viernes, 22 de febrero de 2008

Petróleo sangriento, de Paul Thomas Anderson


Kant escribió alguna vez que el genio es ese “talento (don natural) que le da la regla al arte”. Es decir, el genio crea reglas aún no concebidas. “Podríamos decir que lo propio del genio es crear nuevos paradigmas”, explica Elena Oliveras en su libro "Estética. La cuestión del arte"). Griffith, Welles, Ford fueron verdaderos genios. Dejaron una huella revolucionaria en la historia de la forma cinematográfica. Es impertinente decir que Paul Thomas Anderson está a la misma altura que los directores nombrados. La innegable calidad de la película y los lauros alzados por sus nominaciones al Oscar despertaron comparaciones que quizás sean apresuradas, porque lo cierto es que la película todavía necesita decantar en la percepción del público. Reclama un tiempo prudencial para forjarse un lugar en la historia que permita certificar su trascendencia.  

Petróleo sangriento es un film gigante y deliberadamente imperfecto. Anderson es conciente de su cometido: intenta algo diferente, extraño, alejado de toda pretensión de armonía y proporción. Porque ya hay mucho cine detrás de él y al fin de cuentas él es hijo de esta época, y como sucede con tantos otros directores catalogados de "posmodernos", a él solo le queda apropiarse de lo ya conocido para volverlo a contar con una mirada delirante. Aunque no por eso menos certera. Es como la mirada de Daniel Day Lewis, de eterno ceño fruncido, con ojos de un brillo vil que se cierran al punto de desaparecer, en un escrutinio permanente de todo lo que lo rodea. Day Lewis encarna a Daniel Plainview, un petrolero dispuesto a todo con tal de acrecentar sus ganancias. Levemente inspirado en la novela "Oil" de Upton Sinclair, el relato se expande desde 1898 hasta el fin de la década del ‘20. Muy poco se dice del pasado del personaje central, o de deseos suyos que vayan más allá del descubrimiento y la explotación de pozos de petróleo. El protagonista se construye por la pura acción, pero al mismo su ser más íntimo se torna enigma. El personaje, como la película toda, tiene vocación de mito. Es por eso que sacude y penetra y promueve infinitas lecturas. Petróleo sangriento tal vez no sea genial, pero exhibe con orgullo el talante de la obra abierta. 

Daniel Plainview detenta una ambición ciega, al punto de abandonar a su hijo cuando le resulta un estorbo, al punto de volverse directamente loco y asesino. El personaje puede simbolizar a George Bush, al capitalismo salvaje o, más literalmente, a cualquier empresario enfermo de poder. También está el descabellado personaje del predicador que personifica Paul Dano, que representa la hipocresía irredimible de la Iglesia. La historia que narra el film es transparente: inferir sus metáforas parece un ejercicio, en principio, sencillo. Anderson lo sabe. Él busca otra cosa. Quizás otra posibilidad de ruptura. Pero no se trata de una ruptura basada en postulados radicales, como los promulgados por las vanguardias del siglo XX, como el expresionismo, el surrealismo o la misma nouvelle vague. Anderson fabrica una coraza que desde lo exterior se impone como realista, pero que es permanentemente perforada por recursos del lenguaje cinematográfico que resultan atípicos, subversivos, desafiantes para el espectador. Puede notarse en la textura áspera, incómoda, que el realizador eligió para sus imágenes, o en la marcación actoral asentada en la exageración, elección que dispara los insólitos cambios de tono en las situaciones en donde interviene el personaje del sacerdote. (Este reto al realismo ya bullía en la obra anterior del realizador: recordar la lluvia de ranas en Magnolia, o los ritmos ansiosos y los conflictos desconcertantes de Embriago de amor). Pero lo más fácil de distinguir es el empleo disonante de la música, compuesta por Jonny Greenwood (miembro de la banda Radiohead), que se aplica como contrapunto dramático de lo visual y no como un previsible acompañamiento de la escena. Anderson interpela la mirada. O mejor dicho: subleva las estructuras perceptivas que por costumbre utilizamos a la hora de mirar el cine, y por en ende, el mundo. Tal como lo hace la estética de los hermanos Dardenne o de Michael Haneke, por nombrar otros directores de estilos diferentes pero con preocupaciones ideológicas comunes, Anderson nos acorrala en su ficción con ademanes oblicuos y absorbentes, para obligarnos a encarar de frente el sustrato de la violencia. 

El título original de Petróleo sangriento es There will be blood, que podría traducirse como “Correrá la sangre”. Sin dudas, todo es sangre en la lógica que domina hoy a la humanidad. Es la tesis de esta película, y es también lo que proponen los hermanos Coen en Sin lugar para los débiles y Tim Burton en Sweeney Todd, por citar solo dos ejemplos del cine más reciente. Los artistas del siglo XXI pueden trazar vehementes diagnósticos de situación, pero son incapaces de arrimar un atisbo de esperanza. La apelación inmediata a la inexorabilidad del odio, al carácter psicópata de los personajes, a la misantropía, es una actitud legítima y comprensible en una etapa histórica signada por la incertidumbre; pero más temprano que tarde llegará la necesidad de expresar algo más, algo que aspire a la construcción, aunque más no sea como aullido primitivo en pos de la supervivencia. El sentimiento dominante es la desesperación. Porque todavía en el horizonte no aparecen, ni siquiera se intuyen, alternativas políticas que puedan oponerse a esta lógica siniestra. El sabor consecuente es la amargura. 

Mientras tanto, seguimos pensando el arte. La película de Paul Thomas Anderson es una obra destinada a perdurar. El futuro determinará si se trata de un autor capaz de instaurar un nuevo paradigma estético. Por ahora, alcanza con reconocer que Petróleo sangriento (como seguramente también lo hará el film de los hermanos Coen) es uno de esos pocos oasis en donde la crítica de cine encuentra su razón de ser. Este estreno permite reivindicar un oficio muchas veces vapuleado desde el mismo gremio: la película estimuló algunos textos que, siguiendo el anhelo de Oscar Wilde, pueden leerse como piezas artísticas. Recomiendo los comentarios de Diego Lerer en Clarín, Jorge Belaunzarán en Subjetiva y Leonardo D’Espósito en El Amante (este último solo está disponible en la versión en papel de la revista). Cada uno de estos análisis, desde sus respectivos espacios de difusión (el primero en un diario popular, el segundo en un medio electrónico, el tercero en una revista especializada para cinéfilos), justifican y enaltecen la existencia de la crítica, que no es más que una honesta y necesaria prolongación del cine.

1 comentario:

Cecilia Díaz dijo...

No me siento autorizada para comentar acerca de la película. Uno, porque no la vi y segundo, xq no sé mucho de cine.

Lo que me gusta de este post, es el modo en que abarcas diferentes perspectivas. O sea, la obra por un lado, su lugar en la historia del cine como resultado de grandes maestros y como un nuevo hito; luego el contexto socio político del film y como te "pega" a vos como crítica. Es muy rico, por lo menos para quien se considera una ignorante en la materia.

Saludos!