miércoles, 14 de mayo de 2008

Cordero de Dios, de Lucía Cedrón

Cordero de Dios se estrenó hace una semana en Buenos Aires. El trabajo de Lucía Cedrón fue unánimemente elogiado por los medios masivos, mientras que algunas voces de la crítica especializada cuestionaron su estética “televisiva”, su vocación “conciliadora” y el dudoso paralelismo que traza entre la violencia de la dictadura y la inseguridad imperante en los primeros años del 2000. Por mi parte, debo decir que vi esta película hace ya más de dos meses en una función para la prensa, y en mi recuerdo compiten sensaciones contradictorias.

En general evito escribir en primera persona, pero no puedo hacerlo ante Cordero de Dios. Porque salí angustiada de la proyección. Quedé maltrecha. Porque todavía me pregunto cómo es posible cargar con la complejidad de nuestra historia. Cómo hacemos para soportar esta pesadísima mochila. Tan oscura, tan enmarañada, tan esquiva. Y entonces creo que no… que efectivamente no podemos. Es por eso que estamos tan perdidos, con la impresión naturalizada y tristemente asumida de que no vamos hacia ningún lado.

En su primera parte, la película resulta demasiado seca. Teresa (Mercedes Morán) llega desde Francia a Buenos Aires porque su padre, Arturo (Jorge Marrale), fue secuestrado. Estamos en 2002. Guillermina (Leonora Balcarce), hija de Teresa, es quien recibe las instrucciones para concretar la liberación. El clima es extraño: los personajes no parecen estar conmovidos por la situación, por lo que se intuye que la víctima no despierta la suficiente compasión. Paulatinamente, a través de flash-backs, el relato incorpora retazos del pasado que permiten ampliar el cuadro de relaciones afectivas: sabemos entonces que, durante los años ‘70, la joven Teresa (ahora en la piel de Malena Solda) fue militante revolucionaria, al igual que su marido, Paco (Juan Minujín). Paco, el padre de Guillermina, fue asesinado.

En una primera instancia, resulta muy difícil traspasar la pared interpretativa: cuesta llegar a la médula de los personajes porque se nota que Balcarce nunca encuentra el tono adecuado para su papel, mientras que Morán subraya exageradamente su talante de mujer de carácter intransigente. Es la Mercedes Morán que ya vimos muchas veces en televisión. Tampoco ayuda un guión en donde la discusión ideológica se percibe, en general, más escrita que sinceramente sentida.


Y sin embargo, a pesar de todos estos obstáculos, en algún momento Cordero de Dios cobra vigor y suspenso: desde lo narrativo, la técnica de Cedrón es impecable. De a poco, el film va iluminando el doloroso secreto que agobia a la familia. El pasado -el de la ficción, el del país- hace fuerza para apropiarse del relato. El pasado empuja con ahínco y desbarata esas creencias que para uno lucen tan prístinas; y lo que queda en la memoria, lo que retumba con amargura en los oídos, hasta hoy, es el plano silencioso de Jorge Marrale llorando desconsoladamente, porque tuvo que sacrificar una vida para salvar otra. Y como dijo la directora del film en una entrevista, “en ese momento el personaje es conciente de que está perdiendo a su hija para siempre”.

Esa escena genera un efecto retroactivo que obliga a pensar toda la película desde una perspectiva más ambigua. Muy lejos está Cordero de Dios de abogar por un borrón y cuenta nueva. Jamás sentí que Cedrón estimulara una supuesta “reconciliación”, sino todo lo contrario: quiere atenazarnos al núcleo de la Historia, con toda su complejidad, para que no escapemos tan fácilmente.


Hay otra escena del film que no me deja en paz. Es aquella en la que Morán y Balcarce reciben la prueba de vida por parte de los secuestradores: se trata un ejemplar del diario Clarín y un cassette en donde se escucha a Marrale leer los titulares del día. Titulares que hablan de la miseria que crece en la Argentina. Uno piensa en ese momento que todos aquellos que dieron su vida en el pasado lo hicieron para que este presente no fuera tan perverso. No podrían imaginar hasta qué punto lo que hoy se vive es desolador, porque no parece asomar esperanza alguna (salvo a través del arte... ojalá).

Mi generación no tiene el coraje. Quizás se deba a que no nos animamos a comprender la historia y asimilar la experiencia. Quizás el descalabro moral sea más paralizante de que lo queremos creer. Pero también hay pereza. Somos responsables por los cambios que hoy no se producen en lo político, porque es más simple elegir el mal menor que empezar a construir algo nuevo, y está claro que nos acostumbramos -porque es cómodo- a pensarnos como víctimas.


Un futuro no muy lejano nos pasará una cuantiosa factura por toda esta desidia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

eS MUY BUENA TU CRÍTICA PORQUE NO SE QUEDA EN LA SUPERFICIE. eS UNA PELÍCULA - ESO ES LO SINIESTRO- CON MUCHO DE AUTOBIOGRÁFICO. lA VI EN EL BAFICI Y AHORA PIESNO QUE -SI BIEN ES ALGO FALLIDA- ME HIZO REVISAR UN PASADO POLÍTICO, COSA QUE NUNCA ESTÁ DE MÁS HACER CON RESPECTO AL PAIS.
fELIZ DIA DEL PERIODISTA. MARTHA

Alita dijo...

Te felicito por el comentario. Me gustó mucho.
Y me acordé de un texto que está en la novela "El Lector" de Bernard Schlink
“Al mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme: ¿cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos?. No podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que sí es incomparable, ni hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el horror, sí lo hace objeto de comunicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad. ¿Es ése nuestro destino: enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿Con qué fin? No es que hubiera perdido el entusiasmo por revisar y esclarecer con el que había tomado parte en el seminario y en el juicio; sólo me pregunto si las cosas debían ser así: unos pocos condenados y castigados, y nosotros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad”.

Tu comentario me hizo pensar de nuevo en este texto y en las sensaciones que esto me produce. Algo que para mí no tiene respuesta. Y lo peor es la indiferencia con la cual parece que tenemos que acostumbrarnos a convivir.
Saludos. Alejandra (estoy haciendo el curso los jueves)