo que en la primera página de cada uno de mis doce libritos adorados constan las autoridades municipales, encabezadas por el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Y el orden, en los doce libritos es: primer Bafici, 1999, Fernando de la Rúa; segundo, 2000, Enrique Olivera; del 3° al 7° festival de 2001 a 2005, Aníbal Ibarra; 8° y 9° festival, de 2006, 2007, Jorge Telerman; 10°, 11° y 12° festival, de 2008 a 2010, Mauricio Macri. Para simplificar: radicales, progresistas, peronistas, derechistas. A ninguno se le ocurrió –y, si se le ocurrió, no pudo– levantar el festival y empezar otro, o no empezar ninguno. No sé si habrá muchas otras iniciativas del Estado que continúen a través de los años como el Bafici. Sin duda, ahí hay una clave del éxito.

El próximo miércoles empieza un nuevo festival. No sólo estoy más viejo, también soy mejor. Y en parte se lo debo al Bafici. Que tengamos un buen festival.

* Artículo publicado en el diario Crítica de la Argentina (02/04/10)


Fotos: 1) Excursiones, de Ezequiel Acuña (Bafici 2009); 2) Crimson Gold, de Jafar Panahi (Bafici 2004), 3) Irma Vep, de Olivier Assayas (Bafici 2001), 4) Ossos, de Pedro Costa (Bafici 2002); 5) Oasis, de Lee Chang-dong (Bafici 2003).

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