miércoles, 30 de abril de 2008

Offside, de Jafar Panahi


En Irán las mujeres no pueden ingresar en una cancha de fútbol. Para no exponerlas a los insultos y agresiones propias de los hinchas enardecidos, se supone que la tradición les prohíbe el acceso al espectáculo con la excusa de “protegerlas”. Pero la norma no retiene a las chicas: si son verdaderas fanáticas, buscarán la forma de colarse en el estadio, aunque deban disfrazarse de hombres. Eso es lo que hacen las protagonistas de Offside, que no quieren perderse el partido disputado entre Irán y Bahrein, en el marco de las eliminatorias para el mundial de 2006.

La película comienza con una adolescente que intenta pasar inadvertida en un colectivo lleno de hinchas. Un muchacho la descubre pero ella le ruega encarecidamente que no la delate. En las puertas del estadio, la chica compra una entrada a un joven que hace reventa: él primero duda en dársela, pero luego se aprovecha y le cobra mucho más de lo que le pediría a un varón. Así y todo, nuestra fanática sigue adelante, hasta que finalmente un soldado la detiene y la lleva a una especie de “corralito” en donde hay otras jóvenes en la misma situación. Chau partido. Las chicas y los soldados se ven obligados a relacionarse y convivir en un espacio tenso y restringido, mientras de fondo se escuchan las ovaciones que llegan desde la cancha.


Hay algo un tanto disparatado en todo este cuadro… ellas y ellos se quedan al margen de la fiesta porque están sujetos a leyes arcaicas que no tienen justificación posible. El director Jafar Panahi es un experto a la hora de pintar las contradicciones que atraviesan su cultura, tal como lo demostró en sus películas anteriores, las excelentes El Círculo (2000) y Crimson Gold (2003). Offside es su quinto film y es el más gracioso de su carrera, pero no por ello menos crítico. En una escena el relato menciona la tragedia ocurrida tras un partido entre Irán y Japón en 2005. En las notas de prensa de la película, Panahi describe este hecho: “Los soldados empezaron a empujar a la multitud y siete personas murieron pisoteadas. Sin embargo, la prensa iraní solo publicó fotos de seis de los fallecidos. Se rumoreó que la séptima víctima era una chica. No tenemos pruebas, pero sí sabemos que entre los heridos había una chica disfrazada de chico”.

El film no se limita sólo a narrar las censuras propinadas a la mujer, sino que también revela el fastidio de los muchachos obligados a cumplir con el servicio militar. Uno de los soldados que custodia a las chicas se lamenta porque en verdad a él le correspondía un permiso para tener el día libre, pero una orden arbitraria le quitó el permiso y le impidió viajar al campo para cuidar de su madre enferma. Es muy interesante cómo Offside dibuja el malestar de las nuevas generaciones iraníes.

Discípulo del gran Abbas Kiarostami, Panahi en su estilo exprime lo mejor del neorrealismo: el decir genuino de los actores no profesionales, la cámara límpida, la puesta en escena funcional y discreta, los gestos espontáneos y sutilmente reveladores. Es un cine directo e inteligente, que sin adornos ni rodeos aspira a la emancipación de una sociedad sometida a un régimen represivo que ya no puede disimular lo absurdo de su basamento.

domingo, 27 de abril de 2008

"If you get caught between the Moon and New York City...
...the best that you can do is fall in love".


Christopher Cross - Arthur's theme

sábado, 19 de abril de 2008

Presagios

Fragmentos de una entrevista al escritor británico J. G. Ballard, publicada en la revista Ñ:

- La mayoría de sus novelas puede leerse como una celebración provocadora del poder transgresor y transformador de la imaginación. En Milenio negro, sin embargo, la imaginación está por completo ausente. Su frase "el apocalipsis tapizado" alude de manera alarmante a una impasse crítica e imaginativa, ¿verdad? ¿Esa declinación de la vida mental es algo terminal?

- Nada es terminal, gracias a Dios. A medida que vacilamos, el camino se extiende solo, se bifurca y se desvía. Pero la vida actual del Occidente próspero tiene algo muy sofocante. El aburguesamiento, la suburbanización del alma, avanza a un ritmo alarmante. La tiranía se hace dócil y sumisa y lo que prevalece es un totalitarismo blando, tan obsequioso como un sommelier. No se permite que nada nos inquiete ni perturbe. Lo que nos gobierna es la política del grupo de juegos. El principal papel de las universidades es prolongar la adolescencia hasta la mediana edad, momento en el cual la jubilación temprana garantiza que careceremos de los medios o la voluntad para producir un cambio importante. Cuando Markham (no JGB) usa la frase "apocalipsis tapizado", revela que sabe lo que en verdad está pasando en Chelsea Marina. Es por eso que se acerca a Gould, que ofrece un escape desesperado. Mi verdadero temor es que el aburrimiento y la inercia puedan llevar a la gente a seguir a un líder trastornado con muchos menos escrúpulos morales que Richard Gould, que nos pongamos botas y uniformes negros y adoptemos el aspecto del asesino sólo para mitigar el aburrimiento. Un neofascismo insensato y malsano, un racismo hábilmente estetizado, podrían ser las primeras consecuencias de la globalización, cuando Classic Coke y el merlot de California sean las únicas bebidas del menú. Por momentos miro las casas para ejecutivos del Valle del Támesis y siento que ya está aquí, que espera que le llegue el día sin tener demasiada conciencia de sí.

- En la introducción a Crash diagnosticó que "la muerte del afecto" era la principal enfermedad del siglo. ¿Cuál es su diagnóstico para el siglo XXI?
- Un siglo es mucho tiempo. Hace veinte años nadie podría haber imaginado los efectos que tendría Internet: florecen relaciones, se hacen amistades por e-mail, hay una nueva intimidad y una poesía accidental, para no hablar de la más extraña de las pornografías. Toda la experiencia humana parece revelarse como la superficie de un nuevo planeta. Dudo mucho que Internet o alguna otra maravilla tecnológica puedan detener la caída en el aburrimiento y el conformismo. Sospecho que la especie humana avanzará como un sonámbulo hacia ese vasto recurso que vaciló en abordar: su propia psicopatía. Ese patio de juegos del alma nos espera con las puertas abiertas de par en par, y la entrada es gratis. En resumen, una psicopatía electiva vendrá en nuestra ayuda, como lo hizo muchas veces en el pasado: la Alemania nazi, la Rusia stalinista, todas esas pesadillas que constituyen buena parte de la historia humana. Como señala Wilder Penrose en Super Cannes, el futuro será una enorme lucha darwinista entre psicopatías enfrentadas. A nuestra pasividad se suma que estamos ingresando en una etapa profundamente masoquista. Todo el mundo es una víctima, ya sea de los padres, de los médicos, de los laboratorios farmacéuticos, hasta del amor. ¡Y cómo lo disfrutamos!

jueves, 17 de abril de 2008

La película más bella del Bafici 2008

En la ciudad de Sylvia es un poema fílmico sobre la belleza. Sobre lo tontos que somos. Sobre lo ciegos y sordos y mudos que estamos.

La belleza lastima. Lo sabemos todos, no estoy descubriendo América. Pero no me refiero a la belleza clásica y previsible, la que está cifrada en la armonía, la sorpresa o la cómoda fantasía. No. El director español José Luis Guerín se dedica a capturar una belleza imperfecta y mundana, que hiere y cala hasta los huesos precisamente porque nos recuerda que está allí, en su lúcida sencillez, al alcance de la mano, aunque no podamos verla. Es la belleza que está allí y se escurre y se ríe de nosotros. Todo el tiempo.

Sylvia enamora y obsesiona. Acampa en la memoria y barre con todas las otras imágenes de todas las otras películas vistas en esta anhelada maratón cinéfila de abril. Esas otras películas opacas con historias de aislamientos, opresiones, frustraciones y resignaciones desperdigadas por doquier en el planeta posmoderno. La soledad se naturaliza día a día en la condición humana, y el cine la persigue intentando rechazarla. Pero no puede con ella y entonces la registra, con tanto ahínco que casi casi, sin querer, termina por pontificarla. Mecánica melancolía.

Eso no ocurre con Sylvia. Porque Sylvia es la esperanza.

El héroe de la película dibuja, camina y contempla. Tiene el tiempo que a todos nos falta. Tiene paciencia. La cámara suave de Guerín nos sumerge en un azar erótico de perfiles, bocas, ojos, cabellos, hombros, cuellos, espaldas, pasos. Todos los rostros son hermosos. Absolutamente todos.


Un cine de la felicidad. Un cine deseante. Un cine que hoy está prácticamente perdido. Un cine sobre el que ya ni siquiera es necesario hablar, porque es tan real y tan sanguíneo y tan sabiamente extemporáneo que puede jactarse de escapar a las coordenadas del lenguaje.

“Más que contar, se sugiere”, dice Guerín en una entrevista publicada en el diario Crítica. “Por ejemplo, ¿quién es el protagonista? ¿Un soñador, un poeta, un pintor, un cineasta que busca a su actriz, un turista, un cínico? Todo es posible, no se dice nada de él. La única información es lo que mira. Ése es el estatuto del espectador. Y al mismo tiempo, el espectador ve una especie de espejo en la pantalla, ese ícono vacío de su experiencia”.

Solo se trata de mirar.
Esa es la historia.

jueves, 3 de abril de 2008

Tropa de Elite, de José Padilha

Didáctica, arrebatada y algo tosca, Tropa de Elite es una película que interesa más como fenómeno mediático y sociológico que como objeto cinematográfico. Antes de ganar el Oso de Oro en el último Festival de Berlín, este segundo largometraje de José Padilha ya era una obra de culto que circulaba de forma clandestina en Brasil. El film está centrado en el trabajo cotidiano del BOPE (Batallón de Operaciones Especiales de la Policía), encargado de controlar el narcotráfico en los barrios precarios de Río de Janeiro. Quien narra la historia es el Capitán Nascimento (Wagner Moura), líder de esta brigada especial, que como está próximo a ser padre y quiere abandonar las tareas extremas, tiene que evaluar la eficiencia de dos jóvenes oficiales que podrían reemplazarlo: uno es Neto (Caio Junqueira), muchacho impulsivo y fanático de la Tropa, y el otro es André Matias (André Ramiro), un estudiante de Derecho inteligente y honesto. Los hechos transcurren en 1982, semanas antes de la visita del papa Juan Pablo II a la ciudad.

Tropa de Elite es una película de acción concebida para explotar el vértigo cinematográfico que anida en las calles y favelas de Río, en la misma línea de Ciudad de Dios (de Fernando Mereilles), cuyo guionista, Braulio Mantovani, colaboró con Padilha en la escritura de este film. En la pantalla, la violencia más despiadada se torna lustrosa, exportable, tan irreversible como exótica (para quien no la sufre en carne propia, claro). Montaje chirriante, furiosa música hardcore, una cámara en mano que finge frescura y libertad… en fin: nada nuevo desde lo estrictamente sensorial. Pero no es la previsible estética de video-clip lo que más irrita de la película, sino su mirada mezquina sobre la complejísima realidad de la pobreza, la droga y la represión en Brasil.




Por empezar, la voz en off del protagonista conduce la narración organizando los hechos con un determinismo implacable: desde el inicio, el narrador advierte que Neto y Matías ya están condenados. La voz emite agotadoras y trilladas sentencias: “La honestidad no forma parte del juego”, “la guerra siempre tiene su precio”, “¿pero quién dijo que la vida es fácil?”. La película no busca -como afirmaron algunas críticas- pintar al Capitán Nascimento como un héroe: está lejos de redimirlo y solo intenta explicarlo desde su conciencia desequilibrada. Se trata de un sanguinario, sin dudas, pero sigue siendo humano. Es un error frecuente igualar el punto de vista del personaje con la ideología del creador. Si Tropa de Elite destila un tufillo reaccionario no es porque el guía de la ficción sea un policía autoritario, sino porque el film en su conjunto parece amasar y simplificar a su antojo un conflicto desolador, sin profundizar de manera creíble en el contexto sociopolítico. Se vende como una fehaciente denuncia social, apoyada en “el testimonio de 12 oficiales y 1 psiquiatra” (sic), aunque en verdad lo que hace es confirmar ciertas categorías sociales que aparentemente ya estarían legitimadas por la opinión pública y que, por ende, no necesitarían mayor tratamiento que la simple exposición. El relato en off está plagado de lugares comunes del tipo “el traficante no perdona”, “los negros no tienen posibilidades”, “solo el rico con conciencia social no comprende que la guerra es guerra”. Nuevamente queda decretado el atraso irremontable de un país del Tercer Mundo.


Lo llamativo es que el trabajo anterior de Padilha, Ómnibus 174 (Bus 174, estrenada en 2002), es un notable documental ubicado en la vereda opuesta a Tropa de Élite. El film cuenta el caso real de Sandro, un joven que en 2000 secuestró un colectivo público y finalmente murió cuando la policía intervino en el hecho. Ómnibus 174 incluye una seria indagación en el corazón de la delincuencia y la miseria en Brasil, y esa preocupación genuina por las urgencias sociales es justamente lo que está ausente en la película premiada en Berlín.


“El sistema no trabaja para resolver los problemas de la sociedad. El sistema trabaja para resolver los problemas del sistema”, asegura en un momento el líder del BOPE. Contundente. Digamos que estamos de acuerdo. La cuestión es pensar qué puede aportar el discurso artístico frente a este diagnóstico. En una secuencia del film, el personaje de Matías con un grupo de compañeros de la universidad exponen y discuten las ideas de Michel Foucault sobre las sociedades disciplinarias. Maria (Fernanda Machado, en el rol de la “niña rica”), plantea en la clase: “En Brasil la legislación penal, funciona como una red que articula diversas instituciones represivas del estado. Infelizmente hoy, en nuestro país, el resultado de esta microfísica del poder de la que Foucault tanto hablaba terminó creando un Estado que protege a los ricos y sanciona casi exclusivamente a los pobres”.


Lo curioso es que la red de relaciones violentas que dibuja Tropa de Élite no roza certeramente al Estado (¿o al gobierno?) que ampara a las fuerzas del orden, ni a los núcleos de ilegalidad (¿o de la economía?) que alientan la rueda del narcotráfico. La película no está obligada a señalarlos, por supuesto, porque precisamente como propone Foucault, “no se puede buscar, como fuente de poderes, algo así como una soberanía. Al contrario: es necesario mostrar cómo los diferentes operadores de dominación se apoyan en algunos casos los unos sobre los otros y remiten unos a otros”*. En el film de Padilha, los personajes principales creen que están cumpliendo con un destino inalterable, sin poder construir lazos de sentido con el marco que los aloja. El problema radica en que el discurso policial no remite más que a sí mismo, se autojustifica desde la resignación, como si efectivamente estuviera descolgado de un entramado que tiene infinitas aristas. El aparato represivo incluso parece haber logrado cierta "autonomía" desde el momento que aprendió a financiarse por izquierda, más allá de las respondabilidades políticas. Un planteo claramente reduccionista.


Algunas crónicas en Internet señalan que, en algunas proyecciones de la película en Brasil, se escucharon ovaciones y festejos en las escenas de matanza y torturas a cargo del Capitán Nascimento. Es un dato que excede a la obra en sí misma, aunque no deja de ser doloroso. Tropa de Elite es un discurso que circula masivamente y se fusiona con otros discursos forjados para reforzar una verdad, no cualquier verdad, sino una verdad particularmente necesaria, dentro de un mecanismo que muchas veces escapa a la intención íntima del artista. El artista puede ser más o menos consciente del tipo de verdad a la que aspira su obra, pero inevitablemente es parte del tejido discursivo que construye el imaginario actual. Tropa de Élite, lamentablemente, es funcional a un sistema criminal. Mejor dejemos que hable Foucault: “El poder no cesa de interrogarnos, de indagar, de registrar: institucionaliza la búsqueda de la verdad, la profesionaliza, la recompensa. En el fondo, debemos producir la verdad como debemos producir riquezas, hasta debemos producir la verdad para poder producir riquezas. Del otro lado, estamos sometidos a la verdad también en el sentido de que la verdad hace ley, produce el discurso verdadero que al menos en parte decide, transmite, lleva adelante él mismo efectos de poder. Después de todo, somos juzgados, condenados, clasificados, obligados a deberes, destinados a cierto modo de vivir o de morir, en función de los discursos verdaderos que comportan efectos específicos de poder”. *


* Del libro Genealogía del racismo, Michel Foucault (Editorial Altamira, Buenos Aires, 1996)