domingo, 8 de marzo de 2009

Simone también tuvo que aceptarlo...

Alguna vez escuché por ahí (más de una vez, en realidad) que Simone de Beauvoir era feminista porque había logrado poner en caja el amor. Escuché que fue el supuesto "pacto de amor libre" (¿?) con Jean Paul Sartre lo que la entrenó para disfrutar de las cosas del querer sin salir lastimada. La misma vulgata quiere creer que Simone no sufrió por amor. Pero son mentiras, engaños que buscan vestir de plenitud a la épica de la “liberación femenina”. Simone sufrió de lo lindo. 

La Simone adulta, ya consagrada, cuando parecía estar de vuelta de todo, se enamoró perdidamente del escritor norteamericano Nelson Algren, pero no se animó a construir una vida con él. (En 1948, Simone le escribió a Nelson una famosa explicación: “Por usted, podría renunciar a la mayoría de las cosas. Sin embargo, no sería la Simone que le gusta si pudiese renunciar a mi vida con Sartre, sería una sucia criatura, una traidora, una egoísta. Quiero que sepa esto, sea cual fuere la decisión que usted tome en el futuro: no es por falta de amor que no puedo quedarme a vivir con usted. Aunque le parezca pretencioso, lo que debe saber es hasta qué punto Sartre me necesita. Preferiría morir antes que hacerle daño a alguien que hizo todo por mi felicidad”). 

Pero nada nos marca tanto como la primera desilusión. Quizás, del hecho de procesar o no el impacto de esa estocada inicial pueda depender toda la vida afectiva de una mujer. En su adolescencia Simone estaba fascinada con su primo Jacques. Él es el hombre que atraviesa la primera parte de su autobiografía, “Memorias de una joven formal”. Eran amigos, confidentes, compinches. Jacques tenía también su costado esquivo, opaco, triste, y Simone se creía la elegida para salvar a su primo de la perpetua melancolía. Pero nunca tuvo la posibilidad de actuar como la mujer maravilla. Más bien le llegó la hora de abrir los ojos y asumir que en esa hermosa película romántica ella apenas tenía un papel de reparto. Un día comprobó que Jacques tenía otra relación, una chica llamada Magda, con quien había estado durante años sin que 

Simone se atreviera a percibirlo. Simone tuvo que aceptarlo: él simplemente no la quería. 

Así lo cuenta: 

Al día siguiente, sin embargo, me desperté al borde del llanto. "¿Por qué Jacques escribe a los demás y nunca a mí?" Fui a Sainte-Geneviéve pero renuncié a estudiar. Leí La Odisea "para poner a toda la humanidad entre yo y mi dolor particular". El remedio fue poco eficaz. ¿En qué estaba con Jacques? Dos años antes, decepcionada por la frialdad de su recibimiento, me había paseado por los bulevares reivindicando contra él "una vida mía"; esa vida, la tenía. ¿Pero iba a olvidar al héroe de mi juventud, al hermano fabuloso de Meaulnes, predestinado a "cosas increíbles" y acaso marcado, quién sabe, por el genio? No. El pasado me poseía: ¡yo había deseado tanto, y desde hacía tanto tiempo llevarlo todo entero conmigo al porvenir! 

Volvía a empezar a andar a tientas entre nostalgias, esperas, y una noche empujé la puerta del Stryx. Riquet me invitó a su mesa. En el bar, Olga, la amiga de Riaucourt, conversaba con una muchacha morena envuelta en pieles plateadas, que me pareció muy bonita; tenía un pelo muy negro, un rostro agudo de labios escarlatas, largas piernas sedosas. En seguida supe que era Magda. "¿Tienes noticias de Jacques? –decía–. ¿No ha pedido noticias mías? Ese tipo se mandó mudar hace un año y ni siquiera pregunta cómo estoy. No estuvimos ni dos años juntos. ¡Qué mala suerte tengo! ¡Ese animal!" Yo registraba sus palabras pero en el momento apenas reaccioné. Discutí tranquilamente con Riquet y su banda hasta la una de la mañana.

Apenas me había metido en la cama, me derrumbé. Pasé una noche atroz. Al día siguiente pasé el día entero en la terraza del Luxemburgo, tratando de poner las cosas en su lugar. No sentía celos. Esas relaciones estaban rotas; no habían durado mucho; a Jacques le habían pesado y se había ido antes de que lo llamaran para romper. Y el amor que yo soñaba entre nosotros no tenía nada de común con esa historia. Un recuerdo volvió a mi memoria: en un libro de Pierre Jean Jouve, que me había prestado Jacques, había subrayado esta frase: "Me confío, a este amigo, pero es otro el que abrazo." Y yo había pensado: "Bien, Jacques. Es al otro al que compadezco." Él alimentaba ese orgullo diciéndome que no estimaba a las mujeres pero que yo era para él otra cosa que una mujer. ¿Entonces por qué estaba tan desolado mi corazón? ¿Por qué me repetía con los ojos llenos de lágrimas las palabras de Otello: "¡Qué lástima, Yago! ¡Ah! ¡Yago, qué lástima!"? Es que acababa de hacer un lacerante descubrimiento: esa hermosa historia, que era mi vida, iba volviéndose falsa a medida que yo me la contaba. 

¡Cómo me había cegado y cómo me mortificaba! Las neurastenias de Jacques, sus desganos, los atribuía a no sé qué sed de imposible. ¡Qué estúpidas debieron parecerle mis respuestas abstractas! ¡Qué lejos estaba de él cuando me creía tan cerca! Sin embargo, había habido índices: conversaciones con amigos alrededor de disgustos oscuros pero precisos. Otro recuerdo se despertó: yo había visto en el auto de Jacques, sentada a su lado, a una mujer morena demasiado elegante y demasiado bonita. Pero había multiplicado los actos de fe. ¡Con qué ingenio, con qué empecinamiento me había engañado! Yo sola había soñado esa amistad de tres años; hoy me aferraba a ella a causa del pasado y el pasado no era sino mentira. Todo se derrumbaba. Tuve ganas de cortar todos los puentes: querer a alguna otra persona o partir al fin del mundo. 

Y luego me regañé. Lo falso era mi sueño, no Jacques. ¿Qué podía reprocharle? Nunca había jugado al héroe ni al santo y a menudo me había dicho mucho mal de sí mismo. La cita de Jouve había sido una advertencia; había tratado de hablarme de Magda: yo le había dificultado la franqueza. Por otra parte, hacía tiempo que yo presentía la verdad y que hasta la sabía. ¿Qué chocaba ella en mí salvo viejos prejuicios católicos? Me tranquilicé. Me equivocaba al exigir que la vida se conformara a un ideal establecido de antemano; era yo quien debía mostrarme a la altura de lo que ella me aportaba. Siempre había preferido la realidad a los espejismos; terminé mi meditación enorgulleciéndome de haber tropezado contra un acontecimiento sólido y haber logrado salvarlo. 

Simone de Beauvoir 
Fragmentos del libro “Memorias de una joven formal” (Ed. Sudamericana)