viernes, 27 de junio de 2008

Percal

Música: Domingo Federico
Letra: Homero Expósito

Percal...
¿Te acuerdas del percal?
Tenías quince abriles,
anhelos de sufrir y amar,
de ir al centro, triunfar y
olvidar el percal.

Percal...
Camino del percal,
te fuiste de tu casa...
Tal vez nos enteramos mal.
Solo se que al final
te olvidaste el percal.

La juventud se fue...
Tu casa ya no está...
Y en el ayer tirados
se han quedado
acobardados
tu percal y mi pasado.

La juventud se fue...
Yo ya no espero más...
Mejor dejar perdidos
los anhelos que no han sido
y el vestido de percal.

Llorar...
¿Por qué vas a llorar?...
¿Acaso no has vivido,
acaso no aprendiste a amar,
a sufrir, a esperar,
y también a callar?

Percal...
Son cosas del percal...
Saber que estás sufriendo
saber que sufrirás aún más
y saber que al final
no olvidaste el percal.

Percal...
Tristezas del percal.

Este tango es interpretado por Alberto Podestá en la emotiva película Café de los Maestros, dirigida por Miguel Kohan.

miércoles, 25 de junio de 2008

El sabor de la noche, de Wong Kar Wai

Tal vez ya no haya nada nuevo para decir. Tal vez ya fue todo dicho. Con 2046 (estrenada en 2005) Wong Kar Wai escribió su testamento artístico y a la vez emitió su último grito de alerta: en el futuro no habrá amor. Las mujeres serán androides y los hombres las mirarán callados, con los ojos húmedos. No habrá amor, no habrá historias que contar. 2046 es mucho más que una hermosa película melancólica: es un diagnóstico terminal sobre el destino de absoluta soledad hacia el que está marchando la raza humana. Más que meramente bella, 2046 es estremecedora. Por eso es sublime.

¿Cómo superarla, entonces? ¿Acaso es necesario? ¿Y por qué hablar de testamento cuando el autor tiene apenas 52 años? Porque lo cierto es que el cine -agradecido- ya no puede pedirle más: su filmografía es una de las más libres y revolucionarias y radiantes de las últimas dos décadas. Inconfundible e inimitable, el cine de Wong Kar Wai detona en la retina, se acurruca en el oído, convulsiona los recuerdos y reclama su derecho legítimo a la fiesta.

La fiesta, sí, la congregación, ese ritual arcaico y comunitario que es precisamente todo lo contrario del aislamiento. Fue el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer quien intentó reivindicar el concepto del arte como fiesta en su libro La actualidad de lo bello: “Celebración es una palabra que explícitamente suprime toda representación de una meta hacia la que se estuviera caminando. La celebración no consiste en que haya que ir para después llegar. La fiesta está siempre y en todo momento allí”. En esto radica la maestría de Wong: sus seres solitarios y lejanos son una imán que nos arrastra instantáneamente al total desenfreno estético, las caricias de las formas, la expansión de los sentidos. Gadamer también dice que la fiesta “ofrece tiempo, lo detiene, nos invita a demorarnos”. Tiempos suspendidos, interiores, gozosos. El arte de Wong persigue lo ido y lo atrapa en imágenes inevitablemente incompletas. La imagen llega tarde… después del amor.

La trilogía compuesta por Days of being wild (1991), In the mood for love (2000) y 2046 ya es suficiente para calificar a este director nacido en Hong Kong como uno de los poquísimos genios del cine contemporáneo. Tal vez no vuelva a rozar esos niveles de calidad, pero Wong todavía es joven y no puede más que persistir, aunque sepa que de aquí en adelante solo encontrará reverberaciones, fábulas pequeñas, gajos nostálgicos de una Historia mayor que no fue.

Su último trabajo, El sabor de la noche (My blueberry nights) se contenta con narrar un puñado de anécdotas como si fueran los desperdigados apuntes de un viaje. La película comienza cuando Elizabeth (Norah Jones), desesperada porque su novio la dejó por otra, busca calmar su ansiedad devorando pasteles en el bar de Jeremy (Jude Law). Elizabeth quiere olvidar y para ello elige irse de Nueva York. Llegará entonces a Memphis y se topará con Sue Lynn (Rachel Weisz) y con Arnie (el siempre supremo David Straithairn), luego recaerá en Las Vegas y conocerá a Leslie (Natalie Portman), para finalmente regresar al punto de partida.

En realidad no importa la geografía, tampoco los hilos dramáticos o las clausuras. El duelo amoroso es imperialista y no reconoce tiempos ni fronteras. Meciéndose en el centro de esa llaga, Wong Kar Wai deleita: con sus serpentinas visuales (la fotografía pertenece al iraní Darius Khondji), con su habitual cámara lenta, con melodías que reúnen lo mejor del blues norteamericano (Cat Power, Ry Cooder, Otis Redding). Detrás del barroquismo de los encuadres y sus colores vivos, la película destila una tristeza profunda que remite a las escenas congeladas del pintor Edward Hopper. My blueberry nights es un film sedoso, por momentos muy intenso, en otros momentos, superficial. Los personajes bien podrían llamarse a silencio y aun así la historia se comprendería perfectamente. Es un cine que funda su expresividad en la cadencia de los cuerpos y la franqueza de las miradas. Un cine de la persistencia...

Tal vez el amor ya no sea posible.
Parece que al menos queda la posibilidad de la compañía.
¿Alcanza entonces la fiesta del arte como consuelo?
A veces sí, y a veces no… no alcanza.


domingo, 22 de junio de 2008

Seamos realistas, pidamos lo imposible

Por Slavoj Zizek

Uno de los graffiti que aparecieron en los muros de París en Mayo del 68 decía: "¡Las estructuras no andan por la calle!". Pero la respuesta de Jacques Lacan fue que eso era precisamente lo que había ocurrido en 1968: las estructuras salieron a la calle. Los sucesos más visibles y explosivos fueron la consecuencia de un desequilibrio estructural, el paso de una forma de dominación a otra, en términos de Lacan, del discurso del amo al discurso de la universidad.

Existen buenos motivos para mantener una opinión tan escéptica. Como dicen Luc Boltanski y Eve Chiapello en The New Spirit of Capitalism, a partir de 1970 apareció gradualmente una nueva forma de capitalismo, que abandonó la estructura jerárquica del proceso de producción al estilo de Ford y desarrolló una organización en red, basada en la iniciativa de los empleados y la autonomía en el lugar de trabajo. En vez de una cadena de mando centralizada y jerárquica, tenemos redes con una multitud de participantes que organizan el trabajo en equipos o proyectos, buscan la satisfacción del cliente y el bienestar público, se preocupan por la ecología, etcétera. Es decir, el capitalismo usurpó la retórica izquierdista de la autogestión de los trabajadores, hizo que dejara de ser un lema anticapitalista para convertirse en capitalista. El socialismo, empezó a decirse,no valía porque era conservador, jerárquico, administrativo, y la verdadera revolución era la del capitalismo digital.

De la liberación sexual de los sesenta ha sobrevivido el hedonismo tolerante cómodamente incorporado a nuestra ideología hegemónica: hoy, no sólo se permite, sino que se ordena disfrutar del sexo, y las personas que no lo logran se sienten culpables. El impulso de buscar formas radicales de disfrute (mediante experimentos sexuales y drogas u otros métodos para provocar un trance) surgió en un momento político concreto: cuando "el espíritu del 68" estaba agotando su potencial político. En ese momento crítico (a mediados de los setenta), la única opción que quedó fue un empuje directo y brutal hacia lo real, que asumió tres formas fundamentales: la búsqueda de formas extremas de disfrute sexual, el giro hacia la realidad de una experiencia interior (misticismo oriental) y el terrorismo político de izquierdas (Fracción del Ejército Rojo en Alemania, Brigadas Rojas en Italia, etcétera). La apuesta del terrorismo político de izquierdas era que, en una época en la que las masas están inmersas en el sueño ideológico del capitalismo, la crítica normal de la ideología ya no sirve, así que lo único que puede despertarlas es el recurso a la cruda realidad de la violencia directa, l'action directe. 


Recordemos el reto de Lacan a los estudiantes que se manifestaban: "Como revolucionarios, sois unos histéricos en busca de un nuevo amo. Y lo tendréis". Y lo tuvimos, disfrazado del amo "permisivo" posmoderno cuyo dominio es aún mayor porque es menos visible. Aunque no hay duda de que esa transición fue acompañada de muchos cambios positivos -baste con mencionar las nuevas libertades y el acceso a puestos de poder para las mujeres-, no hay más remedio que insistir en la pregunta crucial: ¿tal vez fue ese paso de un "espíritu del capitalismo" a otro lo único que realmente sucedió en el 68, y todo el ebrio entusiasmo de la libertad no fue más que un modo de sustituir una forma de dominación por otra?

Muchos elementos indican que las cosas no son tan sencillas. Si observamos nuestra situación desde la perspectiva del 68, debemos recordar su verdadero legado: el 68 fue, en esencia, un rechazo al sistema liberal-capitalista, un no a todo él. Es fácil reírse de la idea del fin de la historia de Fukuyama, pero la mayoría, hoy día, es fukuyamaísta: se acepta que el capitalismo liberal-democrático es la fórmula definitiva para la mejor sociedad posible y que lo único que se puede hacer es lograr que sea más justa y tolerante. La única pregunta que cuenta hoy es: ¿respaldamos esta naturalización del capitalismo, o el capitalismo globalizado actual contiene antagonismos lo suficientemente fuertes como para impedir su reproducción indefinida?

Dichos antagonismos son (por lo menos) cuatro: la amenaza inminente de la catástrofe ecológica; lo inadecuado de la propiedad privada para la llamada "propiedad intelectual"; las implicaciones socio-éticas de los nuevos avances tecnocientíficos (sobre todo en biogenética); y las nuevas formas de apartheid, los nuevos muros y guetos. El 11 de septiembre de 2001, cayeron las Torres Gemelas; 12 años antes, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín. El 9 de noviembre anunció los "felices noventa", el sueño del "fin de la historia" de Fukuyama, la convicción de que la democracia liberal había ganado, de que la búsqueda se había terminado, de que la llegada de una comunidad mundial estaba a la vuelta de la esquina, de que los obstáculos a ese final feliz digno de Hollywood eran meramente empíricos y contingentes (bolsas locales de resistencia cuyos líderes no habían comprendido aún que había pasado su hora). Por el contrario, el 11-S es el gran símbolo del fin de los felices noventa de Clinton, el símbolo de la era que se avecina, en la que aparecen nuevos muros en todas partes, entre Israel y Cisjordania, alrededor de la Unión Europea, en la frontera entre Estados Unidos y México.

Los tres primeros antagonismos antes citados afectan a los elementos que Michael Hardt y Toni Negri denominan "comunes", la sustancia común de nuestro ser social, cuya privatización es un acto violento al que hay que resistirse por todos los medios, incluso violentos, si es necesario. Son los elementos comunes de la naturaleza externa, amenazados por la contaminación y la explotación (el petróleo, los bosques, el hábitat natural); los elementos comunes de la naturaleza interna (la herencia biogenética de la humanidad), y los elementos comunes de la cultura, las formas inmediatamente socializadas de capital "cognitivo", sobre todo el lenguaje, nuestro medio de comunicación y educación, pero también las infraestructuras comunes del transporte público, la electricidad, el correo, etcétera.

Si se hubiera permitido el monopolio a Bill Gates, nos encontraríamos en la absurda situación de que un individuo concreto poseyera literalmente todo el tejido de software de nuestra red esencial de comunicación. Lo que estamos comprendiendo de manera gradual son las posibilidades destructivas, hasta la autoaniquilación de la propia humanidad, que se harán realidad si se da carta blanca a la lógica capitalista de encerrar esos elementos comunes. Nicholas Stern tiene razón al caracterizar la crisis climática como "el mayor fracaso de mercado de la historia humana". ¿Acaso la necesidad de establecer el espacio para una acción política mundial que sea capaz de neutralizar y canalizar los mecanismos de mercado no sustituye a una perspectiva propiamente comunista? Así, la referencia a los "elementos comunes" justifica la resurrección de la idea de comunismo: nos permite ver el "encerramiento" progresivo de esos elementos comunes como proceso de proletarización de quienes, con él, quedan excluidos de su propia sustancia.

Así, en contraste con la imagen clásica de los proletarios que no tienen "nada que perder más que sus cadenas", todos corremos el peligro de perderlo todo; la amenaza es que nos veamos reducidos a vacíos sujetos cartesianos abstractos, carentes de todo contenido sustancial, desposeídos de nuestra sustancia simbólica, con nuestra base genética manipulada, seres que vegetan en un entorno inhabitable. Esta triple amenaza a todo nuestro ser nos vuelve a todos, en cierto sentido, proletarios, y la única forma de no convertirse en ello es actuar de antemano para prevenirlo.

Lo que mejor condensa el auténtico legado del 68 es la fórmula Soyons realistes, demandons l'impossible! ("Seamos realistas, pidamos lo imposible"). La verdadera utopía es la creencia de que el sistema mundial actual puede reproducirse de forma indefinida; la única forma de ser verdaderamente realistas es prever lo que, en las coordenadas de este sistema, no tiene más remedio que parecer imposible.



Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Diario El País de España (Mayo de 2008)

viernes, 20 de junio de 2008

El fin de los tiempos, de M. Night Shyamalan

Algo está por venir, algo está por pasar. Así lo anuncian las nubes ominosas que surcan el cielo en la apertura de El fin de los tiempos (The Happening). Todo se inicia en Nueva York, más precisamente en Central Park, en donde los paseantes de repente empiezan a actuar de forma extraña y se lastiman a sí mismos. Minutos más tarde un albañil observa azorado cómo sus compañeros se lanzan al vacío desde el edificio que están construyendo y se desploman sobre el suelo, uno por uno. Es una de las escenas más brutales que el cine ha dado en mucho tiempo. La humanidad se está suicidando. Literalmente.

Mientras el fenómeno se expande hacia otras ciudades, en Philadelphia lo encontramos al profesor de ciencias Elliot Moore (Mark Wahlberg) quien discute con sus alumnos por qué la población de abejas en el país viene decreciendo (dato verídico), un hecho que ya preocupaba al mismo Albert Einstein (el físico vaticinó que “si las abejas llegan a desaparecer de la faz de la Tierra, el hombre solo tendría cuatro años más de vida”). La conclusión es que si bien hay fuerzas de la naturaleza que tienen una explicación racional, hay muchas otras que directamente no se pueden comprender. Esto último es lo más difícil de tolerar: la absoluta incertidumbre del Ser en el mundo, y la angustia que genera esa constatación. Esta es la premisa conceptual que conduce el nuevo trabajo del director hindú M. Night Shyamalan.

Si el planteo parece demasiado heideggeriano para un producto de Hollywood, la pregunta es por qué el realizador diseñó una historia que implicaba poner en escena nada menos que una pandemia de suicidios (no recuerdo otro film con un argumento medianamente parecido). Pero antes de seguir con las especulaciones, dejemos en claro que la película es un perfecto disparate. El director lo sabe y lo hace evidente al saltar sin aviso de lo trágico a lo absurdo, subrayando con este vaivén que estamos ante una ficción pura, una hipótesis, un juego. Las escenas risibles descascaran deliberadamente el clima de catástrofe para que el espectador no se tome en serio el relato, porque la cuestión aquí no es espantarse ante el caos en sí, sino animarse a pensar cuáles son las cuerdas -¿psicólógicas? ¿culturales? ¿metafísicas?- que lo fomentan.

Lo que provoca las muertes de los personajes en el film es una especie de toxina que se propaga por el aire y que lleva a las personas al autoaniquilamiento. Entre otras variables, se cree que podría ser un ataque terrorista, un experimento científico del Estado, o una revancha de la naturaleza contra el maltrato propinado por el ser humano. Alguien explica por allí que esta rara toxina lo que hace es anular la barrera neurológica por la cual toda persona tiende a defenderse a sí misma. Sin esa barrera, el hombre se mata. Ni queda suspendido en un limbo biológico ni vuelca sus instintos primitivos hacia los demás. No, el hombre automáticamente elige dejar de existir, como si fuera la única opción lógica. Y aunque el film señale que este impulso no es consciente sino motivado por el virus, ver cómo los personajes se matan de las formas más diversas e ingeniosas es una experiencia realmente desoladora, porque el suicidio es siempre una posibilidad tangible para el sujeto, más allá del extremo esbozado en este cuento fantástico.


Muy lejos de la solidez de Sexto sentido y El protegido, M. Night Shyamalan conserva sin embargo buenas ideas cinematográficas, e incluso muestra atendibles inquietudes filosóficas. Si El fin de los tiempos falla no es tanto por el enjambre de géneros sino porque todos los personajes están pobremente escritos, las actuaciones son endebles y la narración por momentos se vuelve distraída. El punto de partida puede ser excelente, pero la resolución dramática es torpe y derivativa (tal como ocurría en La dama en el agua, su película anterior).

De todas maneras, es demasiado cómodo descalificar al director como un simple “profeta” obsesionado por enviar un mensaje ecologista y/o humanista. Es erróneo creer que el film esconde una lectura única cuando su premisa es tan ambigua y aspira a lo ontológico: la vida encierra misterios que escapan a la comprensión. “Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es razonable”, dice Albert Camus en el Mito de Sísifo. En el fondo no hay más que vacío. Esto es lo verdaderamente terrorífico. Por eso, aun con sus delirios y sus trampas, El fin de los tiempos es una película genuinamente existencialista.

sábado, 14 de junio de 2008

"¿Has conocido alguna vez una persona que fuera muchas cosas en una, las llevara consigo, que cada gesto suyo, que cada pensamiento en que la rememoras recoge infinitas cosas de tu tierra y de tu cielo, y palabras, recuerdos, días idos de los que no sabrás nunca más, días futuros, certezas, y otra tierra y otro cielo que no te ha sido dado poseer?"

Cesare Pavese



viernes, 13 de junio de 2008

Proposiciones

¿Qué seríamos nosotros
sin el mito sexual,
el humano ensueño
o el poema de la muerte?

Castrados en un amasijo hecho de luna.
La vida consiste en proposiciones acerca de la vida.
El humano ensueño es una soledad en la cual
componemos esas proposiciones, desgarrados por los sueños,
por los terribles sortilegios de las derrotas
y por el miedo a descubrir que derrotas y sueños son uno.

La raza entera es un poeta que escribe
las excéntricas proposiciones de su destino.

Wallace Stevens

(versión de Alberto Girri)

miércoles, 11 de junio de 2008

Sex and the city, de Michael Patrick King

“No me des un anillo de diamantes.
Solo dame un guardarropa más grande”.
Carrie Bradshaw

Sex and the city es puro cotillón. Siempre lo fue. La serie nunca aspiró a ser otra cosa que una farsa simpática en clave de fantasía. Es un error leerla como un canto a la liberación femenina: estas chicas de Manhattan festejan y disfrutan su sexualidad, pero también sufren y buscan algo más. Buscan el amor, como cualquier ser humano. Mientras lo encuentran, se abocan al éxito profesional y se divierten con una rutina de fiestas lujosas, zapatos onerosos y ropajes imposibles. El mundo de Sex and the city no existe y lo sabemos. La serie simplemente pretendió jugar con una idea instalada en el imaginario posmoderno: hoy es el género masculino quien detenta el monopolio de la histeria (al menos en la lógica urbana).

Dirigida y escrita por Michael Patrick King, la película se estrena exactamente una década después del debut televisivo de este producto creado por Darren Star para el canal HBO. Para quienes desconocen la historia, el film comienza con una apretadísima síntesis de la serie y de los caminos que siguieron las cuatro protagonistas. Ser mujer a los 40 no es lo mismo que a los 30, y sin embargo Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) luce cada vez más caprichosa y aniñada. Es que para su sorpresa, Mr. Big (Chris Noth, aquí tristemente desaprovechado) le ha propuesto matrimonio y, por supuesto, ella tiene que organizar el ritual para que todo salga espléndido. Lástima que la vida sea tan cruel.

Miranda (Cynthia Nixon), Charlotte (Kristin Davis) y Samantha (Kim Catrall, lo mejor de la película) acuden al instante al rescate de Carrie, cargando cada una de ellas con sus respectivos conflictos. Se suceden las decepciones, los berrinches, algunas risas (la mayoría, forzadas). Y hay más vestidos y más sombreros y más frivolidad. Detrás del obsceno desfile de publicidades, asoma una trama previsible narrada de forma automática y hasta indulgente. La agilidad y la frescura de la versión televisiva -cada capítulo duraba solo media hora- se escurren rápidamente en los eternos 148 minutos del film. Las escenas humorísticas no funcionan, ni son demasiado inspirados los one liners o los nuevos personajes. Entre estos últimos se destaca Jennifer Hudson (ganadora del Oscar por el musical Dreamgirls) en el rol de una eficaz asistente que acompaña a Carrie en pleno duelo amoroso. La actriz suma calidez pero no aporta ningún contraste desde lo dramático: basta decir que los dos sueños principales de esta muchacha de origen humilde son casarse y tener una cartera Luois Vuitton original.

Si bien resulta desproporcionado reclamar mayor vuelo estético a un producto tan francamente comercial, sí podía esperarse un abordaje más vital de la comedia romántica. Aun aceptando el mensaje último que envuelve todo el paquete (“en el fondo, toda mujer anhela enamorarse en serio y ser feliz por los siglos de los siglos”), el film descarta cualquier tratamiento medianamente profundo de las relaciones afectivas en el nuevo milenio. Se valora la amistad, la independencia y la posibilidad del perdón, es cierto, pero detrás del cuento de hadas “sofisticado”, cuando el relato se interna en el dilema amor versus dinero, Sex and the city se torna burda y contradictoria, rasgos que inevitablemente se trasladan al personaje de Sarah Jessica Parker (cuya interpretación inflada y autoconciente la vuelve por momentos insoportable). El Príncipe Azul de Carrie es un eximio financista y el zapatito que le coloca en su delicado pie cuesta por lo menos 600 dólares. Así es muy fácil reivindicar la ingenuidad de la pobre Cenicienta.

lunes, 9 de junio de 2008

12 segundos de oscuridad

Gira el haz de luz
para que se vea desde alta mar.
Yo buscaba el rumbo de regreso
sin quererlo encontrar.

Pie detrás de pie
iba tras el pulso de claridad
la noche cerrada, apenas se abría,
se volvía a cerrar.

Un faro quieto
nada sería
guía, mientras no deje de girar
no es la luz lo que importa en verdad
son los 12 segundos de oscuridad.

Para que se vea desde alta mar...
De poco le sirve al navegante
que no sepa esperar.

Pie detrás de pie
no hay otra manera de caminar
la noche del Cabo
revelada en un inmenso radar.

Un faro para, sólo de día,
guía, mientras no deje de girar
no es la luz lo que importa en verdad
son los 12 segundos de oscuridad.

Jorge Drexler

domingo, 8 de junio de 2008

Leonera, de Pablo Trapero


¿Dónde está ese río?
Está en Argentina.
¿Dónde está Argentina?
Está en América del Sur,
en el continente americano,
cerca del océano de las tierras
más distantes de todo el planeta.

"Ora bolas"Piojos y piojitos

 


En su excelente libro “La interpretación de la imagen”, el ensayista Martine Joly se pregunta hasta qué punto “nuestra interpretación ya está parcialmente constituida antes incluso de tener acceso concretamente a los mensajes visuales”. Sucede que como potenciales consumidores estamos todo el tiempo atravesados, contaminados, asediados, por aquello que el autor denomina “discursos periféricos” (publicidad, críticas, notas periodísticas, entrevistas), que inevitablemente troquelan nuestra percepción al momento de enfrentarnos con una obra. ¿Cómo sustraerse al entusiasmo mediático generado por Leonera? Participó en la competencia del Festival de Cannes, en donde “fue aplaudida de pie”, mientras Luciano Monteagudo y Horacio Bernades (entre otros respetables críticos) afirmaron en el diario Página/12 que de los cinco trabajos de Pablo Trapero es “quizás su mejor film hasta hoy”. Altas expectativas.

Desde lo estrictamente técnico, Leonera cumple. Trapero filma muy bien: tiene muchísimo tacto a la hora de situar y deslizar la cámara, definiendo los encuadres, los movimientos y los tiempos internos de los planos con absoluta precisión. Es un director generoso con el espectador: lo lleva de la mano amablemente y no lo apabulla con virtuosismos innecesarios. El trabajo de Martina Gusmán también es muy sólido. Lo que falla es la trama judicial, especialmente las intervenciones del actor brasileño Rodrigo Santoro.

Pero todo esto ya lo dijo la crítica, por eso quiero detenerme en lo que sigue: en un informe televisivo que registraba la avant premiere de la película, me llamó la atención una declaración de Martina Gusmán (actriz y productora), que dijo algo así como que “Leonera es la historia de una madre con su hijo. En este caso es en una cárcel, pero también podría haber sido… no sé, en una guerra”. Es realmente curioso este empeño de los autores -reiterado en diversos medios- por relativizar el contexto en donde sucede la anécdota, intentando universalizar el tema para así abarcar una mayor cantidad de espectadores. Promocionan la película como si fuera lo mismo una guerra que la miseria de una favela de Rio de Janeiro, o que la tragedia de un tsunami. Pero la historia de Leonera transcurre en una cárcel, más precisamente una cárcel para mujeres, que no queda en cualquier parte sino en Buenos Aires, Argentina. No es lo mismo. La propia apertura del film, con la canción “Ora bolas”, deja bien establecida la ubicación geográfica de la acción. Hete aquí el gran enigma de la película: por qué la prisión, y por qué no hacerse cargo de esa elección.

“Vos no sos de acá”, le dice Marta (Laura García) a la protagonista. Julia es ajena a ese mundo de barrotes y Trapero la protege mientras ella se va a adaptando (se destaca del resto por ser la única mujer blanca y bonita). Más allá de la angustia inicial, Julia levanta cabeza y se la banca. Pero no se hace demasiadas preguntas, ni sobre su propia situación ni sobre su entorno. ¿Es que acaso las otras presidiarias sí pertenecen a ese mundo? ¿Por qué? No le interesa a Leonera explorar estas cuestiones; solo importa que el guión arrime un poco de coraje -y mucha buena suerte- para que la heroína acabe recuperando la libertad.

“Por pobre… por pelotuda”, responde Marta cuando Julia le pregunta por qué está en la cárcel. El comentario se siente como una resignación de clase. Desde la mirada social, la película decepciona. Con el avance del film las rejas pierden su color siniestro y se vuelven pintorescas. La violencia aparece cuando las mujeres se amotinan en defensa de Julia, pero para esa altura la rebelión ya no vibra con furia verosímil y es apenas otro engranaje del decorado. No lo olvidemos: estamos frente a un melodrama con un conflicto pura y exclusivamente individual.

Leonera es un producto con proyección internacional. Y en el fondo, se extraña el deambular perplejo del Zapa conviviendo con lo perverso en El bonaerense. Se extrañan los ojos humildes del Rulo colgando de las grúas grises. Ellos son seres más genuinos. Nacieron en una Argentina reconocible.

lunes, 2 de junio de 2008

El sueño de Cassandra, de Woody Allen


Lo queremos, y por eso tratamos de comprenderlo. Crecimos con él. Es como ese tío que siempre sabe amenizar con inteligencia los cumpleaños. El tío que al principio hace chistes hilarantes y que, más tarde, cuando la noche avanza junto con las copas, empieza a filosofar y barajar dilemas existenciales nada desdeñables. Es innegable que el tío Woody nos dio mucho y eso nos vuelve un poco incondicionales.

Pero también es cierto que el universo Allen se ha reducido. Su cine se ha simplificado. El director abandonó hace años la búsqueda formal para acotarse al dibujo de anécdotas elementales narradas con eficacia. El último título digno de su trayectoria es Dulce y melancólico y data de 1999. Tal vez podría también rescatarse la voluntad reflexiva de Melinda y Melinda (2004), en la que dos escritores se cuestionan si la vida es trágica o cómica, y así postulan dos historias divergentes para un mismo personaje. La película es endeble, pero marca la entrada de Allen en un período de irredimible escepticismo, en donde no deja lugar a dudas: vivir es una cosa bastante fea. Y todo lo que viene haciendo es girar obsesivamente en torno de una premisa excluyente: “lo único que mueve al hombre es la ambición”.

Luego de Match Point y Scoop, El sueño de Cassandra (Cassandra’s dream) cierra la Trilogía de Londres, ciudad que ahora aloja a los hermanos Ian (Ewan McGregor) y Terry (Colin Farrell), jóvenes de la clase trabajadora que ya están grandecitos pero siguen dependiendo de sus padres. Ambos necesitan dinero con urgencia: mientras el trepador Ian planea usarlo para invertir en “negocios importantes” y conquistar a una señorita, el más débil Terry lo quiere para pagar una deuda acumulada por su adicción al juego. Entonces aparece el tío Howard (Tom Wilkinson), un hombre rico que para deshacerse de un sujeto que podría perjudicarlo, les propone a sus sobrinos “eliminarlo” a cambio de dinero. Ellos aceptan.

El azar hará de las suyas para complicar las cosas, y después llegará la culpa, la locura, el castigo y todo lo demás. Nuevamente se plantea el conflicto moral de Crímenes y pecados (1989), en donde el protagonista prefiere convertirse en asesino antes de perder su status social. Pero hay una diferencia con los años '80: el Allen actual ya no disfruta a la hora de crear.
 

Toda la complejidad que componía su mundo -las deliciosas disquisiciones sobre el amor, la muerte, la frustración, el arte, la religión, el sexo, la responsabilidad- parece haberse reducido a un principio poco novedoso: el dinero es más fuerte. Es lo que impone el capitalismo, bajo su yugo vivimos y es lo que tenemos por delante (en un diálogo de Cassandra's dream se afirma que China será el próximo Imperio. “Son mejores capitalistas que nosotros”, dice Wilkinson, extrañado). Pero aun con premisas igual de oscuras, el Allen de antaño elegía hurgar en lo contradictorio del ser humano, en lo cruel, en lo lúdico, en lo sarcástico, incluso en la confrontación con el propio pasado familiar. Al Allen de hoy ya ni siquiera le interesa convocar a la ironía.

Una puesta en escena desganada; un relato monótono sin suspenso ni humor; una partitura ridículamente severa de Phillip Glass; y aunque Farrell está bastante bien (su atormentado Terry es lo único en el film que despierta alguna emoción), es el gran McGregor quien aquí luce inverosímil. No hay mucho más para decir sobre El sueño de Cassandra. Allen tiene todo el derecho a seguir dando vueltas sobre la desvencijada calesita, solo que el tío ya no es un niño y uno también tiene derecho a pedirle un poco más de seriedad.

domingo, 1 de junio de 2008


"No perdamos nada de nuestro tiempo.
Quizá los hubo más bellos, pero este es el nuestro".

Jean-Paul Sartre